lunes, 16 de enero de 2017

CREER EN LA ESCUELA HOY COMO DOCENTE

Uno a veces no sabe cómo interpretar lo que pasa en la escuela de hoy en día. Que quizá no sea distinto de lo que ocurría hace dos, cinco o quince años. Advierto un ánimo contradictorio en muchos docentes: buenos profesionales, pero desalentados con lo que están viviendo. De los otros docentes, a los que la escuela sólo les importa porque es su medio de vida, los excluimos de esta reflexión.
Hace días, cuando el otoño todavía nos daba la espalda y parecía no querer vernos, conversaba con una maestra y sentía que las palabras ahogaban su ánimo. Decía: “Son días de desánimo en muchos aspectos: la sociedad que nos rodea, la política que nos gobierna y avergüenza, o la pérdida de sentido en todo lo relativo a la escuela. Aun así, hay que seguir”. Y tuve la sensación que, con este modo de comprender, la escuela, a pesar de todo, estaba salvada de la indignidad que la rodea. Era como apelar a la necesidad de mirar al círculo próximo e intentar sonreír, porque sólo desde él se puede insuflar el ánimo preciso para seguir combatiendo.
La escuela hoy, más que en ningún otro momento, es el lugar donde se concentran gran parte de las esperanzas e inquietudes que acechan a la sociedad, pero también las heridas y las pústulas infectas que la carcomen. Tanto le pedimos, tanto le exigimos, que se ve impotente para paliar el brote infecto que malea las relaciones humanas en las sociedades actuales. Por eso me seguía diciendo: “Pero cuesta tanto, ¿verdad?, cuando se advierte el rumbo tan desorientado que siguen nuestros gestores. Leyes educativas erráticas, avidez administrativa y excesivo control de la actividad escolar, sociedad que no coopera con la escuela, que no nos ayuda en la educación de sus hijos y nuestros alumnos…”. Y es que sobre las espaldas de los docentes se deja caer una losa que los aturde. Quizá demasiado pesada. ¿No hay nadie que vea eso?
Hace sólo unos días, conversaba con un grupo de maestras (jubiladas o a punto de hacerlo), y el desaliento también cundía entre ellas. Habían tenido una larga vida profesional, habían conocido todos los avatares por los que ha pasado la educación y la escuela en la democracia, visto muchos cambios para que todo siguiera igual, y sentían cómo se había ido deteriorando su figura en la escuela. Recordaban cómo en los últimos años les pesaba la mirada desafiante de padres y madres, de desprecio algunas veces y de desconsideración otras. Y cómo su vida profesional estuvo asediada por ideas absurdas sobre cómo trabajar con los alumnos, por cambios repetidos una y otra vez en decenios, y que cada vez que se proponían los presentaban como nuevos, por rellenar papeles y más papeles, muchos de ellos sin sentido e ineficaces. Una de ellas (todavía en activo) me decía: “A mí vienen con muchas leyes, muchos proyectos, y yo hago así (mostraba gestualmente cómo no les hacía caso) y me voy con mis niños y nos ponemos a sumar, multiplicar y leer, y los miro a los ojos y les digo: aquí me tenéis, mis niños”.
¿Qué hicimos con el gran capital humano que representaba la docencia en los años ochenta, ansiosos de aprender y poner en marcha cambios, para haberlos aburrido desde las administraciones educativas? ¿Qué estamos haciendo ahora para, igualmente, seguir aburriéndolos?
Desde la punta de la pirámide en la gestión educativa de este país no se atina, desde los sectores intermedios de la administración (servicios educativos, centros de formación) tampoco. Demasiadas maniobras interesadas en la esfera de la alta política y la micropolítica a la que se refería Stephen J. Ball al hablar de la escuela. Demasiada incompetencia para entender de qué va esto de la educación.
Es como si los que tienen que darse cuenta, es decir, los que tienen los resortes del poder, no se dieran cuenta de que los maestros y los profesores son los grandes artífices de la implementación de ideas y principios educativos. Y no repararan en que sin ellos  nada se puede ejecutar, porque los docentes suelen ser los menos idóneos para materializar muchos de los cambios que se promueven e impulsan desde las administraciones educativas si no creen en ellos. La razón es simple: ellos, los docentes, sólo hacen y practican lo que se creen. ¿Ha pensado en ello alguna vez la administración educativa? ¿Ha pensado acaso qué es en lo que creen los docentes?
Se les ha burocratizado tanto su labor, distraído con tantos cantos de sirena, con tantos cambios que iban a traer grandes ventajas, vilipendiado en el trato y el respeto que se les ha de tener, que ya no creen y, mucho me temo, que hayan abandonado el principio básico que lleva a la ilusión: CREER.