martes, 25 de noviembre de 2008

¡YO NO HE SIDO!

No sé si ustedes han tenido la oportunidad de ejercer la docencia o estar a cargo de un grupo de niños. En tal caso, habrán observado que cuando ocurre alguna travesura o se ha perdido algo, a una pregunta nuestra, la respuesta es mayoritaria: ¡yo no he sido! Pues bien, esto que es un comportamiento propio de la edad infantil, observamos que se prodiga también en la edad adulta. Mas en descargo de los infantes cabe decir que el sistema de valores, la capacidad de juicio, la moralidad y la responsabilidad ante los hechos está en proceso de formación.
Esta forma infantil de eludir la responsabilidad empieza a preocupar cuando perdura en la etapa adulta. Entonces, si no se asumen desde lo personal las consecuencias que se derivan de una equivocada actuación, incluso en las situaciones más cotidianas, ya sí es verdad que hay que encender todas las alarmas. Como si fuera un designio de los tiempos que vivimos, quizá hayamos relajado en demasía la capacidad para asumir nuestra culpa. En tal tesitura, cuánta parte de este modo de actuar le corresponde a la naturaleza humana y cuánta a la condición humana. Entrando en ejemplos vivos, hasta dónde somos capaces de transigir a la mentira tanto pública como privada, o a alabar o amonestar al pillo y al que escatima su obligación fiscal, o hasta dónde temporizar con el sinvergüenza… En hechos como estos, y obviamente en otros que aquí no reflejamos, es donde se mide la auténtica catadura moral de una sociedad.
No viene mal recordar lo que dice el imperativo moral categórico de Kant respecto a nuestro comportamiento social. En la vida social tendemos a la moral autónoma como superación de la fase heterónoma. Pues bien, en aras de dicha autonomía la moral debe ser independiente incluso si aspiramos a los intereses más nobles, pues si cumplo con mi deber no es para evitar un perjuicio o un castigo, o para alcanzar un beneficio, ni siquiera para ser más feliz, si cumplo con mi obligación es porque he de cumplir con mi deber.
La relajación en la asunción de responsabilidades sociales también cabe trasladarla al ámbito de lo profesional. Aún cuando las hay, tenemos la impresión de que cada vez son menos las personas que asumen la responsabilidad que se deriva de una mala actuación profesional. Olvidémonos del castigo o la imposición, lamentablemente pocos son los gestos hoy percibimos que nos delatan que alguien reconoce haberse equivocado. Y con esto no buscamos quijotes que vivan con el sentimiento de culpa. Ni que el señor K en ‘El proceso’ de Kafka muera sin saber de qué se le acusa.
El caso Mari Luz nos conmocionó a todos hace ya tiempo. Y la cadena de errores judiciales que dejaron en libertad al presunto homicida, también. Y sin embargo nadie ha sido capaz de entonar el ‘mea culpa’. Ahora sorprende a la opinión pública de este país que ante las sanciones habidas, jueces y secretarios judiciales hayan levantado voces y acciones de protesta descargando toda la responsabilidad en una supuesta falta de medios y recursos en los juzgados. Me parece un argumento pobrísimo entre quienes se manejan con soltura en el ámbito ‘argumentario’. ¿Dónde queda la voluntad de hacer bien nuestro trabajo, dónde cabe la organización y la priorización de los asuntos?
Lamento mucho que en nuestro país estemos cayendo en esta cómoda postura de descargar la culpa sobre el prójimo o sobre las instituciones, y que eludamos la cuota de corresponsabilidad que nos incumbe en nuestra parcela profesional. Quizá ello tenga bastante que ver con la educación social recibida y con la escala de valores que sostiene nuestra convivencia. Sin duda, será muy necesario seguir insistiendo en la escuela sobre los valores personales y compartidos, pero no en mayor medida de cómo también hay que cultivarlos en la sociedad donde nos desenvolvemos.
Los médicos echan la culpa de una negligencia a los pacientes, al protocolo, a la Administración sanitaria... Los profesores sobre los malos resultados escolares cargan su crítica hacia los padres, los niños, a la falta de recursos, a la Administración educativa, a la televisión… Los padres buscan culpables en los profesores, en el director del colegio, en los amigos de sus hijos, en la Administración educativa… El empresario ante un mal balance de su empresa echa la culpa a la pereza de sus empleados, a la Administración que no le responde como él quiere, al precio del combustible, a la burocracia administrativa… Los políticos como no pueden echarle la culpa a los ciudadanos, so pena de perder algunos votos, fijan su mirada en el adversario político que es el culpable de todos los males. Los sindicatos proyectan toda la responsabilidad de los accidentes laborales hacia los empresarios y la Administración, y menos al descuido de los trabajadores. Los peatones echan la culpa a los conductores aunque crucen fuera de un paso de cebra, y los conductores se la echan al peatón. Los jueces dicen que faltan medios y recursos en los juzgados y culpan a la Administración de los errores que se derivan de su ejercicio judicial. Y los secretarios judiciales también se pronuncian en términos similares.
¿Es que en este puñetero país nadie es capaz de asumir responsabilidad alguna por el mal funcionamiento de nuestra parcela profesional? En algo nos tenemos que equivocar también nosotros cuando algo que está bajo nuestra supervisión no obtiene el resultado apetecido. El “¡yo no he sido!” tiene que empezar a prodigarse menos.
Aún sin descartar la necesidad de mejorar medios, recursos, inversiones, modernización administrativa…en fin, todo lo que queramos decir, no es menos cierto que con más o menos recursos el compromiso profesional no es eludible bajo ningún concepto. Podemos hacer muchas veces más de lo que hacemos. Y cuando no cumplimos con nuestro deber, cuando no hemos agotado toda nuestra capacidad profesional en la tarea encomendada, y cuando de ello se derivan consecuencias negativas, no entonar el ‘mea culpa’ es una irresponsabilidad y una desconsideración con los que nos rodean, al tiempo que una inmoralidad insoportable. Bien que me gustaría saber cuándo va a funcionar en tierra el código deontológico del capitán del barco que naufraga.
Sin ánimo de arrancar del campo de la Filosofía toda suerte de argumentos sobre la ética y la moral humanas, tan sólo quiero recurrir a una de las hiladas sentencias de Les Luthiers: “Errar es humano... pero echarle la culpa a otro es más humano todavía”. Quizá este articulista esté equivocado y no conozca bien la naturaleza humana. Perdón, entonces.

(Artículo publicado en el diario IDEAL de Granada el 24 de octubre de 2008)

DÍA UNIVERSAL DE LOS DERECHOS DEL NIÑO Y DE LA NIÑA

Han pasado ya varios días, pero en este foro de debate no queremos dejar pasar la oportunidad de recordar que el día 20 de noviembre se conmemoró el Día Universal de los Derechos del Niño y de la Niña. Sirvan las siguientes palabras como reflexión, en el décimo noveno aniversario de la Convención sobre los Derechos del Niño, ante el panorama actual en torno a la infancia en el mundo:

"La infancia está dejando de ser la etapa de la inocencia del ser humano para convertirse en una etapa de adultez prematura a consecuencia muchas veces del aprendizaje acelerado y precoz de pautas de conducta sociales marcadas por actitudes poco aconsejables (niños soldado, trabajo infantil, explotación sexual, objetivo consumista...). Esto nos está llevando a los adultos a que nos estemos convirtiendo en copartícipes de un atentado a la infancia, y a que la inocencia que la caracteriza sea violentada permanentemente. Estamos creando un mundo que no hace más que engordar la bestia que dormita en nuestra naturaleza primaria; en definitiva, un mundo donde estamos privando de oportunidades a millones de niños.

En el siglo XX nos hemos afanado en redactar magníficas declaraciones de intenciones acerca de los derechos del niño (Declaración de Ginebra de 1924, Declaración del 20 de noviembre de 1959 y Convención de 20 de noviembre de 1989), pero del mismo modo hemos abierto mil caminos para conculcarlos. ¿Dónde queda el reconocimiento del derecho del niño a la educación en muchos rincones del mundo (artículo 28)? ¿Dónde se reconoce el derecho del niño a estar protegido contra la explotación económica y contra el desempeño de cualquier trabajo que pueda ser peligroso o entorpecer su educación o que sea nocivo para su salud o para su desarrollo físico, mental, espiritual, moral o social (art. 32)? ¿Dónde queda el compromiso de los Estados Partes, firmantes de la Declaración, a proteger al niño contra todas las formas de explotación y abusos sexuales (art. 34)? ¿Dónde está el límite que frene esta continua e impúdica conculcación de derechos?

Quizás tardemos en alcanzar ese objetivo, pero la denuncia de tales situaciones es un primer paso. Y que los gobiernos tomen cartas en el asunto y destierren, al menos, tanto contenido violento de las televisiones, es otro paso. Entre tanto también nos quedan otras armas para mitigar esa inocencia violentada: primero, la educación como derecho fundamental de la persona imprescriptible, irrenunciable e inalienable; y después, la esperanza, siempre la esperanza".

miércoles, 12 de noviembre de 2008

LA RENTA DEL DOLOR


Esta novela tiene ya su versión actualizada y definitiva: la que se publicó en 2013 en Editoríal Alhulia.
Las palabras que siguen fueron escritas cuando se editó en 2008:

Esta novela representa la culminación de una idea que me rondó en la mente durante casi dos décadas. Desde que el personaje femenino que la protagoniza paseaba frecuentemente su cuerpo envejecido con ‘andares de pato’, como solía decir, y una sonrisa regalada en su rostro limpio a sus vecinos por el entramado de calles de la Granada vieja. Llegó a su tierra cargada de años, vivencias y recuerdos que tuve la suerte de compartir con ella de primera mano.
No podía dejar que su recuerdo volara por los aires de la nevada sierra y, amparado en la ficción, Matilde Santos viene a rememorar aquel tiempo. El tiempo donde las ilusiones truncadas a fuerza de represión empezaron a atravesar las conciencias de unas gentes que ya no se resignaban.
Matilde regresa tras un largo exilio para recobrar las sensaciones que dejó cuarenta años antes, pero no sólo se posiciona en la nostalgia, se incorpora a la lucha que mueve al compromiso con la democracia. El presente interesa mucho a la protagonista como también el futuro democrático que en su tiempo se cercenó.
Pero la vuelta del exilio es también la vuelta al amor. Al amor que se truncó por la guerra, que marcó profundamente su vida de exiliada y que, aunque ya fuera como mero testimonio de otro tiempo, trata de que no se olvide.
Deseo que la lectura de La renta del dolor os transmita tantas o más sensaciones que las que he vivenciado en los casi seis años de su gestación.

La novela tiene su propio blog: http://larentadeldolor.blogspot.com/

Noticias sobre la novela:
Referencias sobre la novela:

sábado, 1 de noviembre de 2008

MEMORIA HISTÓRICA, SIN RENCOR*

El peso de la dictadura franquista y sus consecuencias en la historia colectiva y personal de este país no es fácil atenuarlo. Tan sólo hace tres décadas vivíamos bajo la espada del dictador, y pretender que en tres décadas de democracia se olviden cuarenta años de injusticia es imposible. Diferente es que para bien de todos, como se hizo en la Transición, forjáramos un ejercicio de concordia, de desprendimiento y de buena voluntad para construir y fortalecer la ansiada democracia que hoy disfrutamos. Pero olvidar lo ocurrido en la Guerra Civil y la Dictadura no es fácil, ni quizás aconsejable, salvo que suframos uno de los trastornos de la memoria, no sea que se repita. La memoria, como facultad humana, nunca olvida. Ahora bien, desde nuestra racionalidad, desde la condición de ser social que somos, podemos dominar nuestros sentimientos, perdonar como acto social, configurar un discurso pertinente, asumir unas reglas sociales de convivencia, pero lo que no cabe duda es que el recuerdo no se borra por decreto personal, subsiste como una consecuencia propia de la naturaleza humana.

Memoria histórica significa recordar lo bueno y malo que le ha acontecido a un pueblo. Lo bueno para disfrutarlo, lo malo para que no vuelva a repetirse. Pero, sobre todo, para que lo sucedido sirva de experiencia y ayude a aprender. Todos los pueblos construyen el presente y futuro con su memoria histórica. Sin ella un pueblo pierde señas de identidad y se arriesga a errar en el rumbo a seguir.

Memoria histórica es rendir tributo a los caídos, recordar los hitos de nuestra historia, conmemorar la promulgación de una constitución; es decir, todo aquello que ha podido hacer bien al devenir histórico de un pueblo. Sensu contrario, por qué no va a ser memoria histórica el recuerdo de los que han sufrido injustamente por la sinrazón o la prepotencia de quienes quisieron ver sólo su lado de la vida, de los que concibieron el mundo con una mirada parcial, de los que impusieron a todos, y por la fuerza bruta, las normas que sólo a ellos interesaban.

Sin embargo, memoria histórica no puede ser equivalente a revancha, a venganza, a desquite o a represalia. No, la memoria histórica no puede ser sinónimo de rencor. La Ley de la Memoria Histórica que ha aprobado el Parlamento de España huye de cualquier enfrentamiento pasado o presente, y busca con un espíritu de concordia resarcir el daño causado durante la Guerra Civil y la Dictadura a muchos españoles que fueron represaliados injustamente, que fueron víctimas de un poder que nunca quiso conciliar con ellos, y que usó la fuerza y la represión para alcanzar sus fines. Resarcir como se hiciera con el daño causado a Alfred Dreyfus en la Francia de inicios del siglo XX, o con las vejaciones de los judíos en la Alemania nazi, o como se trabaja por reparar el dolor de la Bosnia masacrada, o como imaginamos se hará por la crueldad infligida al pueblo iraquí. Resarcir como queremos que ocurra con las victimas del terrorismo o como demandan las víctimas de las crueles dictaduras sudamericanas, donde todavía se resiste la imputación de los dictadores.

Personalmente, quizás por mi vocación como historiador, no soy partidario de remover la Historia, ni juzgar por el presente lo acontecido en el pasado por muy abominable que nos parezca. Quedaría, en su caso, el análisis histórico mediatizado y sesgado, sin valor científico. Pero los hechos que son motivo de la Ley de la Memoria Histórica son los de este tiempo, los de personas que conviven entre nosotros, los de nuestros vecinos, que con sólo mirarles a la cara advertimos la huella triste de su pasado, del dolor que en un tiempo no muy lejano les causaron los modos autoritarios y excluyentes de unos pocos.

En una sociedad democrática y madura como la nuestra, nadie puede estar dentro de las reglas del juego con el sentimiento de que hacia él este sistema, al que tanto ha contribuido, no ha tenido un gesto de comprensión, una simple palmada de ánimo en la espalda. Lo mismo que hubo un tiempo en que por el bien de todos convino callar y ayudar a la implantación de la democracia, también hay otro tiempo en que se puede hablar de lo que tan prudentemente se ha tenido guardado en los rincones del alma. Pongámonos por un momento en la piel de alguien que sufriera exilio, persecución, prisión o trabajos forzosos por el simple hecho de no estar de acuerdo con las ideas del vecino, del alcalde o del gobierno de turno. ¿No nos parece esto algo monstruoso a los ojos de los que ahora vivimos en una sociedad democrática, libre y respetuosa con cada uno de nosotros? ¿No nos abominan las circunstancias que viven muchos ciudadanos en países donde no existe libertad, existe un régimen dictatorial o, aún siendo democracias, se violan los derechos humanos? Ahora lo único que se pretende es que esas personas vilipendiadas puedan ver resarcidas sus culpas con el mero reconocimiento general de nuestra sociedad democrática. Se trata sólo de dar un poco de consuelo a quienes se les cercenó parte de su vida, o simplemente se les asesinó.

Esta Ley de la Memoria Histórica no va contra nadie, tan sólo contra un régimen político que causó dolor. Con esta ley no se va alterar la convivencia nacional, quizás sólo va a soliviantar a los nostálgicos de aquel régimen. Por el contrario, la convivencia nacional se rompe con políticas interesadas que confunden a la gente, con insidias y tergiversaciones de la realidad, con malas artes que enredan a las personas y manipulan voluntades. Con esta ley se articula un ejercicio de perdón colectivo, de generosidad con los demás, con los que han sufrido injusticias. Reconocer que alguna vez nos hemos equivocado, dignifica a la persona.

La ley da cabida a todos los que fueron injustamente tratados, con independencia de su origen ideológico o religioso. Ahí están los religiosos perseguidos, los represaliados y los que lucharon a favor de la democracia –maquis, carabineros o miembros de la Unión Militar Democrática–. Una ley, en definitiva, que restituye el honor de todos los que fueron sometidos a condenas políticas por un ordenamiento jurídico sesgado y excluyente, interesado sólo en servir los designios de un régimen autoritario, compuesto por normas dictadas con un interés represor y contrarias a los derechos humanos. ¿Les vamos a negar estas migajas?

Estamos convencidos de que esta Ley de la Memoria Histórica vendrá a coadyuvar al cierre definitivo de la herida que se abrió aquella fatídica madrugada de julio del treinta y seis. Cuando en una sociedad todos nos sentimos reconocidos en nuestra dignidad, la senda para la convivencia democrática está marcada.

* Artículo publicado en el diario IDEAL de Granada el 6 de noviembre de 2007:
http://www.ideal.es/granada/20071106/opinion/memoria-historica-rencor-20071106.html
Imagen: Robert Capa (bombardeo Barcelona, 1939)