sábado, 23 de enero de 2016

¿EN QUÉ Y EN QUIÉN CONFIAR?


El mundo de hoy se ha convertido en un lugar tan inhóspito que pone a prueba nuestra confianza en lo que nos rodea. Sentimos que casi todo nos falla y que hay poco de lo que fiarnos. Resulta difícil confiar en los que tenemos próximos, los mensajes que nos llegan los cuestionamos con facilidad  y observamos un deterioro lamentable en las relaciones interpersonales. Encontrar una explicación a todo ello es una tarea no poco laboriosa.

La tarde del pasado miércoles asistí a una tertulia del Ateneo de Granada organizada por mi amigo el psicoanalista Jesús Ambel. No son frecuentes las tertulias en los tiempos que corren, salvo las mediáticas de la televisión o la radio, pero estas suelen estar sesgadas por intereses ideológicos y políticos. Estas del Ateneo de Granada son unas tertulias para la gente, abiertas a ciudadanos que quieren expresar sus pareceres a través del diálogo, y vienen a convertirse en un espacio para la conversación y la reflexión, acaso cuando más necesidad tenemos de ello, como perfectamente se define en el título que las preside: ‘Recuperar el habla’. La de ese día tenía el sugerente título de: ¿En qué confiar hoy en día?, y como si se quisiera responderse a la pregunta anticipadamente, se decía a continuación en la tarjeta de invitación: “En nada ni en nadie”.

En los tiempos que corren, preguntarse en qué o en quién confiar no tiene una respuesta ni fácil ni satisfactoria. Vivimos en un entorno más globalizado que en cualquier otro de la historia. Incluso, los referentes morales y religiosos que son uno de los asideros más potentes del ser humano, por fe ciega o por mera superstición, cada vez se muestran más débiles. Los sistemas de creencias han cambiado a lo largo de los siglos y cada época ha tenido el suyo; lo que podríamos considerar como valores absolutos, que han sostenido cada momento histórico, parecen también naufragar. En la tertulia se dijo que, desde que Nietzsche escribió aquello de “Dios ha muerto”, ya no hay verdades absolutas en las que apoyarnos.

El escepticismo cunde más en los tiempos que corren que en cualquier otro momento, al menos eso es lo que a mí me parece. La respuesta de los Estados es insuficiente para generar confianza en ellos, la política defrauda y el discurso político carece de credibilidad salvo para los correligionarios, el mundo dominado por la propaganda y la publicidad es un gigante con los pies de barro, en las creencias religiosas hay medio mundo aferrado al fanatismo y otro medio alejado de las jerarquías eclesiásticas y los dogmas.

Sin embargo, en este dilema me preguntaba allí en voz alta si nosotros teníamos la necesidad de confiar, como parte sustancial de nuestra condición de ser humano, al igual que tenemos necesidad de satisfacer otras funciones orgánicas y fisiológicas. A mi entender es imposible vivir solo bajo el paraguas de la absoluta desconfianza, pues tal vez nos falte la autosuficiencia moral y emocional para soportarlo. Es obvio que ni lo moral ni lo emotivo se pueden conformar sin una relación con los demás, y más cuando los referentes morales y cívicos que nos sostienen se derrumban a nuestro alrededor; tal vez por eso nos necesitamos y no podemos eludir cultivar la confianza como valor.

Ahora ya en el otoño de nuestra vida no sé si será una cuestión de edad o de experiencia personal, o  de haber vivido ya tantas cosas, pero es verdad que la desconfianza en todo y en todos se agudiza. No ocurría lo mismo cuando éramos jóvenes, por eso achaquemos a la edad un grado mayor de desconfianza, porque es difícil vivir sin confiar.

martes, 12 de enero de 2016

¿CRISIS DEL SOCIALISMO?*

Son malos tiempos para el socialismo. Esta podría ser una frase lapidaria, de las que gusta utilizar en tiempos calamitosos, si no fuera porque encierra un trasfondo de amargura y desilusión. El socialismo democrático parece no encontrar el ritmo adecuado a sus brazadas para nadar en unas aguas revueltas mecidas por vientos que no controla.

Preguntarnos si el socialismo está en crisis es como abordar la cuestión de si nosotros mismos somos capaces de acomodarnos a una nueva forma de vida que nos es extraña. Ricardo Piglia decía en una reciente entrevista que escribía porque estaba desajustado con la vida. El desajuste con la vida es parte de la condición humana, es sin duda el gran reto de nuestra existencia. Si para Ortega y Gasset la vida era un rosario de colisiones con el futuro, no comprender el futuro que pretendemos, ni el camino que habremos de trazar para llegar a él, es como mantenerse en una disputa irresoluble.

Construir un entorno a nuestra medida es la aspiración de todos, que nos lo construyan otros entraña no solo desajustes sino también el modo de estar desacoplados permanentemente. Ese deseo de construcción del mundo es más intenso en el pensamiento socialista que en el pensamiento liberal, acaso porque este es quien ha marcado la pauta en el mundo que conocemos desde el siglo XVIII. Jacques Derrida hablaba de la deconstrucción como concepto para ir más allá de la envoltura retórica y así superar la hecatombe que supone no alcanzar la sabiduría que se nos pretende ocultar. El socialismo democrático, desde su nacimiento en el siglo XIX, ha luchado por cambiar el mundo, muchas veces lo ha conseguido, cuando el poder ha estado en sus manos, pero casi siempre ha llegado a la epidermis de la sociedad más que a sus órganos internos.

En Europa el socialismo vive un momento crítico, y en España donde más. Dos razones podrían servirnos de explicación, aunque haya más. La primera: su difícil encaje en un mundo cambiante tras la caída del muro de Berlín, dominado por el neoliberalismo. Una crisis económica siempre es una oportunidad para los grandes poderes, y la reciente lo ha desestabilizado todo, incluso culpando al socialismo de todos los males económicos. La excusa de la crisis provocó la pérdida de derechos y libertades, del Estado del bienestar pasamos al Estado de precariedad, y el socialismo antes de remontar vuelo construía un discurso que sonaba a rancio y manido, sin argumentación ideológica, cuando tal vez hubiese sido el momento ‘ideal’ para que de él emanara un nuevo proyecto histórico; por el contrario, se ha perdido en discursos metonímicos para justificar antes que proponer cambios profundos.

Sin encontrar repuestas, ni generar un paradigma diferente, su alegato social (derechos sociales, servicios sociales, justicia social, igualdad de oportunidades…) ha sido insuficiente. Se ha movido con demasiadas estrategias cortoplacistas, confundidas en arengas diseñadas para el marketing y el eslogan publicitario. Y en tal caso, se han disipado los valores de la izquierda y ese proyecto histórico al que está llamado. Como preguntaba Sami Naïr: ¿estamos ante una fuerza de transformación social o está solo constreñida para hacer funcionar ‘bien’ el capitalismo y no la emancipación de la sociedad?

Durante la crisis, los movimientos sociales (la calle) han sostenido un discurso y el socialismo oficial otro, se ha evidenciado una falta de sintonía entre el socialismo y la sociedad herida, al tiempo que compartía los males de la sociedad resquebrajada: corrupción, contradicciones ideológicas, puertas giratorias, pensiones vitalicias, discursos vacíos de contenido… La frustración de las mayorías sociales se ha hecho patente. Entre tanto el socialismo estaba absorto en el beso semiológico de disertaciones repetitivas y acomodadas a la palabrería fácil, otros movimientos políticos han incorporado ese malestar y las reivindicaciones ciudadanas como base de un nuevo mensaje.

La segunda de esas razones: el uso poco ético y digno de la organización por parte de algunas élites socialistas. Ambición por los cargos, aburguesamiento en las acciones, acomodo a un sistema político para eternizarse…, son males que deberían estar erradicados por la contradicción interna que supone entre el decir y el hacer. Una lacra que hace al socialismo estar bajo sospecha ante la sociedad. Asimismo, muchas de las mejores cabezas del socialismo han sido desplazadas o excluidas. Demasiadas acciones y estrategias conservadoras, contrarias al pensamiento socialista, privándolo de su vocación de instrumento de cambio y virándolo hacia una derechización de sus postulados.

El socialismo se ha dejado vencer por el tedio y la rutina, por la tosquedad de las formas y la indigencia de un pensamiento volátil y etéreo, falto de ideología, cuando más necesario era que fuese tanto el referente de salvación frente a la indignidad como el asidero moral frente a la  indecencia. Se ha dejado vencer, lo ha dejado vencer esa mediocre oligarquía local y autonómica que lo utiliza como bastión para sostener su mezquindad antes que ennoblecerlo como alma y sentimiento de la gente que necesita creer en el ser humano.

Los resultados electorales de diciembre han venido a corroborar la crónica de una muerte anunciada. Lejos queda en el partido socialista la necesaria regeneración democrática. Haber cambiado la cúpula federal con unas elecciones primarias no ha sido suficiente, la regeneración tiene que llegar a los resortes autonómicos y provinciales, donde se hallan las estructuras de poder próximas a la gente, pero también los peores vicios con dirigentes que lo utilizan como plataforma personal de control y reproducción de su permanencia en el poder. Los vecinos no perdonan lo que están viendo en dirigentes locales, ni las prácticas endogámicas que observan.


El socialismo es más que un mero pensamiento, es una ideología para remover conciencias y provocar situaciones prácticas a favor del ser humano. En él debe prevalecer el mensaje ‘evangélico’ que obliga a mirar antes por los demás que por uno mismo.

* Artículo publicado en el periódico Ideal de Granada, 11/1/2016.

miércoles, 6 de enero de 2016

SI DE PEDIR A LOS REYES MAGOS SE TRATARA…

Hemos vivido uno de los otoños más secos y cálidos en decenas de años. La Navidad se ha parecido más a una Navidad del hemisferio sur que a la que acostumbramos a tener por aquí. Pero las fiestas han sido las mismas de todos los años: insufribles, atacadas por la premura de las compras y las urgencias por consumir. No sé si será parte de mi desajuste con la vida, pero cada vez encuentro más mentecato este falso mundo de ilusión que quieren crearnos. Menos mal que hay también cosas positivas: el valor de la familia y el reencuentro cuando la tienes lejos. Aunque yo haya perdido aquella añorada ilusión infantil y me debata en el desengaño más canalla, comparto la que irradian los que me rodean. La ilusión de mis hijos y mis nietos reconforta cualquier pérdida.

La vorágine de estos días ha paralizado mis lecturas y las líneas de esa novela en proceso de gestación. No he encontrado tiempo para avanzar en la lectura de En la orilla de Rafael Chirbes, cuando he visto que ya está lista su novela póstuma, París-Austerlitz. Y dormida se ha quedado también La ciudadde ese Faulkner que se ha convertido en mi autor recurrente.  Menos mal que vuelve la rutina, y con ella acaso estos viejos anhelos literarios.

Me resisto a mirar tanto a la política, pero estoy convencido que un escritor tiene que estar comprometido con su tiempo. El año que ha acabado ha estado repleto de elecciones, y mucho me temo que va a tener continuidad en el que hemos inaugurado. Y visto lo visto, saco una conclusión: quien menos ha interesado a la política han sido los ciudadanos, a quienes se nombra en cada discurso pero solo como excusa. No comprendo a aquellos escritores que parecen inhibirse de lo que les rodea y sólo parecen estar embebidos por la literatura. Como tampoco comprendo a aquellos otros que opinan desde la lealtad a unas siglas políticas y no desde las extensas praderas de la ideología.

Ahora que miro con los ojos del desencanto a los Reyes Magos, y que ni siquiera me alientan las Reinas Magas, disputas estúpidas aparte, si de pedir a los Reyes Magos se tratara solo les hago una petición: disponer de mucho tiempo para leer y escribir. Aunque sé que este regalo no me lo echarán, solo pediré disponer de un poquito más de mi tiempo para ello y que tantas ingratitudes como nos acechan, tanta ignominia como cunde a nuestro alrededor, me dejen al menos respirar lo suficiente para que el sosiego me acompañe para ello.