sábado, 15 de octubre de 2016

HAY QUE SER SOCIALISTA ANTES QUE SOCIALDEMÓCRATA*

Cuando Felipe González pronunció (XXVIII congreso del PSOE, 1979) aquello de “Hay que ser socialista antes que marxista” estaba dando un giro ideológico en el PSOE, que con el tiempo fue asentándose en el registro más descafeinado del socialismo: la socialdemocracia. El partido se hizo más ancho, en detrimento de su identidad ideológica. El pensamiento socialista fue perdiendo peso como parte de la razón práctica ideológica. Los acontecimientos históricos posteriores se llenaron de estrategias dirigidas al centro sociológico (en el sentido más burgués del término). Y sólo se dio valor a la razón teórica ideológica cuando interesaba lavar la imagen en cualquier discurso. Hoy el PSOE ha virado tanto hacia el centro que casi no marca diferencias en algunos presupuestos con otros partidos que también pretenden abarcarlo desde la derecha.

La socialdemocracia es la consecuencia del intento de adaptación del socialismo a la economía de mercado. Tuvo su momento histórico con las grandes figuras (Willy Brandt, Olof Palme o François Mitterrand) que gobernaron en Europa en el último tercio del siglo XX. Fue el momento en que se adaptaron presupuestos socialistas al sistema capitalista para gestionar el mercado con un sentido más social.

Los tiempos han cambiado, estamos lejos de aquel momento de auge de la socialdemocracia, ahora el capitalismo, con su fórmula neoliberal y globalizadora, se ha hecho más fuerte y aprieta las tuercas por doquier. Uno de los peligros de esta globalización es que nos arrastre a la deslocalización ideológica y, finalmente, a un proceso de aculturación. Éste es uno de los peligros a los que se enfrenta una socialdemocracia sumisa, sobre todo si le construyen los relatos con los que tiene que asomarse al mundo. Si alguien pretende abogar por repartir la riqueza, dotar de derechos a los ciudadanos o impulsar los servicios sociales no tardará en verse frenado por el estallido de una crisis o el debilitamiento del poder político. Las reglas de juego han cambiado en el mundo actual, hay tanta insolidaridad como desigualdad, y el modelo capitalista, dominado por élites económicas insaciables, no mira más que la ecuación mágica: rendimiento, desarrollo económico y beneficio. Frente a ello, el deterioro de las sociedades occidentales ha traído más pobreza, desigualdad y marginación. El uno por ciento de la población mundial posee tanto patrimonio como el resto de población, leamos la obra de Joseph E. Stiglitz, ‘La gran brecha, qué hacer con las sociedades desiguales’, para entenderlo.

La crisis económica ha dejado al descubierto y sin respaldo muchas políticas sociales. Hoy tenemos la impresión de que cuando la economía estaba exultante se construyó un estado de bienestar sin solidez, sin blindaje frente a posibles contingencias adversas, a pesar de incluirlo en el articulado de textos constitucionales y estatutarios. Con la crisis todo se vino abajo, pero las necesidades de los grandes emporios económicos (bancos, sobre todo) fueron lo primero en ser atendido por el Estado. Las imposiciones de la Troika se acometieron sin rechistar, y la socialdemocracia también bailó al ritmo marcado por las directrices del poder económico en España como en Francia, en Italia como en Inglaterra.

Siempre pensé que el socialismo se desvirtuaba con el apellido socialdemócrata. Formar parte del sistema capitalista y no asumir sus normas es complicado. La socialdemocracia históricamente tuvo que ir acomodándose a la evolución del capitalismo, si no quería quedarse relegada. Con la irrupción más reciente del modelo neoliberal sus respuestas, sobre todo sociales, se han difuminado de tal forma que se confunden a veces con postulados neoliberales. El mercado no entiende de ideologías, sólo de beneficios. Francia, gobernada por la socialdemocracia, está proponiendo ahora una reforma laboral que nada tiene que envidiar a la que el PP dictó en España hace unos años, y de la que estamos padeciendo sus consecuencias. En el país vecino se habla de abaratar el despido, porque eso permitirá mayor competitividad y favorecerá la creación de empleo (lo ha dicho el primer ministro francés, Manuel Valls, como lo dijo Rajoy).

La socialdemocracia es un término que queda bien y no desentona en la esfera capitalista, pero es una fórmula híbrida, y como todos los híbridos del reino animal sin capacidad para la fertilidad. El socialismo no necesita apéndices lingüísticos para ser democrático, porque no tiene sesgo totalitario ni excluyente. El socialismo es un pensamiento al que le interesa sólo la gente, sus problemas como seres humanos y sus aspiraciones para ser libres y sentirse liberados, con un Estado capaz de garantizar el bienestar de los ciudadanos.

El PSOE ha perdido tantas señas de identidad que lo que no puede perder bajo ningún concepto es su impronta socialista, como tampoco el espíritu por hacer la revolución social y democrática. Estar inmersos en un sistema capitalista no significa acomodarse a él y pretender demostrar a la derecha que lo gestiona mejor que ella, porque eso es imposible. El socialismo tiene que tener la pretensión de transformar el capitalismo en un sistema más justo e igualitario, y en ello el Estado no puede ser un títere sometido al poder económico. El socialismo ha de tener una vocación de transformación social, de emancipación del ser humano como ser libre y crítico, lejos de convertirse en un engranaje más del mercado, jugando sólo el papel de mero productor de beneficio, sea como consumidor o mano de obra. El socialismo debe aspirar a cambiar las reglas que no funcionan en la sociedad, en beneficio del interés general y no el del capital y las élites económicas.

Hay que ser socialista antes que socialdemócrata, y en los tiempos que corren, si cabe, más. Se necesita un discurso alternativo a la marea liberal y posmoderna que nos envuelve. Y se necesita un partido que sea instrumento para acabar con antagonismos y diferencias, como decía su fundador, Pablo Iglesias, capaz de transformar la sociedad y mejorar ese mundo que no nos gusta.

* Articulo publicado en el periódico Ideal de Granada, 14/10/2016

lunes, 3 de octubre de 2016

EL FUTURO QUE VIENE

Hace unos días fui invitado a impartir una conferencia a alumnos de segundo de Bachillerato con motivo de la inauguración del curso escolar. La titulé: “El futuro que viene. Claves para entender estos tiempos convulsos”. Ante mí se congregaron más de un centenar de alumnos con caras rebosantes de juventud y de futuro. Al verlos tan de cerca me dije que cómo se me había ocurrido pensar en un tema así —me habían dado a elegir la temática— y hablarles del futuro que viene, cuando precisamente es lo que les sobra a ellos.
Para empezar les cité lo que había escrito Amin Maalouf, en su obra El desajuste del mundo. Cuando nuestras civilizaciones se agotan, sobre que el siglo XXI debería ser el siglo de la cultura y la educación, ya que el siglo XX habiéndolo pretendido no llegó a serlo. Y que la cultura y la educación son las que nos pueden ayudar a afrontar ese futuro desde el conocimiento y el respeto hacia los demás, cuestionando la propaganda que nos manipula y enfrentándonos al poder.
El temor —proseguí— es que nos ofrezcan un futuro ya hecho o, lo peor, impuesto, en el que nosotros no tengamos la posibilidad de participar. Y que ese era parte del peligro de los tiempos que corren: sucumbir a todos esos poderes que se han erigido en controladores de nuestras vidas y que están empeñados en construirnos el futuro.
No hay nada más triste que nos engañen y que nosotros nos dejemos engañar. Por eso les decía que evitaran dejarse embaucar con el futuro que viene contado por otros, pues conociendo el presente que nos rodea teníamos datos suficientes para saber cómo sería ese futuro. Que los mayores que allí estábamos (profesores, padres) teníamos la experiencia de que nos habían prometido tantos futuros que, cuando los hemos conocido, se nos ha derrumbado todo.
Les hablé también de la convulsión del mundo actual, de cómo hemos entrado con mal pie en el siglo XXI (atentados del 11-S, guerras en Afganistán o Irak, sempiterno conflicto de Oriente Próximo, terrorismo islamista, crisis económica traída por la voracidad del neoliberalismo), de cómo las sociedades actuales se tambalean fácilmente, de este mundo que sostiene las mayores tasas de pobreza de la historia (cuando probablemente como nunca tengamos los medios económicos y tecnológicos para erradicarla), de la destrucción galopante del medio ambiente (cambio climático incluido) y cómo, sin embargo, no éramos capaces de renunciar a nuestro de ritmo de vida y de consumo, que tanto acelera el agotamiento de los recursos planetarios.
Quizás me mostrara un poco catastrófista a tenor del auditorio que me escuchaba, luego lo pensé. Pero fui incapaz de silenciar un pensamiento: si las esperanzas con que acabamos el siglo XX no eran muy sólidas, la entrada en este nuevo siglo había resultado nefasta, hasta el punto que habían caído muchos de los grandes resortes morales que se habían intentado apuntalar en el siglo pasado. No faltó tampoco que les hablara de la brecha de la desigualdad en el mundo actual o de esas realidades sobre mundos a la medida (storytelling) que nos ofrecen con relatos enlatados.
A ellos, con todo el futuro por delante, quizás fuese un atrevimiento cuestionar el futuro de los tiempos que corren, y mostrar un panorama tan cargado de pesadumbre, pero los que tenemos alguna experiencia en la vida sentimos tanta desazón con lo que vemos, que inevitablemente tenemos la sensación de vivir en el engaño permanente que viene de la política, la publicidad, el marketing, los medios de comunicación… Y es que nuestro pesimismo hacia todo lo que vendrá se empañan otros en fortalecerlo día a día.
Al final terminé diciéndoles que el futuro no es algo que se construye solo y que el que les espera a ellos debe ser un futuro en el que tienen que ser protagonistas, que no dejen que nadie les construya el futuro que les pertenece. Al menos, les arrojé un rayo de esperanza.