Cuando los “ladrillos del pasado”, como llamaba Benedetti a los recuerdos, se bañan en melancolía, lo normal es que los episodios del pasado revitalicen la añoranza de un tiempo perdido. El pasado, cada vez más lejano y desdibujado por la tiranía del olvido selectivo, trata de ordenar viejas amistades y vivencias probablemente siguiendo un orden aleatorio e incontrolable, sumidas en el limbo ajeno a la conciencia.
Así fue cómo se avivaron los recuerdos para ensamblar el retrato de una niñez que se despertó como una estampa machadiana de un patio de Granada o un huerto donde madura un limonero, o de jardines floridos, tréboles emergiendo entre el césped o agua brotando en fuentes en los jardines del Triunfo. Y luego una juventud ignota de décadas en tierra desconocida, y muchas historias personales y familiares perdidas en “algunos casos que recordar no quiero”.
Una fotografía en blanco y negro desencadenó esta marejada de sentimientos y melancolía de episodios olvidados. Cincuenta años ocultados bajo la penumbra brumosa del tiempo, eclipsando tantos resplandores compartidos en la infancia y adolescencia. El tiempo es capaz de mantener un cordón umbilical plagado de recordatorios que a poco que se agiten nos retrotraen al niño que fuimos, el que marca el adulto que somos, a “la verdadera patria del hombre, la infancia” que decía el poeta Rainer Maria Rilke.
La escolaridad marca una etapa fundamental en nuestras vidas. Concluye casi siempre inesperadamente, seguida del distanciamiento de quienes un día compartieron proyectos comunes, mientras se abren nuevos horizontes vitales. La distancia es el olvido, decía un bolero. Vidas que siguieron caminos diversos para acaso no cruzarse jamás, salvo si el azar del destino consigue unirlas, no se sabe con qué pretensión, pero sí haciendo de mediador. Como un apagón que extendiera la oscuridad, así quedaron decenas de vidas hace cincuenta años cuando aquellos adolescentes de COU del 74 abandonaron el colegio Salesianos del Triunfo. Como es posible que les ocurra a los escolares de ahora en este final de curso: cerrarán una etapa, se trasladarán de colegio o accederán a la Universidad.
Medio siglo que daría para muchas historias perdidas, tantas como la vida es capaz de componer. Una fotografía en blanco y negro de jóvenes con pelo largo, pantalones acampanados y camisas floreadas volvió a unirlos hace pocos días, con pelo ralo, canoso, achaques y cuerpo desgarbado, para alentar conjeturas y certezas sobre cómo habría sido la vida de cada uno. Algunos estudiaron medicina, otros han sido arquitectos, profesores, empresarios, militares… Pero una vida da para mucho más: quedaron por descubrir los amores vividos, el nacimiento de hijos, nietos, alegrías, penas, el dolor por la muerte de algunos, un sinfín de avatares vitales que nunca hubiéramos conocido.
El final de aquel verano del 74 separó vidas, y aquel septiembre no sería el del reencuentro. La vida continuó sin que supiéramos cómo aquellos compañeros, algunos amigos, acogieron los cambios que la historia de España deparó: la muerte del dictador, los primeros pasos en libertad, solo quedaba memoria de incipientes y adolescentes inquietudes políticas, y de la infancia, de profesores enigmáticos, de trabajos compartidos, de nuestra excepcionalidad para no examinarnos de Selectividad… y acaso los primeros amores adolescentes. Y de los versos de Machado: “Estos días azules / y este sol de la infancia / son el vago recuerdo de una vida temprana”.
España zozobraba, el dictador pretendía la continuidad de su régimen, pero Carrero Blanco saltaba por los aires y cincuenta años después nos enterábamos que algunos de nosotros vivieron la experiencia muy de cerca, mientras pasaban unos días en Madrid. Y así tantas historias que acaso nunca conoceremos. Paralizadas quedaron nuestras disputas entre ser de Beatles o Rolligs, mientras los ecos de Roberta Flack y su Killing me softly alentaban las ultimas emociones compartidas, como la música que marcaría después nuestras vidas o los libros leídos, o los viajes realizados.
No ha habido tiempo para más, quizás nunca lo tengamos, tampoco conoceremos cómo evolucionamos de aquella masculinidad impostora en la que se nos educó. Todos chicos, todos varones, todos machos. Solo tuvimos una raya en el agua cuando en aquel COU del 74 vinieron cinco chicas de la Sagrada Familia para estudiar Latín, más por necesidad que por aperturismo a la escuela mixta. Fuimos victimas de la separación por sexo de la escuela franquista, preservadora del miedo a mezclarnos, no se soliviantara una ‘indecencia’ que la naturaleza ya había despertado. Educados en la áspera masculinidad, la democracia luego nos civilizó.
No fuimos niños ni jóvenes machacados por las tecnologías que ahora urden el quebranto de mentes tiernas e influenciables de hijos y nietos. Nosotros escudriñábamos en revistas de incipiente pornografía para saber a las claras cómo era aquello del sexo, no como ahora, abierto en mil pantallas, soltando bofetadas de imágenes que distorsionan la percepción de la sexualidad.
Tantas historias perdidas, capaces de componer cincuenta años de la historia de España vividos en democracia. El agradable reencuentro añoró aquellos años. No se nos ocurrió preguntar ni por militancia política ni ideología, malos tiempos corren para ello. Interesaba recuperar recuerdos personales olvidados, volver a las ilusiones que nos unían, las que hacían de nosotros niños y adolescentes felices, aquel tesoro que añoramos de adultos. La infancia con la que Federico tanto se identificaba: “Estos mis años todavía me parecen niños. Las emociones de la infancia están en mí. Yo no he salido de ellas”.
A mis amigos y compañeros de aquel COU del 74 de Salesianos.
*Artículo publicado en Ideal, 12/06/2025.
Excelente artículo, Antonio. Todo un elogio del irrefrenable paso del tiempo y de las huellas dejadas por las amistades sentidas y vividas en esas cinco décadas de historias personales y sociales compartidas. ¡Enhorabuena!
ResponderEliminar