domingo, 20 de noviembre de 2016

AQUEL 20 DE NOVIEMBRE

Una mañana del 20 de noviembre de 1975 era una mañana como otra cualquiera, hasta que llegué a las puertas de la Escuela Normal de Magisterio de Granada. Era jueves y hacía ya bastante frío, aunque el sol daba una tregua a mediodía. Por la calle no encontré nada extraordinario y al llegar me topé con las puertas cerradas. Durante unos segundos no fui capaz de explicarme por qué me impedían el paso y era la única persona que había subido en ese momento por la escalinata. La confusión me atribuló un poco, nadie había por allí, cuando cualquier día de la semana y a cualquier hora te podías encontrar gente subiendo y bajando, o sentada en los escalones, ¿me habría equivocado y era día festivo? Mi despiste me entretuvo durante unos momentos, hasta que intuí que algo gordo debía haber ocurrido.

Franco estuvo agonizando durante mucho tiempo. La flebitis del año anterior dio de sí para mucho. Durante los meses transcurridos desde el verano de 1974 hasta su muerte (año y pico después), la enfermedad de Franco nos sumió en un tránsito que oscilaba entre la espera activa y el desenlace que nunca llegaba. El discurrir de partes médicos e informaciones sesgadas había hecho que el deseado desenlace entrara, incluso cuando ya sí tuvo visos de llegar, en una rutina como otras muchas, al menos para mí. Esperaba la muerte del dictador, sí, pero la impaciencia porque llegara pronto se transformó en la desidia de la impaciencia. Ya llegaría. Los estudios de magisterio y otras urgencias personales atraían tanto mi atención que, cuando aquella soñada muerte llegó, me sentí sorprendido.

Aquella noche recuerdo que me había acostado tarde, la preparación de un examen de Pedagogía que tenía a la semana siguiente y un trabajo, creo, sobre las pirámides de Egipto ocupaban mi atención. Me ensimismé lo suficiente para que me sorprendiera aquella mañana tan temprano en la escalinata de la Normal la muerte de Franco, después de haberla esperado tanto. Había muerto, según los teletipos, a las 4:58 horas de esa madrugada del 20 de noviembre.

Al volver a casa, miré las portadas de la prensa en un kiosco, todas eran casi un calco: sobre una fotografía enorme del rostro del dictador había escrito: “Franco ha muerto”.

martes, 1 de noviembre de 2016

AQUELLA SONRISA

Una sonrisa es a veces una declaración de intenciones, una invitación para alcanzar una estrella o un alegato a la complicidad, pero también puede ser una llamada de socorro.

En mi reciente visita a Madrid había concertado una cita en APRAMP, una asociación que lleva más de treinta años trabajando a favor de las mujeres que son objeto de trata de blancas. Íbamos a hablar de mi deseo de ceder mis derechos de autor de la novela La noche que no tenía final a esta asociación.

En el transcurso de la conversación, la directora de la asociación, Rocío Mora, me habló de que España cuenta entre los primeros países del mundo como destino del turismo sexual; y, si no entendí mal, me dijo que era el tercero, detrás de Puerto Rico y Camboya. Asimismo me aseguró también que hay chicas de menos de veinte años, atrapadas por las mafias que controlan este negocio, que tienen que hacer hasta cuarenta servicios diarios. Alrededor de nosotros, a la vuelta de cada esquina, en nuestra confortable sociedad occidental y desarrollada, existe ese mundo de la prostitución que creemos tan lejano, donde miles de chicas son sometidas a la más deleznable esclavitud.

Al salir de esta entrevista desemboqué en la calle Montera, desde donde me dirigía a la Puerta del Sol a coger el metro. Caminaba abrumado por el impacto de haber escuchado lo que sólo es un grano de arena en el inmenso mundo de la trata de blancas en nuestro país. A cada paso, la muchedumbre me obligaba a sortear a cientos de viandantes que se movían a esa hora por esta concurrida calle. Afectado por la conversación mantenida, lanzaba miradas fugaces hacia la acera queriendo encontrar a alguna de las chicas que suelen estar por allí ofreciendo sus servicios sexuales. Fue así como un poco más adelante crucé la mirada con una joven muchacha, morena, con ojos rasgados y una presencia arrebatadora, que se encontraba apostada junto a un portal. Mi vista al pronto volvió a dirigirse al frente para evitar el choque con las personas que venían en sentido contrario.

Imaginé que estaría allí ofreciendo sus servicios. Quizás por haberla mirado, o porque yo mismo hubiera esbozado una sonrisa tratando de redimir parte de la culpa que me arrogué como miembro de una sociedad hipócrita e insensible, vi cómo dibujaba en sus labios una sonrisa fugaz. Entonces volví a sentir el desgarro que me habían provocado las palabras escuchadas un rato antes sobre el drama en que viven miles de chicas que llegan a nuestro país engañadas, y que son sometidas mentalmente y obligadas a vender su cuerpo decenas de veces al día.

Llegué a la boca de metro. Al subirme en el tren aún rumiaba cómo sería la vida de esa chica que me había mostrado su sonrisa. Yo me dirigía al encuentro con mi familia para disfrutar de un almuerzo en compañía de seres queridos, ¿qué haría ella poco después o el resto del día? Aquella sonrisa se me había enquistado. Me acompaña todavía. ¿Qué habría detrás de aquella sonrisa?, ¿una llamada de socorro acaso?

Sobre este tema estamos abducidos aún por aquella visión de la prostitución que nos ofreció la película Pretty Woman, y no vemos o no queremos ver el drama humano que hay detrás de cada chica que está ejerciendo la prostitución. Como tampoco queremos pensar que la mayoría ni siquiera son prostitutas, son esclavas.