lunes, 13 de enero de 2020

LA CONVIVENCIA EN ESPAÑA, SIEMPRE ATRAVESADA POR FISURAS*


España es un país con una convivencia quebradiza. De vez en cuando se cuela la hiel por fisuras supurantes. Siempre pensé, con la Historia como aliada, que la convivencia entre los españoles no era una cosa fácil, pero no hasta el punto de que el odio emergiera en el debate político, como ha ocurrido varias veces durante la democracia.
Las campañas electorales sacan de nosotros los más bajos instintos. Y cuando no hay campañas electorales, también. La democracia quiso hacernos diferentes a lo que éramos antes de ella: vivir en libertad, ser democráticos, respetar al que no piensa como nosotros. Yo fui un joven que creyó en la democracia y al que ahora, no tan joven, le asaltan las dudas.
Una nueva generación de políticos está gobernando la política en España, pero parece peor que la anterior, o tal vez es igual y aprendió de la anterior. Sacar la inquina que caracterizó el devenir político de España en el siglo XIX (la que Galdós retratara en sus novelas, plagadas de avatares políticos) y el primer tercio del siglo XX, que tuvo como colofón la ira desatada en la guerra civil y la dictadura, nunca ha sido parte de nuestro progreso, ni civilizador ni humano. ¿De qué han servido cuarenta años de democracia?
Pensábamos que el franquismo, la mayor quiebra sufrida en la convivencia nacional de este país en su historia, se había liquidado con la Constitución del 78. Mas como si la Historia se repitiera, que no lo creo, en nuestros días supura todavía demasiada hiel y no menos perversos gestos de intolerancia. Con la democracia quisimos construir una convivencia mejor, o eso nos creíamos unos cuantos ilusos. Por eso, los que creímos en aquello, ahora no toleramos que unos pocos, o unos muchos, pretendan acabar con nuestras ilusiones.
Al pasado lo revive la nostalgia, ese sentimiento del ser humano que añora siempre alguna pieza pretérita para reconstruir el equilibrio emocional del presente. No obstante, a algunos se les soliviantan determinadas añoranzas que no debieran ser patrimonio de la nostalgia, no hasta el punto de que tras cuarenta años de la muerte del dictador el franquismo siga vivo y sus rictus intempestivos reproduciéndose tan airadamente.
La sesión de investidura de Pedro Sánchez ha constituido un bochornoso espectáculo protagonizado por las derechas. Como lo fueran otros momentos parlamentarios de este país, pero en éste cuajando un peligro que solivianta los nuevos tiempos: el ultraderechismo. Me asalta la sensación de que algo terrible pudiera pasar. La intervención de la portavoz de Bildu desató un volcán de ofensas en modo aspersión, que se mezclaron con el uso obsceno del terrorismo, que afortunadamente terminó hace años, y que para la derecha es su razón recurrente, como si con él viviera mejor.
No estoy tan seguro de que la execrable manera de hacer oposición de la derecha sea consecuencia de creerse que el poder le pertenece. Pienso más bien que su forma gamberra y violenta de conducirse responde a que no les gusta el debate parlamentario como instrumento de exposición de argumentos e ideas, y que en su ADN radica la imposición como método de conquista de lo apetecido: el poder. Este modo de proceder no es más que una manera de traicionar a la Constitución, a la que tanto dicen defender, y de camino a la Monarquía.
Actitudes y palabras lo dicen todo sobre nosotros. Y cuanto se instiga, fustiga y hostiga en el Congreso termina expandiéndose por la calle. Y cuanto se ‘argumenta’ en el Congreso rola en los corrillos, las plazas, los bares y las redes sociales. Y lo vociferado en el Congreso deseduca social y políticamente a la ciudadanía hasta confundirla. Y al final triunfa el efecto pretendido con tales ‘argumentaciones’, quedando solo en el imaginario de la ciudadanía los insultos: traidor, mentiroso, desleal, estafador, terrorista, prevaricador…
La composición política del Congreso es la que hay: la representación de todas las sensibilidades políticas y territoriales de España. Así se construyó en el 78 la Constitución. Convertir el Congreso en campo de batalla contra esas mismas sensibilidades no es ser constitucionalista. Los que se denominan así deberían saberlo. La convivencia emanada de la Constitución se construye, no se destruye.
Queríamos que ETA dejara de matar y que se disolviera, y lo hizo. Quisimos que la izquierda abertzale entrara en el redil de la senda constitucional: participar en elecciones, acatar la Constitución aunque fuera con el imperativo que fuera; en definitiva, que estuviera sometida a la disciplina parlamentaria. Y cuando todo esto se ha conseguido parece que no tenemos suficiente. ¿Preferiríamos tener a ETA activa con sus ‘argumentos’ asesinos para así alimentar el debate político y golpear la cabeza del adversario cuando nos fuese pertinente?
El independentismo catalán ha removido la convivencia de este país. Ha tenido la ‘virtud’ de provocar una ruptura política mayor que la que había protagonizado ETA con sus muertos. Aquello nos unió. Nos ha hecho caer en la trampa. Las derechas han caído en la trampa. La trampa del enfrentamiento. Que Esquerra Republicana haya votado abstención en la investidura de Pedro Sánchez ha sido un éxito para la política española, obviamente no para la política que apuesta por el frentismo y la represión. Hacer entrar a ERC en el redil del constitucionalismo, aunque sea a regañadientes, nos desvela que la independencia de Cataluña y la república catalana ya son un imposible y que lo han entendido.
Dejemos que en la convivencia de este país quepan todas las sensibilidades políticas y territoriales de España.
* Publicado en el periódico Ideal, 12/01/2020
* La imagen que ilustra esta entrada es obra de Juan Vida: Manifestación, 1976