lunes, 31 de enero de 2022

¿Y SI EL FASCISMO YA ESTUVIERA AQUÍ?*

 


Las esperanzas se esfuman fácilmente bajos nuestros miedos y temores. Preocupa que nuestro pensamiento sea secuestrado, nuestras ideas seleccionadas por otros y los discursos personales escritos en un despacho de marketing. La esencia de la democracia es dejar fluir la libertad para que cada cual sea dueño de sus ideas. En un régimen autoritario esto sería imposible.

Mirar al pasado provoca zozobra cuando de tiempos revueltos se trata. Pensar que los horrores padecidos por nuestros antepasados pudieran reproducirse en nuestras vidas, preocupa. Como la sola idea de que nuestros años veinte se parezcan a los del siglo XX, cuando las democracias occidentales en crisis abrieron sus puertas a los fascismos en toda Europa. La Primera Guerra Mundial tuvo sonadas consecuencias, las más dramáticas: los totalitarismos (comunismo soviético y fascismo en Italia y Alemania) y la Segunda Guerra Mundial. Derrotado el fascismo, las democracias se fortalecieron durante medio siglo. No obstante, el arranque del siglo XXI presenta un panorama más sombrío: acentuada desigualdad norte-sur, comercio mundial monopolizado, debilidad de las democracias occidentales, más conflictos bélicos, además del resurgimiento de una ultraderecha de tics ‘fascistoides’ o la consolidación de regímenes cleptocráticos en países salidos de la descomposición de la URSS con los que se comercia sin rubor.

Una de las claves del deterioro democrático del siglo XXI reside en la globalización del miedo, que tan vulnerables y manipulables nos hace. Si en los años veinte del siglo pasado los fascismos aprovecharon las incertidumbres y el malestar de la población para crecer y alcanzar el poder, el siglo XXI ha experimentado trágicos acontecimientos convertidos en fenómenos globales, que han sembrado de miedo e inseguridad todos los rincones del planeta. Recordemos los atentados del 11-S en Nueva York, la guerra contra el terror focalizada en Irak plagada de mentiras, la globalización del terrorismo yihadista y la psicosis colectiva de atentados, el fracaso de las primaveras árabes, la crisis económica de 2008 y sus recortes, la pandemia del covid-19, las restricciones, las inseguridades... Y recordemos las titubeantes respuestas de los poderes democráticos ante los problemas, sumiendo al mundo en un pozo de desesperanza.

El desigual reparto de la riqueza delata el síntoma de una enfermedad en curso. La crisis económica aumentó la brecha entre ese 1% que acapara tanta riqueza y el resto de población mundial. Las democracias han fracasado en un reparto más justo de esa riqueza y en mitigar el deterioro de las condiciones de vida de los ciudadanos. Asumieron políticas de ajustes y recortes sociales y laborales dictadas por organismos financieros internacionales, políticas de austeridad que alentaron el malestar social, facilitando el auge de la ultraderecha, incluso al poder (Brasil o Hungría).

Ansiedad, desencanto, miedo, desesperanza, consecuencias globales que han afectado a la población mundial, mientras los poderes fácticos y económicos han obtenido enormes beneficios financieros, comerciales y de control geoestratégico. Una población desorientada en un mundo incierto, acudiendo a buscar soluciones al mejor postor: el populismo prometedor de paraísos. A poco de iniciarse este siglo, Joseph E. Stiglitz ya hablaba de El malestar en la globalización. Los potentes instrumentos de información mediática o las redes sociales han facilitado la manipulación del pensamiento y las opiniones. La propaganda se ha viralizado, el discurso neofascista también.

El miedo a un mundo inestable o el desencanto por las incertidumbres económicas auparon a Trump a la victoria en EE UU (2016). Ahora Trump ha vuelto a la escena pública con las mismas consignas que alentaron el asalto al Capitolio de hace un año. Algunos de los asaltantes pertenecían al movimiento de ultraderecha Oath Keepers (“Guardianes del juramento”). Al confirmarse la victoria de Biden, el líder de esta milicia, Stewart Rhodes, se pronunció a favor de negar los resultados electorales y marchar en masa por Washington, auspiciando la insurrección y el asalto al Capitolio. Se sabe que instó a tomar las armas en defensa de su ‘libertad’. Los “Guardianes del juramento” reunieron armas y acudieron al Capitolio con ropa militar, cuchillos, porras y cascos. Hoy la ultraderecha norteamericana sigue alimentando los argumentos de fraude electoral. El neofascismo, instalado en la primera potencia mundial.

Trump ganó unas elecciones presidenciales, y vimos cómo se condujo, si ganara en 2024 el neofascismo se desataría sin reparos, y quién sabe de su alcance en el resto del mundo. Hay intelectuales que han levantado la voz para advertir del proceso de involución democrática en EE UU: Naomi Klein (La doctrina del shock), Steven Levitsky y Daniel Ziblatt (Cómo mueren las democracias) o Noam Chomsky, calificando al partido republicano de partido neofascista.

El ‘modus operandi’ del neofascismo del siglo XXI es similar al del fascismo del siglo XX: seducir a las clases populares desencantadas por la inoperancia de la democracia, promesa de resolver la crisis económica, descrédito de los partidos políticos tradicionales, búsqueda de chivos expiatorios (inmigrantes que quitan trabajo e incrementan la delincuencia) o demérito de las instituciones democráticas calificadas de instrumentos ineficaces, todo orquestado con incisivas estrategias de propaganda.

El neofascismo utiliza primero la democracia y la desacredita al tiempo, para luego apropiarse de ella y corregirla a su conveniencia. Finalmente, la anula. Vivimos una especie de ‘revival’ neofascista que añora tiempos en que la vida era más de orden y control.

Me desasosiega ver cómo hay poderes que, sin ocultar su vocación orwelliana, son capaces de manipular a las sociedades más cultas e informadas de la historia, y que estas se dejen sojuzgar. Acaso sea como parte de esa cultura-mundo, a la que se refiere Lipovetsky, que “no cesa de desorganizar nuestro estar-en-el-mundo, las conciencias y las existencias”. 

* Artículo publicado en Ideal, 30/01/2022

lunes, 3 de enero de 2022

EL PAÍS DE LOS SUEÑOS ROTOS*

 


Cuando un año termina ardemos en deseos porque el venidero sea mejor. Ingenuamente depositamos grandes esperanzas en un simple cambio de calendario, convencidos de que se harán realidad nuestros sueños, acaso persuadidos de un poder que no tenemos para modificar el curso astronómico del planeta a nuestro antojo. Nos aferramos con inocencia infantil, la que nunca nos abandona. Quizás sea por eso o, a lo mejor, por el llamado espíritu de la Navidad, el mismo que conmovió a George Bailey y le hizo desistir de su pretendido suicidio en Qué bello es vivir.

Cuando en 2020 la pandemia nos zarandeó, mostrándonos la fragilidad de nuestra realidad, cuando el confinamiento nos convirtió en ermitaños de una vida que hacía tiempo dejó de ser eremita, cuando añoramos que nuestro mundo estaba creado para vivirlo fuera de nuestras casas, dispuestos a salir, viajar, consumir, someternos al hedonismo irrenunciable de un ‘mundo feliz’, entonces corrió el mantra de que saldríamos mejores del confinamiento y la vida cambiaría, incluso que la sociedad sería más justa y solidaria. En esa saturnal colectiva, olvidados que en 2008 una crisis económica zarandeó todo lo que parecía tan sólido e intocable, no caímos en la cuenta de que el mundo volvería a ser lo mismo, o más, injusto e insolidario.

Hoy España es un país descoordinado, donde la insidia parece más rentable que la cooperación, donde la trifulca y el desprecio al ciudadano parece ganar prestigio, donde la solidaridad interterritorial se interpreta como muestra de debilidad, donde las Comunidades Autónomas ni siquiera se ponen de acuerdo para adoptar medidas conjuntas que combatan la pandemia, y donde algunas comunidades, como la de Madrid, solo pretenden preservar la ‘fiesta’ social y la economía. Los muertos: daños colaterales. Si los muertos resucitaran, le sacarían los ojos a más de un dirigente.

Un país donde un Gobierno, maniatado por oportunistas socios de votos imprescindibles para mayorías parlamentarias, que ambicionan solo su parte del pastel y no la solidaridad con el prójimo, no se atreve a gobernar cuando tiene que gobernar, y hasta sucumbe a las críticas de tantos ‘salvapatrias’ como proliferan.

Hoy España es un país con las costuras mal suturadas, donde la especulación campa a sus anchas para menoscabo de la vida y los sueños de los ciudadanos. Donde los jóvenes ven ahogadas expectativas y proyectos de vida, con futuros que no existen porque la realidad les habla de trabajo precario y bienes de primera necesidad con precios desorbitados, donde millares de familias viven en una insostenible deficiencia energética, en viviendas con precios inalcanzables o alquileres desorbitados, o que buscan el sustento en bancos de alimentos. Un país donde el capitalismo más voraz ha encontrado un paraíso para incrementar beneficios y reformular el papel de la ciudadanía, convirtiéndola en satélite de intereses ajenos.

Este es el país de los sueños rotos, aunque se pretenda ocultar esa realidad con lucecitas de Navidad y atragantadas e indigestas comidas. Un país que noticia lo mucho que disfruta la gente o que el centollo de las compras navideñas está a precio del kilovatio hora, entretanto no todo el mundo puede divertirse tanto ni comprar centollo porque la desigualdad y la pobreza no cesan de aumentar.

España es el país al que se le quebraron los sueños hace mucho tiempo, donde la política es el lodazal que siempre fue, pero más profundo. Donde los jóvenes tienen que emigrar para alcanzar un trabajo digno que valore su formación y competencia profesional. Donde mi hijo ha tenido que marcharse a Canadá, contratado por una gran empresa que valora su currículo y capacidad para un puesto directivo, mientras en España se le cerraban puertas porque se prefiere a ingenieros callados y sumisos convertidos en mileuristas.

Un país con políticos que nos engañan y mienten en sede parlamentaria, que vociferan y se insultan sin rubor como pandilleros. Así no extraña que el último informe de Metroscopia diga que el 80% de los españoles consideramos que la política funciona mal y el 84% que los tengamos por un gran problema. Estos nuevos políticos están desprestigiando la política más de lo que estaba. No se merecen que nadie los defienda. Me avergüenza que un líder de la oposición como Casado hable mal de España en el extranjero, trasladando una imagen nefasta del país, que seguro paralizará muchas inversiones foráneas. A lo mejor a él no le importa que los jóvenes emigren a empresas extranjeras, a laboratorios de investigación o a ocupar puestos de enfermería y medicina en hospitales, que aquí se les niega.

En la escuela apostamos porque los niños y jóvenes sean personas soñadoras que construyan proyectos personales ilusionantes e impregnados de valores, que los conviertan en mejores personas, más libres, con espíritu democrático y pensamiento crítico. Y también porque se consiga que las nuevas generaciones se emancipen de actitudes partidistas para alcanzar una visión más amplia y universal de su concepción del mundo. Pero desafortunadamente hay una realidad social obcecada en desbaratar la obra de la escuela. Los sueños que no serán.

El nuevo año empezará como terminó el que dejamos atrás: con sueños que nunca se cumplirán. La Navidad ha perdido la capacidad de soñar, de rescatar sueños infantiles que se componían de modestas pretensiones que valoraban la ilusión y no el afán consumista.

Quisiera haber escrito otro cuento de Navidad distinto, que hablara de solidaridad y fraternidad, pero los ánimos me han dirigido a que nos miremos en el espejo de nuestra realidad, como le propuso Charles Dickens a Mr. Scrooge en Cuento de Navidad

*Publicado en Ideal, 02/01/2022

** Ilustración:  Juan Vida, Emigrantes, 1975