domingo, 5 de septiembre de 2021

ASÍ QUE PASEN VEINTE AÑOS*

 


No conozco todavía a nadie que no sueñe con leer en los labios del destino alguna palabra gratificante o que escudriñe entre los tejidos de la vida para atrapar alguna hebra que aliente la esperanza. Remover deseos es una aspiración tan legítima como necesaria. ¿Imaginan vivir sin un ideal, sin poder soñar con la vanidosa pretensión de aliviar las amargas heridas que ensombrecen la vida? La ensoñación es una licencia al alcance de cualquiera, Gustave Flaubert supo elevarla a la categoría literaria en Madame Bovary.

Ser un pesimista no agota la ilusión. Detrás de una visión pesimista de la vida suele cobijarse el anhelo de alcanzar la verdad que entierre la ignominia. El pesimismo, ese estado de ánimo conducente a un mundo sin esperanza -el dolor perpetuo a que aludía Schopenhauer-, ha de conectarse con una visión existencialista como método para juzgar lo que nos asfixia. Solo así estamos en disposición de alcanzar el necesario estado de reflexión de la realidad. Un pesimista es un adalid capaz de cambiar la realidad que no comparte.

Veinte años es la quinta o cuarta parte de la vida de una persona, si antes nadie se la ha arrebatado, incluida la madre naturaleza. Las sociedades desarrolladas cifran la esperanza de vida en torno a los ocho decenios, aunque en el planeta son muchas más las sociedades no desarrolladas.

La Generación del 98 sintió una pesadumbre mordaz por España. Joaquín Costa apostaba por “escuela y despensa”, Ortega hablaba de la vieja y nueva política, Machado de las dos Españas y Azorín calificaba a España de “vieja y tahúr, zaragatera y triste”. En pleno siglo XXI España sigue siendo un país que despierta pesadumbres, a pesar de tantos eslóganes repetitivos en la democracia: “España va bien”. Todos los gobiernos han querido convencernos de que con ellos España iba mejor. Jamás se habían prometido tantos paraísos. Son las miserias de la política, afanada siempre en construir fábulas hasta confundirnos. “¡Basta de Historia y de cuentos! / Somos el golpe temible de un corazón no resuelto”, clamaba Celaya en España en marcha’.

Así que pasen veinte años qué futuro deparará España a las generaciones jóvenes. Nos hacen creer que luchamos por nuestro futuro, entretanto alguien traza sus líneas gruesas, y hasta finas. Quien crea que tendremos un futuro mejor, que levante la mano; quien piense que nos han lastrado la educación, el bienestar o la esperanza, que se ponga a la cola de los desesperanzados. Tenemos cosillas, sí, pero no hemos armado la base del futuro de este país, desperdiciando oportunidades de desarrollo, porque interesaba más la especulación y los proyectos inmediatos y propagandísticos.

El futuro de los próximos veinte años es un futuro huérfano de esperanza. Las generaciones jóvenes lo vivirán en la etapa humana donde brilla la ilusión. Los demás, quienes solo dispondremos de esos mismos veinte años de vida, miramos con desesperanza. La experiencia nos ha desesperanzado. Quizás nuestro nivel de confort material sea suficiente para hacernos creer que no seremos privados de nada, cuando se resquebrajan las bases del estado de bienestar que un día disfrutamos. Nuestro nivel de confort humano y emocional como sociedad peligra, los valores se relativizan con impudicia, la ética cívica se devalúa. El filósofo Byung-Chul Han decía que hemos pasado de tener conciencia de sentirnos dominados a obviar cualquier percepción de nuestra dominación. Me angustia lo que vivirán nuestros hijos o nietos en los próximos veinte años, puede que sea una vida más triste y sojuzgada que la que hemos tenido nosotros, pero sin darse cuenta.

La modernidad líquida no es la mejor modernidad que deseo para las generaciones jóvenes. Les hemos uniformado el pensamiento y las costumbres para que sean lo que interesa que sean, y de ello estamos siendo culpables los que ahora ostentamos el poder político y el poder de la experiencia. Somos incapaces de desvelarles verdades y peligros que les son ocultados. Estamos permitiendo que los jóvenes dejen de ser una potente máquina de cambio para convertirse en objetivos manipulables por quienes mueven intereses muy distantes a cualquier aspiración de una sociedad justa. Permitimos que sean atrapados en el hedonismo vacuo e inconsciente de un ‘mundo feliz’, desmontándoles cualquier atisbo de pensamiento crítico. El hedonismo egoísta que alienta la individualidad, y que Victoria Camps achacaba a la desorbitada “soberanía del mercado”, que con su “oferta sin límites estimula la satisfacción inmediata de cualquier deseo”.

Los estrategas que mueven este mundo quieren jóvenes dóciles, infantilizados y consumistas, haciéndoles creer que son dueños de sus vidas y de sus actos, cuando en realidad son parte del engranaje mediático y existencial que les conduce por donde interesa. Creen tener autonomía, pero no deciden. Viven en la sociedad del hiperconsumismo, la autoexplotación y el miedo al otro, como define a la civilización moderna Byung-Chul.

No vamos hacia un mundo mejor. No lo era antes de la pandemia, ni será después de ella. La ‘pospandemia’ ha estimulado el afán consumista y el ‘hiperegocijo’ como ‘inevitable’ resarcimiento de las privaciones padecidas. Las sociedades, afanadas en conformar sistemas de protección y atención a sus ciudadanos, terminan haciéndoles más inseguros y dependientes, menos autosuficientes y libres, más aislados. De qué vale que la humanidad ‘prospere’ si somos extraños irreconciliables. Para qué tantos espacios sociales virtuales, si terminan convirtiéndose en “espacios expositivos” donde prima el yo.

El auge de la cultura de masas es el mayor enemigo del pensamiento. Si una sociedad deja de seguir el rumbo marcado por el pensamiento es fácil que caiga en las redes de quienes abominan del pensamiento.

* Artículo publicado en Ideal, 04/09/2021

** Ilustración: Salvador Dalí, Reloj evanescente

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