domingo, 28 de abril de 2013

EXPLOTACIÓN Y MUERTE DEL SER HUMANO

Ni en la más angustiosa pesadilla, ni en el terremoto más devastador, sería capaz de imaginar el desplome de cuajo de un edificio como el que ha ocurrido en los suburbios de Dacca, en Bangladesh, destinado a la industria textil. En él quedaron atrapadas el pasado miércoles más de tres millares de personas. Tan sólo una semana antes el edificio había sido declarado con problemas estructurales, pero algunos (empresarios desalmados) desoyeron la orden de desalojo y obligaron a los trabajadores a entrar en los talleres. Y ocurrió lo que no se previno, y el edifico se vino abajo sepultando a miles de trabajadores.

He sentido curiosidad y he mirado la etiqueta de mi pantalón vaquero preferido. En ella pone ‘made in Bangladesh’. Hasta creo que, al leerla, me he abochornado en la intimidad. Me compré estos pantalones por 9 € en Carrefour. ¡Qué baratos!, pensé. Nunca miro una etiqueta. Si mirara la del resto de ropa que atesta mi armario seguro que encontraría en las etiquetas más ‘hecho en’ alguno de los países donde se han deslocalizado miles y miles de fábricas textiles, huidas de las países desarrollados, buscando mano de obra no ya barata, sino mano de obra susceptible de explotarla, sin derechos laborales ni sindicatos que la defienda.

Nunca me he preguntado qué manos habrán dado forma y costura a la ropa que intuyo me queda genial. Pero si me lo preguntara, descubriría una realidad que no me gusta. Una realidad cuya música nos ha llegado al oído miles de veces, que lleva muchos años sonando, pero que en nuestro autista mundo occidental (a pesar de las voces que pregonan que existe explotación humana) parece que no queremos escuchar. Como tampoco parece que queremos enterarnos que estas personas que nos fabrican la ropa que lucimos cobran tan sólo un euro al día (ó 32 euros al mes) por jornadas de trabajo interminables, y en condiciones de salubridad laboral que aquí serían motivo, al menos, de una huelga cada día. De estos talleres de condiciones infrahumanas, donde se explota al trabajador impunemente, es donde se abastecen las grandes marcas mundiales del comercio textil. Esas que nos ponen atractivos anuncios y vallas publicitarias con modelos imponentes, e imágenes sugerentes de ropas de moldean los cuerpos, para que compremos sus ropas de diseño.

Ahora, cada vez que me ponga esos vaqueros, no se me olvidará que quizá se fabricaron en este mismo edificio que ha quedado reducido a un montón de escombros. Donde ni siquiera se han recuperado los cuerpos de más de 900 trabajadores. Algunos hasta es posible que, en este momento que escribo estas líneas, aguarden en una espera angustiada y oscura a que los rescaten de una oquedad entre planchas de hormigón que los tiene atrapados sin luz, agua ni comida. Y, si hay suerte, a lo mejor mantienen el aliento lo suficiente para vivir hasta su rescate. Otros, ya sin vida, esperarán que recuperen sus cuerpos para tener, si llega el caso, un entierro más digno y humano que como fue su vida.

Hemos aprendido poco como humanidad en los milenios de civilización que llevamos en este planeta. La explotación de unos seres humanos, para que otros vivamos cómodamente en esta ‘sociedad del bienestar’, me suena a la misma cantinela de aquella otra sociedad esclavista que sostenía el poderío del imperio romano, y los lujos de Roma y las grandes villas. Aquí, en nuestro mundo, debatimos a cada instante sobre la crisis económica que nos ha restado una minúscula parte de nuestro bienestar. Allí (Bangladesh, China, Pakistán, India…) lo que se ventila es una cuestión de supervivencia. El capitalismo salvaje, adueñado definitivamente del mundo y de la política (también, aprovechando la crisis económica como aliada estratégica), y a pesar de esta desgracia y otras historias de explotación que no trascienden cada día, no va a mirar al ser humano de otra manera que no sea la de siempre: a unos como explotados en condiciones degradantes, a otros como consumidores insaciables, como si fueran cerdos para el engorde. Lo curioso es que muchos de nosotros estamos en este lado, y nos sentimos bien, incluso protestamos cuando no tenemos la pileta llena para hocicar en ella.

jueves, 25 de abril de 2013

REVÉS A LA POLÍTICA EDUCATIVA DEL MINISTRO WERT

La campaña interesada que se orquestó en torno a Educación para la ciudadanía, y las posteriores decisiones del gobierno del Partido Popular en materia educativa, a través del ínclito ministro de Educación José Ignacio Wert, han quedado ridiculizadas por el dictamen del Consejo de Estado, que considera necesaria esta asignatura en el proceso formativo de nuestros jóvenes.

Educación para la ciudadanía ha sido una asignatura vilipendiada desde distintos sectores ultraconservadores de la sociedad española. El principal órdago que se lanzó sobre ella fue la campaña de objeción de conciencia. Una iniciativa que dio el salto a la esfera judicial y donde algunos tribunales se mostraron dubitativos. Finalmente, una sentencia dictada por el Tribunal Supremo en 2009 negaba el derecho a la objeción de conciencia y daba el respaldo a los contenidos establecidos para la asignatura, aportando un poco de coherencia en este asunto. Otra infame acusación que se vertió sobre ella (cuyo objetivo principal es formar mejores ciudadanos, trabajando los valores democráticos, la independencia personal, la capacidad crítica frente a la manipulación) fue tacharla de un pretendido adoctrinamiento a los alumnos. Demasiado ruido. Detrás de todo ello se escondía un trasfondo ideológico, político y doctrinario que apostaba por un modelo social y educativo muy alejado de una educación para una ciudadanía democrática. Con la reforma de la LOMCE la nueva asignatura que la sustituirá vendrá a llamarse ‘Educación cívica y constitucional’. El giro ideológico es notable.

En un artículo que publiqué con el título “Educar a la ciudadanía” (transcrito en una entrada de este blog) venía a concluir diciendo que quizá la presencia en el currículo de la asignatura Educación para la ciudadanía no significaba más que el fracaso colectivo de todos nosotros (defensores y objetores de la asignatura) en torno a la educación que habíamos proporcionado a nuestros jóvenes. Y que acaso sería mejor que reflexionáramos en serio (ruborizándonos si era necesario), a la vista del mundo que hemos construido, y los infravalores en que lo estamos sustentando.

Es obvio que la formación de nuestros jóvenes en valores cívicos, éticos y democráticos probablemente no la resolvamos con una asignatura impartida en dos cursos de la enseñanza obligatoria y en dos horas a la semana, hay muchos más agentes implicados en esta cuestión, algunos altamente responsables, pero al menos que no nos quiten la oportunidad que ofrece la escuela para contrarrestar la influencia interesada y perniciosa que tanto daño causa a nuestros jóvenes. Una influencia bien estructura y planificada que se les lanza desde sectores económicos, mediáticos y políticos a través de continuos mensajes que, antes de hacer de los jóvenes ciudadanos responsables con valores éticos y cívicos, busca convertirlos en un ejército amorfo de consumidores de ideas y de productos, incapaz de cuestionar nada. Jóvenes que les interesan estén faltos de personalidad y sean de fácil sumisión, concernidos como están en estructurar mentes alejadas de la capacidad de discernir, valorar o criticar esa vorágine de mensajes con la que les asedian continuamente.

Frente a ello, con Educación para la ciudadanía (aunque no sea la panacea) se trata, al menos, de formar a los jóvenes para que piensen por sí mismos, para que sean capaces de decidir responsablemente, y para evitar que se conviertan en satélites de la propaganda y la publicidad de mundos irreales faltos de valores éticos y cívicos. Sin embargo, el ministro Wert parece empeñado, con su despropósito educativo, en sustraernos de este mínimo rayo de luz.

martes, 16 de abril de 2013

MANIPULACIÓN DE LA NOTICIA

Estamos rodeados de medios de comunicación y la noticia cunde con una prontitud como nunca. El asunto de las audiencias o la venta de periódicos es parte del negocio, y a veces se pretende subir los índices a costa de lo que sea: contentar a los correligionarios o utilizar la noticia con efectos impactantes que despierten y atraigan la atención de la audiencia. Cuando cotejamos una misma noticia entre varios medios, a veces nos preguntamos qué se pretende realmente transmitir en cada caso cuando se recalcan ángulos tan distintos de una misma noticia. Los interesados nos dirían que simplemente transmitir información. No obstante, esa no es la impresión que se tiene a poco que hagamos un análisis somero. Esto lo vemos a diario. Una misma noticia se presenta de modo muy diferente según el medio de comunicación que lo haga. Instalados en este punto, el periodismo pasa de ejercer una estricta labor informativa a modular interesadamente la opinión de los receptores de la misma (nosotros, los ciudadanos). Entonces es cuando aparece la defensa descarada de unos intereses políticos, ideológicos, religiosos o económicos.

Alguna vez me hubiera gustado ser periodista, pero de los de verdad, de los que buscan la verdad para ofrecerla a la gente. No es que haya sido para mí una vocación irresistible, pero siempre la he tenido como una profesión con gran atractivo, quizá por eso de que la escritura va asociada al trabajo intelectual. Probablemente, en los tiempos que corren, me hubiera costado encontrar esa verdad. La crisis económica (pero también antes de ella), que tantos esquemas de nuestro mundo está quebrantando, desvela con inusitada frecuencia demasiadas malas prácticas en la prensa escrita, hablada o vista. La información se tergiversa, se sesga, se emplea con un interés concreto, a veces rayando lo espurio. Se vive en un crónico partidismo descarado, falto de imparcialidad. Así no es de extrañar que la de periodista sea, junto a la de juez, una de las profesiones peor valoradas en el último barómetro del CIS. ¿No sería bueno que desde la prensa se hiciera un poco de reflexión acerca de determinadas prácticas?

Me ha despertado curiosidad la noticia emitida por la televisión venezolana VTV en la que expresan gráficamente los resultados de las elecciones presidenciales celebradas el pasado domingo. El resuelto ha sido muy ajustado (50,66% frente al 49,07%) y, sin embargo, el gráfico expuesto en la pantalla pareciera representar lo contrario. ¿Acaso está dirigido a una población analfabeta, fácilmente manipulable? Vista la noticia desde nuestro país, imagino que el cien por cien de la prensa española compartiría una apreciación negativa respecto a la imagen aparecida en esta televisión. Incluso diría que la noticia es un ejemplo burdo de manipulación propio de un país poco desarrollado; bananero, si lo prefieren. No obstante, es fácil observar que en nuestro país se procede de modo muy parecido. Así está ocurriendo con la visión que se está dando de los escraches según los medios, o la información que se da sobre el caso Bárcenas o el caso de los EREs. ¿Qué diferencia hay entre el tratamiento de la noticia de los resultados electorales en Venezuela y la que se da en nuestro país acerca del sentido de los escraches, o de las acciones de la plataforma de afectados por la hipoteca, o la de las preferentes?

Para hacer un buen periodismo hay que ser independientes de cualquier poder político, económico o religioso, Hay que tener una práctica basada en una gran dosis de imparcialidad. Sin embargo, es difícil encontrar hoy día un medio de comunicación en España que reúna estas premisas (aunque algunos se esfuercen más que otros en intentarlo y aparentarlo). Flaco favor se está haciendo a la democracia y a la ciudadanía por parte de esos medios de comunicación que se alinean con partidos políticos o con intereses de poderes fácticos ideológicos, religiosos o económicos. Esos medios que no les importa tergiversar la noticia y, en consecuencia, la verdad.

martes, 9 de abril de 2013

UNA TARDE EN LA BIBLIOTECA MUNICIPAL DEL ALBAICÍN

El temporal de lluvia nos ha dado una tregua. El río Genil baja embravecido. Y el río Aguas Blancas lo imita unos kilómetros más abajo. Cuando se juntan, en el cruce de Quéntar, lo hacen midiendo sus fuerzas, con vocación torrencial, a empellones burbujeantes, desparramando energías fláccidas, contenidas, como dos luchadores de sumo. Es la consecuencia de una temporada de lluvias como hacía decenios que no conocíamos por estos parajes.

La soleada tarde del segundo lunes de abril me sumerge en la literatura. El ambiente brumoso y húmedo ha dado a Granada una tregua. La gente se echa a la calle queriendo festejarlo, atrapando con avidez la luz del sol, hasta ahora esquiva. Me han invitado a tener un encuentro con los lectores de La renta del dolor en la biblioteca municipal del Albaicín. A unos pasos del mirador de San Nicolás. ¡Qué queréis que os diga! Simplemente, un lugar privilegiado. La imponente vista de La Alhambra en la ladera opuesta de La Sabika, desafiante, recortando el horizonte azul de primavera, y Sierra Nevada, más blanca que nunca, abrigada por un espeso manto de nieve, justo detrás. El sentimiento de admiración nos une a todos los que nos hemos congregado allí. Nuestro rostro, extasiado, delata el embeleso.

Tengo que decirlo: aparte del privilegio que he tenido de estar en el Albaicín, el encuentro se ha desarrollado exclusivamente con asistencia de lectoras. Digo bien, lectoras, porque todas las participantes han sido mujeres, ningún hombre. En mi contacto con los centros de adultos siempre son mujeres las que abarrotan las clases. A los hombres parece que nos obstaculiza ese poco de soberbia, o de prepotencia, que nos hace reacios a asistir a estos lugares, como si blandiéramos un alarde de autosuficiencia mal entendida.

Asistir a la biblioteca municipal del Albaicín me ha permitido recorrer este barrio de una belleza extraordinaria. He subido por la cuesta Alhacaba y, en su inicio, casi veo la herrería del viejo Toño Herrera. Luego, he bajado por la otra cara del barrio hasta plaza Nueva, caminando por el entramado de calles que descienden a ella. Desde el callejón de las Tomasas hasta la calle San Juan de los Reyes. Y en cada callejuela la Alhambra aparece y desaparece, se muestra diferente, como si en cada giro quisiera revelar una imagen distinta.

El encuentro con las lectoras ha sido recogido, cercano, de una proximidad fastuosa. Y de nuevo se han escuchado palabras de admiración hacia Matilde Santos, a la mujer que rompió tópicos, a la que asumió con entereza la dificultad de los tiempos que le tocó vivir. Y se han evocado recuerdos de aquella Granada de los años sesenta y setenta, con una dictadura que parecía no tener fin, y de la actividad de su Universidad, y de los lances de una vida en sociedad que abundaba en la monotonía.

Esa tarde en las calles del Albaicín olía ya a verdor, a plantas desperezándose, a colores de macetas colgadas en fachadas encaladas. Esa tarde su aire olía ya a primavera. Y bien que la he disfrutado, acompañado de recuerdos de otro tiempo en que frecuentaba más los paseos por este barrio.

lunes, 1 de abril de 2013

DOCENTES, ¿ILUSIONES PERDIDAS?

Hay recuerdos de mis años de instituto que se asoman de vez en cuando. Uno de ellos está vinculado a la historia de Macedonia y a Alejandro Magno. En un ejercicio de Lengua se nos pedía escribir algunas frases utilizando determinadas palabras. Debía ser segundo o tercero de bachillerato, cuando el bachillerato se componía de seis años. En ese tiempo habíamos estudiado un tema relacionado con la Grecia clásica. Quise hacer una especie de alarde de aplicación de conceptos estudiados, y en una de las frases utilicé el nombre del padre de Alejandro, Filipo II de Macedonia, pero sin esta localización. Recuerdo que cuando el profesor me entregó el examen corregido me había rectificado el nombre de Filipo II, sobreponiendo en rojo el de Felipe II. Me quedé sorprendido, con la sombría extrañeza del niño que descubre un error en su maestro. Por supuesto no le hice referencia alguna. Me callé. Me dominó un silencio contenido, temeroso de que mi observación descubriera su ignorancia y dejara en evidencia al profesor. No me atreví a hacerle saber que no se trataba del hijo del emperador Carlos I, sino del padre de Alejandro Magno.

Aquel profesor de Lengua y Literatura acostumbraba a leernos textos, fragmentos de novelas, sonetos, romances… Era como si pusiera en práctica la técnica del modelado como estrategia metodológica. Su manera de leer, la entonación, la sonoridad de su voz, el sentido que alcanzaban sus palabras al escucharlas, nos despertaba el deseo (al menos a mí) de querer seguir con la lectura, de leer a ese autor, su obra, de leer por uno mismo ese poema, esa obra. A mí, aquel profesor, me despertó un interés inusitado por la literatura, por las obras de los autores que nos leía, por la lectura como medio para disfrutar de la literatura. Percibía en él ilusión porque aprendiéramos, por aproximarnos la literatura hasta que calara en nuestra piel, en nuestros espíritus, por hacernos fervientes amantes de la lectura, y por acercarnos al conocimiento de la lengua. Nunca se me ocurrió, aunque muchas veces me acordé en los diferentes cursos en que nos dio clase, de decirle que en un examen él me había corregido equivocadamente el nombre de Filipo II, creyendo que me refería al monarca español de la dinastía de los Austrias. Valoré mucho más todo lo que él me había enseñado y todo lo que me había transmitido. Ahora recuerdo bien que toda su pedagogía estaba envuelta en una ilusión por dar clase y enseñar a sus alumnos.

Diez o quince años después de aquello llegaron los años ochenta cargados de democracia y de la ilusión por una renovada educación. El grueso del magisterio de aquellos años ocupa hoy la cúpula de la docencia. Muchos, incluso, se están jubilando, aprovechado la posibilidad de hacerlo anticipadamente a los sesenta años. Este colectivo de docentes fueron en aquel tiempo los que construyeron esa pedagogía de la renovación que apostaba porque los alumnos aprendieran, poniéndoles a su alcance herramientas innovadoras y variadas, pero sin perder de vista el objetivo del conocimiento. La mayoría de ellos vivieron cada día experiencias ilusionantes en la escuela. Toda aquella renovación pedagógica se justificaba como un gesto de ruptura con la escuela anterior.

Han pasado treinta años, y ahora tengo la impresión de que aquellos maestros y profesores que con tanta ilusión se prodigaron en los años ochenta (y hasta en los noventa) están viviendo en estos últimos tiempos una etapa profesional dominada por el desencanto. Su trabajo se ha hecho rutinario, más funcionarial, con tintes más administrativos. Algo que se aprecia también en las generaciones jóvenes de docentes que se han incorporado a la escuela. Aquellos maestros de la renovación se les ve ahora desalentados con la educación actual, algunos manifiestan su descontento con el rumbo que ha adquirido la educación, lejos de la ilusión pedagógica de su tiempo, inmersos en una escuela sometida a un modelo de gestión empresarial, asumido políticamente. Si tuviéramos que encontrar una explicación de esta deriva quizá esté en que nunca se sintieron protagonistas del cambio educativo que se inició a principios de la década de los noventa. Desde la Administración no se contó con ellos para liderarlo, ni nunca se sintieron parte del nuevo proyecto educativo, ni han asumido como suyos los continuos y erráticos cambios habidos, a veces sin sentido.

Ahora pienso que aquellos docentes de los ochenta podrían haber dejado una excelente herencia para las nuevas generaciones de maestros, de profesores de instituto, pero me temo que eso no ha ocurrido, ni está ocurriendo. Las ilusiones se han desvanecido tanto que es difícil agrupar las mínimas existentes para afianzar y fortalecer una educación que parece tambalearse. ¡Qué pobre herencia hemos recogido de aquella renovación pedagógica de los ochenta, y qué poco ha repercutido en nuestra escuela de ahora!