martes, 22 de julio de 2025

PIDO LA PALABRA*


La salud mental es una cosa muy seria. En los adolescentes proliferan conductas suicidas y autolesivas, en los adultos otro tanto. Si miramos hacia nuestra sociedad, a sus altavoces mediáticos, nos alarmaremos del nivel de crispación a que la somete la política, menospreciando el estado de una ciudadanía sumida en las ingratitudes de la carestía de la vida, la violencia imbricada en sociedades cada vez más esquizofrénicas, las guerras repartidas por medio mundo o esa sensación continua de insatisfacción y soledad que nos embarga.

Pasado casi medio siglo de la llegada de la democracia, tenemos la percepción de no haberla cuidado suficientemente. No basta con tener una Constitución, una declaración de derechos y libertades, e instituciones concebidas para un modelo de Estado con separación de poderes, hay cosas que no funcionan en la vida democrática. Hemos herido la democracia demasiadas veces, y la corrupción ha provocado un efecto desmoralizador.

Pido la palabra, como hizo Carmen Martín Gaite en aquel libro —‘Pido la palabra’—donde reunía veinticinco conferencias versadas sobre temas diversos, y la pido como si fuera el último patrimonio que me quedara en la defensa de mi dignidad como ciudadano, mientras la mezo en los versos de Blas de Otero: “Si abrí los ojos para ver el rostro / puro y terrible de mi patria, / si abrí los labios hasta desgarrármelos, / me queda la palabra”.

Pido la palabra porque la democracia está en peligro frente a una ola de líderes ultras de corte fascista que quieren acabar con ella, y porque no quiero sentirme un mindundi manipulado por una pléyade de políticos que creen sentar cátedra con discursos estúpidos y sentencias dialécticas idiotas, y también para que no me cierren la boca, o peor, mi intelecto, con eslóganes banales que rayan la manipulación. Quiero la palabra para rebatir argumentos fútiles de arrogantes politicastros, oradores sin formación ni cultura, solo dispuestos a trasladar odio y bronca.

No hay derecho, ni motivos, para tener a la gente atada al solivianto. Tenemos derecho a ser felices, no a la felicidad prometida desde la política, sino la emanada de la cordialidad, el respeto o la convivencia pacífica, lejos de la puñalada traicionera, dañina y perniciosa al vecino o al prójimo diferente, con otro color de piel, que ha venido a darle una oportunidad a su subsistencia. Tantas décadas soportando que la política encanalle a la sociedad. “Ni por defunción ni por fortuna se convertirá el canalla en virtuoso caballero”, afirmaba Eduardo Galeano. A los mezquinos que emponzoñan la vida pública les diría que sean honestos, aprendan de la historia y no crispen la convivencia generando tanto descontento ciudadano.

Mirando a la historia, o a la hemeroteca, recordemos que durante la democracia la corrupción no ha dejado de perseguirnos. Ese mal que nunca intentamos combatir, o quizás no nos interesó. A Felipe González le llovieron los casos: Filesa, Roldán, GAL, Mariano Rubio, Juan Guerra, etc. Negó su implicación y nunca dimitió, fue a despedir a su ministro Barrionuevo y al secretario de Estado de Interior, Rafael Vera, a la cárcel de Guadalajara. Aznar nos metió en una guerra ilegal, indultó a 1.441 presos con pecados de prevaricación y corrupción, promulgó una ley del suelo para abrir la espita de la especulación, y muchos de sus ministros terminaron imputados o en la cárcel, como el superministro Rodrigo Rato. José María se puso de perfil, y en la boda de su hija hicieron el paseíllo todos ellos.

El Partido Popular con Mariano Rajoy fue condenado como partícipe a título lucrativo por beneficiarse del dinero de la corrupción de la trama Gürtel, entretanto circulaban sobres con dinero y martilleaban discos duros en su sede, o robaban pruebas en casa de Bárcenas. “Luis, sé fuerte”, “hacemos lo que podemos, !ánimo¡”. ¡Cuánto dio de sí aquella contabilidad B y cuántas obras financió! Aún recordamos los miles de millones destinados a bancos para salvarlos de la crisis financiera propiciada por ellos mismos, todavía no recuperados. O la corrupción repartida por el país: Cataluña con su 3%, Andalucía con los EREs, Valencia y Madrid con la Gürtel, etc.

Y ahora llega el turno a Pedro Sánchez con el salpullido corrupto de dos secretarios de organización: Ábalos y Cerdán, y un subalterno: Koldo, para rematar el asedio a que está sometido por tierra, mar y aire. Y nuestra democracia padeciendo una corrupción sistémica, la vida pública enlodazada y carente de mecanismos y controles eficientes para atajar cualquier atisbo de depravación.

La democracia en peligro y la política cada día más cutre, maliciosa y ruin. En tiempo de bulos, medias verdades, desinformación, políticas rastreras, solo se alimenta la queja y el descontento ciudadano. Los que antes fueron corruptos vienen de salvadores, queriendo implicarnos en su relato malicioso, tomar partido como si fuéramos estúpidos, pretendiendo convertirnos en vasallos serviles sin pensamiento propio. No debiéramos consentirlo, ni convertirnos en cómplices de estrategias de confrontación, de contiendas interesadas. Al contrario, debiéramos exigirles que adecenten la democracia dando ejemplo, que no defiendan a los amigos y allegados corruptos, y arbitren medidas eficaces que acaben con la degradación.

Por esto pido la palabra, sin partidismo alguno, para denunciar a la clase política de mi país —sin eludir la responsabilidad que tenemos como ciudadanos por no haber luchado contra la corrupción y haber sembrado odio, tensiones, angustia, zozobra, inquietud, desconfianza democrática…, y permitir que la vida pública se haya sumido en las cloacas putrefactas de la ignominia y la degeneración.

*Artículo publicado en Ideal, 21/07/2025.

**Edwaert Collier, Naturaleza muerta con instrumentos de escritura, s. XVII.

martes, 8 de julio de 2025

EDUCAR PARA LA IGUALDAD EN LA ESCUELA*

 


Aquel 20 de mayo de 2014 Araceli Morales había terminado sus clases. Como siempre, despedía a sus alumnos con una sonrisa, el mejor recuerdo que podrían llevarse. A buen seguro, al día siguiente vendrían con más ilusión, pensaba. Era martes, la semana no había hecho más que empezar y se debatía con su ánimo, atravesado por la desazón y el miedo, ese que te impide denunciar. Sus alumnos, aliados del buen hacer de su ‘seño’, no advertían aquella angustia que la carcomía. A esta maestra, una vida entregada a la educación, estos pequeñajos le habían enseñado el valor de una sonrisa.

Llegó a casa en torno a las 14.30 horas. A medida que se aproximaba a aquel potro de tortura, en que se había convertido su hogar, languidecía el tesoro de sonrisas infantiles acumuladas y una invisible pesadilla ralentizaba sus pasos. Un siniestro presagio la atenazada. El silencio se había convertido en una mordaza que impedía compartir los malos augurios. Nada más entrar, la barbarie humana le cayó encima. La cobardía amasada por su marido en el mango de un martillo se precipitaba sobre ella, desatando la ira del miserable a base de martillazos. Araceli era víctima de una brutal agresión. Moría el 7 de junio en el Hospital de Traumatología de Granada. Araceli era maestra en el colegio Reina Fabiola de Motril.

Llevo muchos años teniendo la sensación de que es más difícil socializar en el seno de la sociedad que en la escuela. Fuera de esta, las modernas sociedades navegan por los designios que marca un orden productivo e impersonalizado, que facilita el encaje de roles bien establecidos en un magma de intereses espurios, proclives a consolidar relaciones de desigualdad y de poder. La escuela, por su lado, es una isla anclada en un mar proceloso con la misión de fomentar la igualdad, el sentimiento comunitario y la socialización, gestionando un discurso al margen de lo socialmente establecido, insuficiente e inoperante frente a perniciosas influencias que niños y jóvenes reciben de entornos familiares dañinos o ambientes sociales con comportamientos poco edificantes.

En la escuela de hoy es fácil observar entre el alumnado comportamientos y actitudes degradantes hacia los compañeros y compañeras, en ocasiones con tintes violentos, así como opiniones sexistas vertidas tanto por unos como por otras. La violencia de género es una lucha tan inconmensurable que le queda demasiado grande a la escuela, aunque no la rehuye. Pero solo con el trabajo de ella no es suficiente para educar a las jóvenes generaciones en igualdad. Sus esfuerzos por interiorizar y combatir la violencia de género, o apostar por una necesaria educación afectivo-sexual, es parte de la idiosincrasia que envuelve a la institución; fuera de ella, ambas propuestas educativas conectan menos con la realidad social que observamos: lenguaje despectivo y sexista, modelos publicitarios que banalizan a la mujer y la muestran como objeto sexual, hipersexualización de niñas y jóvenes, redes sociales inundadas de mensajes e imágenes de estereotipos que deseducan y orientan hacia determinados sesgos de trato desigual entres sexos, o ese escarnio de supuesta ‘educación afectivo-sexual’ a través de visualizaciones pornográficas a edades cada vez más tempranas.

Algo no debemos estar haciendo bien o, acaso, la candidez de pensar que la escuela lo puede resolver todo sin el respaldo de la sociedad, nos haga pecar de ingenuidad o de hipócrito expurgo para tranquilizar nuestras conciencias.

Los entornos familiares machistas persisten en el siglo XXI, no se acabarán con la extinción de quienes ostentan la mentalidad y prácticas machistas, son demasiadas semillas plantadas en niños, adolescentes y otros adultos. Una parte de la sociedad no combate el machismo, lo protege, incluso lo alienta. Jóvenes educados en la escuela salen con un repertorio de consignas, ideas y convencimientos para asumir actitudes de respeto e igualdad, pero cuando vuelven a sus entornos próximos o remotos −hogar familiar, barrio, grupos de iguales, redes sociales...− empiezan a olvidarse de ello porque la potente ‘cultura’ dominante de su hábitat les ‘obliga’, no quieren sentirse bichos raros. Demasiadas estímulos externos, fáciles de asimilar, contrarios al discurso escolar. Adiós a lo escuchado en la escuela, el machismo está fuertemente imbricado en el ADN de la sociedad.

Desde aquel trágico asesinato de Araceli Morales sus compañeros, alumnado y comunidad educativa del CEIP Reina Fabiola la recuerdan cada año rindiéndole un cariñoso homenaje. El colegio convoca anualmente el ‘Concurso provincial literario y de dibujo Araceli Morales’ con el lema: “Por la igualdad y contra la violencia de género”. Hoy, con el esfuerzo y empeño de sus compañeros, sigue vivo y con gran eco en los centros educativos de la provincia de Granada. El pasado 8 de marzo de 2024, Día Internacional de la Mujer, recibió el Premio Meridiana por promover los valores de la igualdad y la prevención de la violencia de género, otorgado por el Instituto Andaluz de la Mujer.

El fracaso educativo también está fuera de la escuela, en la sociedad en general y en las familias en particular. La igualdad no se consigue con cuatro eslóganes o discursos bien intencionados, hace falta mucho más y mayor implicación de tantos agentes sociales del conjunto de la sociedad. También de los que están detrás de la publicidad, de las redes sociales, ‘influencers’ o ‘tiktokers’... Que nadie escape a este compromiso.

Aunque quedaba mucho camino por recorrer, todos juntos empezaron a luchar por la igualdad de género” (Julia Santiago, 2º Primaria, CEIP San Sebastián, Padul, ‘Una mujer diferente’, primer premio, Concurso Araceli Morales, 2025).

*Artículo publicado en Ideal, 07/07/2025

sábado, 21 de junio de 2025

DONALD VINCENT TRUMP*

 


Noche cerrada en lluvia. El afamado promotor inmobiliario Donald Vincent Trump abandonaba el despacho, se había finiquitado el diseño de lo que sería la Trump Tower de la Quinta Avenida. Se construiría en el solar del viejo edificio Bonwit Teller. La demolición arramblaría con varias esculturas de piedra caliza estilo Art déco y la verja de la entrada, pero le prometió al arquitecto Der Scutt que se salvarían donándolas al Metropolitan. Promesa nunca cumplida. Finalizaban los setenta y Vincent Trump ansiaba comerse el mundo.

Ivana ultimaba los detalles de la cena. Aquel proyecto había que celebrarlo. La agotadora jornada alentó a Vincent a dar un paseo, debía despejar la mente. Bordeando Columbus Circle, en la esquina de Central Park West le llamó la atención una luz que se entreveía por la espesa arboleda. Movido por su innata curiosidad de oportunista, se adentró en el parque. Por las hojas de los árboles resbalaban suavemente gotas de lluvia. La luz se hacía más refulgente a medida que avanzaba. Intuyó una enorme figura redonda, una nave brillante que emitía una luz blanca cegadora. Un hombre de aspecto fatigado le salió al paso. “Un pordiosero, menudo malandrín, que no espere nada de mí”, pensó. El circunspecto individuo no podía articular palabra, solo levantó la mano como si saludara. Desconfiado, Vincent dio un respingo, aquella mano le resultó extraña: el dedo meñique lo tenía rígido. No soportaba ver las taras de nadie.

Aturdido, contó a Ivana lo sucedido. Quien no tardó en aconsejarle que se olvidara de aquella historia. Vincent Trump guardó durante décadas el secreto, no fueran a tomarlo por loco. Pero el olvido es tozudo y solo borra lo que le interesa, por lo que nunca abandonó la idea de que aquel individuo formaba parte de una misión de invasores galácticos que habían adoptado la imagen de personas de pocos recursos. La obsesión por su presencia en nuestro planeta iba en aumento, la misma que le hacía acumular millones de dólares y diversión.

Pasado el tiempo conoció a Melania y, sin saber cómo, la historia de aquella noche en Central Park se avivó. “¿Será porque ella es inmigrante?”, pensó. Cada vez que se topaba con desconocidos se fijaba en las manos y el dedo meñique. La paranoia la trasladó a Melania, quien también se fijaba en las manos de la gente. Se convencieron de que en muchos rincones del mundo los invasores de una galaxia remota, seres de un planeta agonizante, estaban aquí con el propósito de conquistarnos y destruir, sobre todo, su hermoso país —Estados Unidos—, un vergel de riqueza y una arcadia de paz y felicidad.

Sus negocios iban viento en popa, ganaba prestigio como empresario, pero la teoría de los peligrosos alienígenas, enmascarados con aspecto humano menesteroso, no corría la misma suerte. Pocos le creían. Incluso había quien lo miraba de reojo, entretanto él se mantenía como héroe solitario, salvador de la Tierra, en sus inamovibles convicciones. Su gran misión: perseguir a estos enemigos allí donde estuvieran. Nada de confiarse frente a su aparente normalidad que no llamaba la atención. Bien se lo advertía a Melania: “No podemos fiarnos de nadie, quien menos creamos puede ser uno de ellos”. El país, en peligro ante tan horripilantes seres, debía saber cuáles eran los detalles para descubrirlos, aparte de la rigidez del dedo menor, la ausencia de latidos cardíacos y de expresión de las emociones. Lo peor, su manera de morir: su cuerpo se vaporizaba al instante en una luz roja y sin sangrar.

Vincent Trump, inasequible al desaliento, porfiaba ante un mundo descreído por convencer de la pesadilla que había comenzado, su lucha en solitario no era suficiente. Los tiempos iban cambiando, galopaba el siglo XXI, y llegaban nuevos adelantos tecnológicos para manipular la realidad y propagar bulos y mentiras. Progresivamente su discurso de los invasores ganaba adeptos, tal creencia se convertía en una religión. Movimientos como Make America Great Again —MAGA— y su lema: “Haz a los Estados Unidos grande otra vez”, constituían plataformas perfectas para difundir el temor a la invasión de extraños seres que delinquían y nos robaban.

Las ambiciones de Donald Vincent Trump le llevaron a pactar con quien fuera para conseguir ser presidente de EE UU, solo de esa manera podría combatir a los usurpadores y culminar su venganza. Y bien que lo consiguió. En su primer mandato, muchos de los que tenía cerca le traicionaron, afirmó que se trataba de invasores infiltrados. Como ese vicepresidente desleal que no secundó la teoría del robo de las elecciones. O el sonoro fracaso del muro para cerrar totalmente la frontera con el indigno país de México, permisivo con la entrada de tantos enemigos.

Llegaría su segundo mandato y los combatiría sin compasión. Y así fue cómo les declaró la guerra y puso en marcha un plan para eliminarlos: deportaciones masivas, redadas en centros de trabajo, detenciones para llevarlos a cárceles de países colaboradores, dispersión de familias, niños separados de sus padres… Persecuciones en campus universitarios —que tildaba de concentración de invasores, ladrones del conocimiento y el saber, venidos de países remotos de Asia, África o América del Sur—, imposición de leyes a universidades para no matricular a asaltantes extranjeros, retirada de fondos del Estado.

Hasta que estallaron las protestas y manifestaciones ante semejante locura. Ciudades, como Los Ángeles, se levantaron para poner freno a inopinado dislate, y Vincent Trump mandó a la Guardia Nacional y todo se convirtió en un caos. (Continuará)

*Artículo publicado en Ideal, 20/06/2025.

** Ilustración: El meñique_Hugo Horita_Clarín


viernes, 13 de junio de 2025

TANTAS HISTORIAS PERDIDAS*

 


Cuando los “ladrillos del pasado”, como llamaba Benedetti a los recuerdos, se bañan en melancolía, lo normal es que los episodios del pasado revitalicen la añoranza de un tiempo perdido. El pasado, cada vez más lejano y desdibujado por la tiranía del olvido selectivo, trata de ordenar viejas amistades y vivencias probablemente siguiendo un orden aleatorio e incontrolable, sumidas en el limbo ajeno a la conciencia.

Así fue cómo se avivaron los recuerdos para ensamblar el retrato de una niñez que se despertó como una estampa machadiana de un patio de Granada o un huerto donde madura un limonero, o de jardines floridos, tréboles emergiendo entre el césped o agua brotando en fuentes en los jardines del Triunfo. Y luego una juventud ignota de décadas en tierra desconocida, y muchas historias personales y familiares perdidas en “algunos casos que recordar no quiero”.

Una fotografía en blanco y negro desencadenó esta marejada de sentimientos y melancolía de episodios olvidados. Cincuenta años ocultados bajo la penumbra brumosa del tiempo, eclipsando tantos resplandores compartidos en la infancia y adolescencia. El tiempo es capaz de mantener un cordón umbilical plagado de recordatorios que a poco que se agiten nos retrotraen al niño que fuimos, el que marca el adulto que somos, a “la verdadera patria del hombre, la infancia” que decía el poeta Rainer Maria Rilke.

La escolaridad marca una etapa fundamental en nuestras vidas. Concluye casi siempre inesperadamente, seguida del distanciamiento de quienes un día compartieron proyectos comunes, mientras se abren nuevos horizontes vitales. La distancia es el olvido, decía un bolero. Vidas que siguieron caminos diversos para acaso no cruzarse jamás, salvo si el azar del destino consigue unirlas, no se sabe con qué pretensión, pero sí haciendo de mediador. Como un apagón que extendiera la oscuridad, así quedaron decenas de vidas hace cincuenta años cuando aquellos adolescentes de COU del 74 abandonaron el colegio Salesianos del Triunfo. Como es posible que les ocurra a los escolares de ahora en este final de curso: cerrarán una etapa, se trasladarán de colegio o accederán a la Universidad.

Medio siglo que daría para muchas historias perdidas, tantas como la vida es capaz de componer. Una fotografía en blanco y negro de jóvenes con pelo largo, pantalones acampanados y camisas floreadas volvió a unirlos hace pocos días, con pelo ralo, canoso, achaques y cuerpo desgarbado, para alentar conjeturas y certezas sobre cómo habría sido la vida de cada uno. Algunos estudiaron medicina, otros han sido arquitectos, profesores, empresarios, militares… Pero una vida da para mucho más: quedaron por descubrir los amores vividos, el nacimiento de hijos, nietos, alegrías, penas, el dolor por la muerte de algunos, un sinfín de avatares vitales que nunca hubiéramos conocido.

El final de aquel verano del 74 separó vidas, y aquel septiembre no sería el del reencuentro. La vida continuó sin que supiéramos cómo aquellos compañeros, algunos amigos, acogieron los cambios que la historia de España deparó: la muerte del dictador, los primeros pasos en libertad, solo quedaba memoria de incipientes y adolescentes inquietudes políticas, y de la infancia, de profesores enigmáticos, de trabajos compartidos, de nuestra excepcionalidad para no examinarnos de Selectividad… y acaso los primeros amores adolescentes. Y de los versos de Machado: “Estos días azules / y este sol de la infancia / son el vago recuerdo de una vida temprana”.

España zozobraba, el dictador pretendía la continuidad de su régimen, pero Carrero Blanco saltaba por los aires y cincuenta años después nos enterábamos que algunos de nosotros vivieron la experiencia muy de cerca, mientras pasaban unos días en Madrid. Y así tantas historias que acaso nunca conoceremos. Paralizadas quedaron nuestras disputas entre ser de Beatles o Rolligs, mientras los ecos de Roberta Flack y su Killing me softly alentaban las ultimas emociones compartidas, como la música que marcaría después nuestras vidas o los libros leídos, o los viajes realizados.

No ha habido tiempo para más, quizás nunca lo tengamos, tampoco conoceremos cómo evolucionamos de aquella masculinidad impostora en la que se nos educó. Todos chicos, todos varones, todos machos. Solo tuvimos una raya en el agua cuando en aquel COU del 74 vinieron cinco chicas de la Sagrada Familia para estudiar Latín, más por necesidad que por aperturismo a la escuela mixta. Fuimos victimas de la separación por sexo de la escuela franquista, preservadora del miedo a mezclarnos, no se soliviantara una ‘indecencia’ que la naturaleza ya había despertado. Educados en la áspera masculinidad, la democracia luego nos civilizó.

No fuimos niños ni jóvenes machacados por las tecnologías que ahora urden el quebranto de mentes tiernas e influenciables de hijos y nietos. Nosotros escudriñábamos en revistas de incipiente pornografía para saber a las claras cómo era aquello del sexo, no como ahora, abierto en mil pantallas, soltando bofetadas de imágenes que distorsionan la percepción de la sexualidad.

Tantas historias perdidas, capaces de componer cincuenta años de la historia de España vividos en democracia. El agradable reencuentro añoró aquellos años. No se nos ocurrió preguntar ni por militancia política ni ideología, malos tiempos corren para ello. Interesaba recuperar recuerdos personales olvidados, volver a las ilusiones que nos unían, las que hacían de nosotros niños y adolescentes felices, aquel tesoro que añoramos de adultos. La infancia con la que Federico tanto se identificaba: “Estos mis años todavía me parecen niños. Las emociones de la infancia están en mí. Yo no he salido de ellas”.

A mis amigos y compañeros de aquel COU del 74 de Salesianos.

*Artículo publicado en Ideal, 12/06/2025.

lunes, 26 de mayo de 2025

LOS FELICES AÑOS VEINTE*

 


Iniciábamos la tercera década del siglo XXI los años veinte tras una crisis económica y una pandemia como nunca habíamos tenido. Éramos sometidos a confinamiento y medidas de prevención que ponían en jaque la normalidad de nuestras vidas. Nos sentimos vulnerables, murieron miles de personas y, a golpe de mensajes optimistas, no solo cantábamos ‘Resistiré’, también lanzábamos consignas vitalistas: ‘todo cambiará’, ‘saldremos mejor de esto’. La economía hundida, las pérdidas contadas en cifras escandalosas. Superados los momentos críticos nos arrojábamos a conquistar calles y espacios públicos con deseos desbordantes de libertad, recuperación de la normalidad secuestrada, dispuestos a que nadie viniera a amargar nuestra existencia.

Mediada la década, estamos en condiciones de hacer balance y rebajar tanto optimismo, mientras recordamos aquellos otros años veinte del siglo pasado. Nuestros abuelos venían de una época oscura, pandemia de ‘gripe española’ incluida, y la Primera Guerra Mundial la ‘guerra total’ como denominaba Eric J. Hobsbawm, con irresistibles deseos de euforia, de asir la vida con energía y vivirla frenéticamente, eran lo que la Historia denomina, con ocioso eufemismo, ‘los felices años veinte”. Las imágenes de entonces muestran escenas festivas a ritmo de Charleston, tipos impecablemente ‘esmoquinados’, mujeres con vestidos adornados de pedrería colgante, jolgorio ahogando penas, mucha música, jazz, desfiles teñidos de negro de Coco Chanel... Disfrutar la vida a toda costa, olvidando penurias pasadas. La república de Weimar enarboló la esperanza de una Alemania democrática y menos belicista, entretanto la prosperidad económica no ocultaba los peligros por venir: fascismo, crac del 29 o una nueva guerra mundial.

La novela El gran Gatsby’ (Scott Fitzgerald, 1925) retrata aquella vacuidad del poder del dinero y la miseria. El joven Nick Carraway narra una historia de derroche, donde se conjugan los turbios intereses y la feracidad por conquistar la vida de Jay Gatsby, personaje de fortuna advenediza y misteriosa vida, a través de la visión decrépita de una sociedad que acabaría colapsada.

Aquellos ‘felices años veinte’ fueron testigos de la irrupción del ampuloso y sincrético fenómeno artístico y cultural Art déco. No era un estilo definido y sí una amalgama de estilos para comprender lo que representaba, tras la ‘guerra total’, la explosión de sentimientos dispuestos a ocultar el horror vivido. Un terremoto de vida y conquista de ilusiones rotas y perdidas. Amalgama de estilos que pretendían no desperdiciar un gramo de vida mancillada por la muerte y el sufrimiento experimentado. Nada se podía desechar, todo era válido, una nueva evocación creativa impregnando variadas creaciones artísticas, artes decorativas u otras formas de expresarse, así vino la Exposición Internacional de Artes Decorativas e Industrias Modernas de París, 1925. La modernidad impuesta, la conquista de lo innovador y del renacer para un tiempo nuevo. Sin embargo, aquel tiempo que parecía huir de la barbarie y la destrucción atesoraba ideas y maldades incubadas, consecuencia de conflictos que habían sembrado demasiado resentimiento y odio.

Art déco, el estilo de la edad de las máquinas, de nuevas tecnologías e inventos surgidos dentro de la destrucción bélica, puestos al servicio de la maquinaria de guerra. Aparecieron otras tipografías negrita, sans-serif...— y diseños: facetado, líneas rectas, quebradas, grecas…; nuevos materiales aluminio, acero inoxidable, laca, madera embutida...; la construcción de grandes edificios: Chrysler o Empire State en Nueva York, la capital del neófito orden mundial. Estilo opulento y exagerado, representaba la reacción a la austeridad forzada de la guerra, un irrefrenable deseo de escapismo observado en la pintura de Tamara de Lempicka, eminente representante de la estética del glamour, sofisticación, elegancia y modernidad de aquellos ‘felices años veinte’.

Cuando nosotros pretendimos generar una explosión de vida tras la pandemia de 2020 nos lanzamos a restaurantes, terrazas y discotecas, pero se nos olvidaron valores como solidaridad, respeto o empatía, sumidos en sueños imperialistas de Putin, el negacionismo de Trump o la creciente xenofobia. El mundo de nuestros años veinte lo convertimos lo estamos convirtiendo en un erial insolidario, violento, sujeto a la codicia, transgresor de derechos humanos, de una conflictividad grosera…, mientras el monstruo de la antipolítica recorre el mundo y corroe nuestras mentes, y las democracias entran en crisis y ascienden las autocracias, dibujando un futuro tremendamente incierto.

Los países ya no cooperan para la paz o contra el cambio climático, lo hacen para la guerra y la destrucción, intercambiando drones y bombas. Convivimos con mandatarios sanguinarios y déspotas. El historiador Heinrich A. Winkler (El largo camino hacia Occidente) dice que vivimos la ruptura histórica más profunda desde la caída del muro de Berlín. El orden mundial basado en el derecho internacional peligra, la ley del más fuerte se impone. Adiós a la comunidad de valores para la convivencia. Adiós a la Carta de París de 1990 de la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE), garante del derecho a la soberanía nacional o la integridad territorial. Se imponen visiones autoritarias e imperialistas: Putin se anexa Crimea (2014) y despliega una guerra en Ucrania; Trump pretende Canadá y Groenlandia, y permite arrasar Gaza para su anhelada ‘Riviera de Oriente’.

Las democracias occidentales flaquean, intentan unirse pero hay fuerzas externas e enemigos internos que lo impiden. La transformación del orden mundial, los desafíos geoestratégicos conducen en una solo dirección: seguridad y defensa, preparación para la guerra. El presupuesto europeo que, según Ursula von der Leyen, construía miles de kilómetros de carreteras en Europa habrá de destinarse a infraestructuras que soporten el paso de tanques y otros vehículos militares.

Es el signo de los tiempos. Nuestros felices años veinte.

*Artículo publicado en Ideal, 25/05/2025.

** Ilustración: Tamara de Lempicka, Tamara en un Bugatti verde, 1929.