jueves, 22 de febrero de 2018

LA REVOLUCIÓN APLAZADA


Eran tantas las ilusiones que se habían activado con la llegada del siglo XXI que, a poco de cumplir la quinta parte de su recorrido y a la vista de los acontecimientos que cada día nos asaltan, sospecho que habremos de emplazar cualquier revolución para la centuria siguiente. El presente siglo se inició con el atentado de las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001, y todo cambió, y cambió la política, pero también nuestras vidas. Y desde entonces hemos ido a peor.
Confieso que cuando en 2008 estalló la crisis económica y se zarandearon los pilares del sombrajo donde se asienta nuestra arquitectura social pensé que quizás había llegado el momento de cambiar muchas cosas. Pero transcurrida una década poco o nada ha cambiado, que no sea a peor, lo que me ratifica la idea de que el estallido de la crisis ocultaba demasiados intereses.
No hablaré del mundo, hecho unos zorros y sin remedio, plagado de calamidades y oprobios contra el ser humano y la naturaleza, hablaré de nuestro país, de España. Un país que ha sido tan castigado como confundido, que se ha convertido en la tierra de la estulticia, de la regresión de los derechos y las libertades, de la corrupción con tintes sistémicos, del empobrecimiento de sus moradores. Este país es irreconocible si lo comparamos con el que habitábamos a finales del siglo pasado.
Lamentablemente vivimos tiempos de regresión generalizada. Un país donde se condena judicialmente a los que manifiestan opiniones contrarias a las impuestas por unas normas restrictivas, aunque rayen la irreverencia, donde no se pueda manifestar con libertad las ideas y los pensamientos, es un país que enferma con el riesgo de necrosarse.
Yo no hubiera cantado un canción con letra irreverente contra la monarquía, ni hubiera hecho un montaje con el rostro de Jesús Crucificado o la Dolorosa, ni hubiera fotocompuesto el rostro de un político que está en la cárcel por incumplir la ley para decir que es un preso político, como si fuera una obra de arte. Nada de eso hubiera hecho por entenderlo insustancial y vulgar.
Pero tampoco hubiera retirado una obra de arte en una exposición por considerarla ofensiva, ni condenado a un joven por poner su cara sobre la imagen de un Cristo, ni encarcelado a un rapero por cantar contra la monarquía. Ni tampoco me escandalizaría porque en una red social o en la plaza de mi pueblo apareciera una mujer amamantando a un niño.
Allá cada cual con sus maneras de decir y hacer. Pero si en la segunda mitad del siglo XX la cultura se mostraba atrevida y transgresora, y no pasaba nada, qué ha pasado ahora para prohibirse tanto como se prohibe. La sociedad más ultramontana y retrógrada trata de imponer, cuando no ha impuesto ya en muchos órdenes de la vida, unas reglas morales y éticas restrictivas.
¿Qué nos queda de aquella libertad de ideas que tanto ansiábamos, que conseguimos y que ahora está recortada?
Vivimos un tiempo de regresión, los poderes que encontraron la oportunidad en la crisis para limitar tantas conquistas son los que ahora imponen sus reglas para amordazar a la palabra, al arte o a cualquier otra forma de expresión.
Son estos últimos diez años, con imposiciones en todos los órdenes de la vida, los que han resquebrajado a una sociedad que miraba al futuro, que creía que había futuro. Hoy nos invade el presente más turbio e inquietante, el que ha aniquilado la ilusión por mirar hacia delante, sin caer necesariamente en la desesperanza.
La revolución que soñábamos habremos de aplazarla, o quizás sea el momento de hacerla.