domingo, 17 de enero de 2021

EL 'ESTABLISHMENT', ESO QUE LLAMAN ÉLITE DEL PODER *


Los cuatro años de presidencia de Donald Trump nos han parecido una eternidad y su política errática, una pesadilla. Hace casi tres meses me refería en otro artículo de este periódico, “EE UU en campaña electoral, la democracia, también”, al libro de Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, Cómo mueren las democracias, donde se apunta que una de las causas del declive de la democracia tiene que ver con la erosión durante la era Trump de las creencias y las prácticas democráticas en la población.

Viendo el asalto de los partidarios de Trump al Capitolio, una periodista preguntaba a una pareja de ancianos por su presencia allí. La pareja, dos amables e indefensos vecinos de cualquiera de nosotros, habían viajado quinientos kilómetros a la llamada de su líder. No tenían apariencia de asaltantes del Capitolio pero sí de asaltados por la sinrazón y el relato de fraude electoral divulgado hasta la saciedad, eso de innumerables sacos de votos aparecidos en parques, muertos e inmigrantes indocumentados votando, incluso menores de edad. Los credos tienen eso, aun opuestos al raciocinio, fortalecen las creencias.

Cuando el pueblo estadounidense votó la elección de Trump en 2016 se decía que lo hacía en rebeldía al ‘establishment’ político de EE UU que gobernaba desde siempre. Esa élite del poder de intereses espurios con la que había que acabar. Ese grupo social cerrado que se reparte el poder y selecciona a sus miembros no por su capacidad y mérito, sino por afinidad política o actitud servil al líder. Lo que nosotros hemos visto en los  partidos españoles durante las cuatro décadas de democracia.

Esta rebelión frente a las oligarquías del poder se había visto antes en otros países, como fenómeno sustanciado, sobre todo en la última década, con vocación de subvertir las bases del Estado vigente, bajo el disfraz de extrema derecha, extrema izquierda o independentismo, aprovechando el descontento derivado de la crisis económica desatada en 2008 y el hastío del régimen imperante. Su ideario, proponer un discurso alternativo a las promesas que los partidos tradicionales habían sido incapaces de cumplir en décadas.

El asalto al Capitolio es un hecho histórico paradigmático por tratarse del país que es, la primera potencia mundial, y por atacar a la democracia más antigua del mundo. Si Trump hubiera encontrado apoyos a su deriva autocrática, más allá de la turba que invadió la sede del poder legislativo, entre los sectores militares o financieros, en la prensa conservadora u otros poderes fácticos, el golpe de Estado tal vez se habría consumado. Y no porque no lo intentara. A última hora presionó al vicepresidente Pence para que revirtiera su derrota cuando tenía arengada a la masa que asaltó el Capitolio, en una búsqueda desesperada para que rechazase los votos del Colegio Electoral que se ratificarían en el Congreso. Finalmente, solo contó con esos miles de partidarios anónimos y grupos de extrema derecha, como los Proud Boys o QAnon.

Este tipo, inmensamente rico, de avión privado, torres en Manhattan, grifos y retretes chapados en oro, campos de golf, sin empacho en hacer ostentación obscena de su riqueza, cubre su mensaje populista con el tapiz de hombre del pueblo que habla como hombre del pueblo, víctima de conspiraciones y salvador de las injusticias promovidas por los del ‘establishment’, los inmigrantes, los periodistas, los chinos y otros ‘poderes oscuros’. Así es Trump, la alternativa al poder las élites. Así es el populismo que se expande por el mundo.

La única manifestación honesta frente al ‘establishment’ fue aquella del 15-M de 2011, que inundó de ilusión a una sociedad española cansada de la deriva a que la habían llevado PP y PSOE en el devenir de la democracia. Luego vino el éxito electoral de Syriza en Grecia como alternativa democrática renovadora. Pero aquello quedó en flor de un día.

El mundo sufre una oleada de intolerancia, fanatismo y populismo que pone en peligro la democracia. La crisis posterior a la primera guerra mundial trajo el fascismo en Italia y el nazismo en Alemania, los coetáneos no los vieron venir, o acaso condescendieron. El fascismo se abrió paso entre una crisis económica y el descontento de la población. En octubre de 1922, Mussolini arengó la marcha sobre Roma; en enero de 2021, Trump ha arengado el asalto al Capitolio. Entonces la defensa de la democracia nos abocó a otra guerra mundial, hoy la democracia norteamericana ha de defenderse del ‘trumpismo’, antes de que este acabe con ella y, de paso, con las europeas.

El populismo de Trump que vino a combatir el 'establishment' hemos visto en qué consiste, en lo mismo que el de la Gran Bretaña de Johnson, el de Brasil de Bolsonaro, el de Venezuela de Maduro o el de Hungría de Orbán. Los grupos de extrema derecha se están haciendo poderosos en los países europeos, sus postulados también: intransigencia, xenofobia, racismo o patrioterismo. Todo lo que hemos visto en Trump debería servirnos de lección para los que creemos en una democracia alejada de manipulaciones de partidos, oportunismos y mendacidades. Espero que a los partidarios del populismo, también. Mientras las alternativas políticas sean estas, que nos pase como al del chiste: “Virgencita, virgencita…”,  mejor que nos dejen como estamos.

Hoy hemos acogido, en la izquierda y parte de la derecha, el triunfo del 'establishment' que representa Biden como una auténtica salvación de la democracia. ¡Quién nos vio y quién nos ve! Y es que hemos vivido horrorizados durante cuatro años con la democracia autocrática de Trump.

 * Publicado en Ideal, 16/01/2021

* Ilustración: René Magritte, La Décalcomanie (1966)

lunes, 4 de enero de 2021

LA CULTURA EN SU TRAVESÍA POR LA MODERNIDAD LÍQUIDA*



Han sido tantas las fisuras abiertas en la sociedad en estos últimos tiempos que antes de claudicar hemos de aferrarnos a los principios y valores capaces de sostener una sociedad más justa y solidaria. En estos días en que la educación está siendo maltratada por la clase política, convertida en un denigrante pimpampum de intereses, no podemos olvidarnos de la cultura, el otro asidero que fortalece la salud mental de una sociedad.

Leyendo ‘El naufragio de las civilizaciones’, de Amin Maalouf, descubrí estos versos estremecedores de la poeta estadounidense Tracy K. Smith: “Lívida la tierra, y arrasada, como un sueño furioso. Lo peor de nosotros había vencido y aplastado todo lo demás”. Si vivimos en un mundo en descomposición, huérfano de tantos valores mancillados, ¿a qué deberíamos asirnos para salvarlo?

Las hecatombes en la historia de la humanidad, como la actual pandemia, nos recuerdan que en nosotros persiste esa naturaleza primaria vulnerable, que ni siquiera tantos adelantos científicos acumulados son capaces de preservarla. La peste fue la epidemia que diezmó a la humanidad en distintas épocas, como otras amenazas que se sumaron, para convencernos de que nuestra prepotencia como seres de este planeta es solo una osadía. La interpretación de tantas realidades adversas solo se puede explicar desde otra parte de nuestra naturaleza: la del intelecto que se aferra a la esperanza por comprender. Ellas sirvieron de excusa para la creación: ‘La peste’ de Camus o el ‘El Decamerón’ de Boccaccio, y antes Tucídides, cuando la peste de Atenas en tiempos de Pericles, en la ‘Guerra del Peloponeso’. La cultura es el modo más humano de dar respuesta a fenómenos incomprensibles.

Pero ese bálsamo y esperanza del espíritu que representa la cultura es posible que se encuentre ahora inmerso en una de sus travesías más difíciles: la de la modernidad líquida de la que habla Zygmunt  Bauman, esa que nos conduce a un estado de angustia existencial plagado de incertidumbres y condena de vidas atrapadas en el espectro de la transitoriedad y del cambio constante. Arrebato de confusión, agravado por la pandemia, que acaso encuentre solo una explicación bajo la luz de la cultura.

Con la pandemia llegaron restricciones de movilidad y se incrementaron las dificultades para prodigar manifestaciones culturales. Se limitó el acceso a la cultura, parecía no ser un bien necesario. Cines y teatros cerrados, aforos limitados, librerías a medio abrir, lecturas poéticas sin oídos para escucharlas, presentaciones de libros con ausencia de público, interpretaciones musicales sin auditorio, arte sin galerías, museos virtuales sin exhalar los efluvios de la pintura. En su lugar se fortaleció la imposición de los cánones de una sociedad líquida potenciadores del entretenimiento y la vulgaridad. Hace décadas que el neoliberalismo impone esa ‘cultureta’ alejada del cultivo del alma y la razón. Resulta fácil insertar en la órbita digital o televisiva contenidos de burdo entretenimiento con escenas que alientan la violencia, la estimulación de las bajas pasiones o el infantilismo del público. Mensajes fáciles de procesar sin esfuerzo, que activan la pasividad y uniformizan tendencias.

A la modernidad líquida le interesa poco la promoción de la cultura, salvo que sea rentable económicamente. Prefiere fomentar la inconsistencia del pensamiento, educar en la pusilanimidad de lo superfluo,  captar consumidores de productos ‘seudoculturales’, mientras que la cultura promueve el pensamiento libre, nos hace discernir sobre lo que somos y los peligros que nos acechan. Así, el daño sufrido por la cultura durante la pandemia solo pudo paliarse desde la tenacidad de los creadores, quienes se rebelaron y se abrieron paso aportando soluciones imaginativas en el universo digital de la telecomunicación: conferencias, presentaciones de libros, visitas virtuales a museos o bibliotecas, mesas redondas, debates, conciertos musicales…

Durante estos meses han sido muchos los esfuerzos realizados desde la modestia para que la cultura no muriera. Incluso instituciones con gran poder de medios y recursos han ido a la zaga de asociaciones culturales o de pequeñas bibliotecas de pueblos, que inventaban fórmulas imaginativas para seguir promoviendo la lectura entre sus vecinos. El Ateneo de Granada es un ejemplo de ello. Su actividad en el universo digital ha desplegado una encomiable labor telemática para mantener viva la cultura y el debate. Es la ‘virtualización’ de la cultura con la tecnología como aliada que ha venido para quedarse.

La cultura tiene el valor de hacernos comprender la realidad. No comprender la realidad es correr el riesgo de que otros vengan a interpretarla por nosotros. En las sociedades de la modernidad líquida la realidad es tergiversada, manipulada, ofrecida bajo el prisma que interesa al manipulador. En este tiempo de incertidumbre, cuando la política nos pide responsabilidad y madurez para combatir la pandemia, nuestro armazón intelectual vacila entre la sorpresa y el escepticismo. Hasta ahora la política no pedía nada de esto, nos decía que nos ocupáramos de disfrutar, que ya se encargaba ella de solucionar nuestros problemas. Ahora que se necesita la colaboración ciudadana para superar la pandemia y vemos innumerables ejemplos de transgresión de las indicaciones de las autoridades pidiendo mesura para combatir los contagios, quizás entendamos que vivimos las consecuencias del desmesurado espíritu hedonista inculcado durante años es esta sociedad de lo efímero que se asienta en la era del vacío de la que habla Lipovetsky.

Vivimos bajo la tiranía de recetas y productos aculturales dispuestos a teledirigir nuestro pensamiento, privándolo del discernimiento y el análisis. Obviamos que cualquier sentimiento de desolación que nos embarga solo encontrará una interpretación a través del pensamiento y la cultura. Evitemos que lo peor de nosotros venza.

  * Publicado en Ideal, 03/01/2021

El doble secreto (1927) de René Magritte.