viernes, 21 de junio de 2013

BRASIL: LA CONCIENCIA MÁS ALLÁ DEL FÚTBOL

Brasil es una potencia emergente. Su economía ha crecido en los últimos diez años hasta convertirla en la séptima potencia mundial. Crecer económicamente, aumentar el PIB o cualquier otro índice macroeconómico, no es siempre (por no decir casi nunca) sinónimo de justa distribución de la riqueza. Y en Brasil las desigualdades siguen estando muy acentuadas, a pesar del empeño (y los logros) que puso Lula da Silva por acabar con la pobreza extrema en este país.

De Brasil nos llegan muchas imágenes que son como clichés: el fútbol, el carnaval de Río, las favelas, su riqueza natural, su música, las chicas, la diversión playera… Pero hasta ahora no nos había llegado una reacción social de protesta colectiva como la que estamos viendo estos días. Ha venido a coincidir con la celebración de la Copa de Confederaciones de fútbol. En Brasil el fútbol es como una religión. La población lo vive con pasión. Y ahora que tienen este acontecimiento mundial cabría pensar que su población estaría pensando sólo en su selección y en los partidos del torneo. Es cierto que el fútbol adormece a los pueblos, pero esta vez el estallido social ha demostrado, en un país con ese fervor por este deporte, que existe una conciencia social indómita.

Organizar un evento deportivo, y a Brasil se le acumulan (Copa de las Confederaciones, Mundial y Olimpiadas), requiere inversiones monstruosas en equipamientos deportivos y también en infraestructuras (carreteras, autovías ferrocarril…). Estas últimas quedarán para el servicio de todo el país, pero las deportivas sólo para el disfrute de los que asistan a acontecimientos deportivos. ¿Se trata quizá de un lujo excesivo en los tiempos que corren? Los que se manifiestan así lo creen.

En Brasil la gente se ha tirado a la calle, claman contra la corrupción y reclaman hospitales y escuelas. La crisis económica está despertando muchas conciencias que durante décadas el espejismo consumista fue adormeciendo, muchas veces con la anuencia de los poderes públicos. En estas protestas, como ya ocurriera en España con el 15-M, se está desvelando también una fuerte aversión hacia la política y los que la representan. El descrédito político es un elemento consustancial a casi todos los movimientos que se han generado en los últimos dos años por el mundo.

Quizá la crisis, aparte de tantas penurias e injusticias como causa, haya traído también una revitalización de la conciencia social y ciudadana. Y que esta indignación que vemos en Brasil, que hace unos días estaba presente en Turquía y hace más tiempo en España, abra una época nueva en la toma de conciencia de una ciudadanía que ahora sea más difícil manipular a través del engaño consumista o la organización de un campeonato de fútbol.

¿Estaremos asistiendo acaso a un cambio de tendencia en la conciencia social de los ciudadanos que marcará una nueva época después del paréntesis posmodernista?

lunes, 17 de junio de 2013

MIRADAS

Mi última visita al Museo del Prado estuvo impulsada por la búsqueda de respuestas. No sabía bien a qué, pero necesitaba respuestas. La mañana estaba soleada. Se agradecía después de ese tiempo tan fresco dispuesto a no abandonarnos. En Madrid me ocurre lo mismo que en Granada: un recorrido por determinadas calles me alienta el espíritu. Es como si me susurraran al oído. Pero esta vez las respuestas a las incertidumbres que nos asaltan, en esta sociedad desvalida que ha visto estallar muchos de sus referentes morales, éticos o sociales por los aires, es difícil encontrarlas en los pasos acumulados, atropellados, asentados en los adoquines o el acerado de las calles.

La política me está provocando cada vez más repulsión. Hace años la concebía como un instrumento para cambiar lo que todos deseamos que cambie a nuestro alrededor: todo eso que resulta cochambroso y obsceno. Si no estás en política difícilmente podrás cambiar las cosas, pensaba entonces. Fuera de ella, si no estás organizado en un grupo que adquiera relevancia y fuerza podrás cambiarte a ti mismo, tus actitudes, tu relación con los demás, pero será imposible que cambies ese monstruo informe, egocéntrico, que se mantiene inalterable, aunque cambie de color, y que sólo busca perpetuarse.

¿Y por qué al Museo del Prado? Porque allí está parte de esa historia de la humanidad que se refleja en los rostros inmortalizados por los pintores. Rostros de mendigos disfrazados de santidades eremitas, reyes y príncipes que exhiben una ufanidad desmedida, rostros colectivos que muestran costumbres relajadas, lienzos plagados de universos humanos queriendo expresar todo lo que es el hombre, y hasta rostros que no ocultan los miedos que dominan la burda naturaleza de los hombres. Allí se perciben miles de miradas de otro tiempo, las que se dibujaron y las que no quedaron inmortalizadas, pero que si nos fijamos también están ahí. El Prado está plagado de miradas que nos escrutan a nosotros y a nuestro tiempo, como si pretendieran un ‘quid pro quo’ a la incesante disección que nosotros hacemos sobre ellas y sus poseedores. Es como si dijeran: “Nosotros estamos aquí, nos miráis, pero también nosotros nos estamos fijando en vuestra mirada, y no nos gusta lo que vemos”. Seguro que lo que ven también refleja la tristeza, la alegría, el desasosiego, la injusticia social, la miseria, el miedo…, lo que no hace tan distinta nuestra existencia a la ellos. Y además nos dicen: “No sois diferentes porque viváis en un mundo que se ha colmado de comodidades y tecnología. Vosotros estáis poseídos como nosotros de ese alma humana que nos hace iguales y atormentados”.

Entre tanta mirada fue la del gigante filisteo decapitado, en el David vencedor de Goliat de Caravaggio, la primera que me atrajo porque todavía miraba con violencia. Después me fijé en la de Judit en el banquete de Holofernes de Rembrandt, y me extrañó esa serenidad apacible, distraída, como si su mirada estuviera puesta en otro lugar al ofrecimiento de la joven que le aproxima la bebida en la caracola de un nautilus. Y luego vinieron todas las miradas que compuso el pincel de Goya, incluso la suya propia (potente y huidiza) en contraste con la vulnerabilidad y fragilidad que se advierte en el rostro del pintor.

Hasta que me topé con la mirada de la Venerable madre Jerónima de la Fuente de Velázquez. Y pensé: “Esa mirada era la que estaba buscando”. Nada tiene que ver, salvo que es una mirada humana, con las que Goya refleja en La familia de Carlos IV (miradas pusilánimes, cobardes, interesadas) o en El aquelarre (sacadas del tormento de la mente humana). Esta monja franciscana, con fama de santidad antes de iniciar su viaje misional sin retorno a Filipinas, se pone bajo la pincelada de Velázquez para que nadie olvide la firmeza y la dureza de su mirada inquisitorial, que penetra punzante en el espectador, acompañada de la intransigencia que se aprecia en su boca apretada, como si pretendiera decirnos que toda la razón está en ella y que está segura de lo que predica. Y, para ello, sostiene la cruz con la mano derecha, agarrándola con codicia. Es la mirada que no se relaja, inquisitorial, acusadora, tan corriente en los tiempos que vivimos.

sábado, 8 de junio de 2013

DESNATURALIZAR LA DEMOCRACIA

No sé cuándo nuestra democracia empezará a parecerse a la democracia que deseamos muchos. La golfería que cada día vamos descubriendo en la política y otras esferas de poder nos refleja la talla moral de quienes acceden a la cosa pública. Control ideológico, enriquecimiento personal, nepotismo descarado, acumulación de poder, prioridad a intereses personales o de clan. Estas son algunas de las principales aspiraciones que uno entiende buscan en su acceso al poder muchos de los que se mueven en la política, y con un único objetivo: servirse de la democracia. Cuando desembarcan los partidos en los gobiernos acaparan puestos, no sólo en la Administración (algo concebible) sino en empresas públicas y otros emporios a su alcance. En casi todos los casos se utilizan para colocar, a veces de manera obscena, a los amigos (por ejemplo, Miguel Blesa en Caja Madrid, aunque sea un caso entre un millón). Qué lejos queda esto de ese discurso que habla de entrega, servicio público, honestidad o compromiso con la ciudadanía.

Se alcanza el poder por la vía democrática, pero luego se actúa desde el poder con poco espíritu democrático. Se pone todo el empeño por extender redes de control sobre todos los resortes del Estado, hasta el punto a veces de desnaturalizar la democracia. Este afán de control del poder ejecutivo sobre cualquier resorte del Estado también alcanza al poder judicial. Hemos vivido guerras entre partidos por el nombramiento de magistrados para las altas instancias del poder judicial. Se ha llegado a bloquear el funcionamiento de un alto tribunal por la voracidad política en las renovaciones de órganos y magistrados. Como hace dos o tres años en que el desacuerdo entre PP y PSOE no permitió la renovación del Tribunal Constitucional.

La designación de miembros de altos tribunales por el gobierno de turno, o del poder legislativo (dominado por el primero en caso de mayoría absoluta), es una perversión del Estado de derecho, por muchos visos de legalidad constitucional que exista en este procedimiento. A lo largo de la democracia el Tribunal Supremo, el Tribunal Constitucional o el Consejo General del Poder Judicial han virado ideológicamente según el talante ideológico del gobierno de turno. Si gobernaban los socialistas se buscaban magistrados progresistas, si lo hacían los populares cambiaban el perfil de los magistrados a conservadores.

Suponemos que cada juez tiene su propia ideología (como ciudadano que es), pero lo que no me cuadra (cándido de mí) es que en su actividad profesional (como servidor público) le guíe esta ideología en detrimento de la ley. Es como una ofensa hacia los ciudadanos y, por extensión, hacia la democracia. Esto es lo que habría que entender, habida cuenta del ferviente interés por parte del Gobierno para nombrar determinadas personas (seleccionadas, primero, por afinidad ideológica y después, suponemos, que por competencia profesional) como magistrados del Tribunal Constitucional. Dada la enconada disputa que se produce en estos casos, definiendo antes el criterio ideológico que cualquier otro (veamos, si no, como los medios de comunicación que para referirse a ellos mencionan siempre eso de progresistas y conservadores), entendemos que en su elección prima una intención aviesa para que en futuras decisiones favorezcan (legitimen) las iniciativas legislativas, en los grandes temas de su política, del partido en el poder.

El poder reside en el pueblo (al menos es lo que dice la Constitución) y sus representantes lo ejercen por delegación suya. ¿Entonces, por qué no podrían ser elegidos los miembros de los máximos órganos de la Justicia (tercer poder del Estado) por los ciudadanos? La Justicia debería ser un poder realmente independiente de los otros poderes del Estado, y que sus miembros no fueran elegidos por los partidos políticos ni por gobierno alguno. Es una aberración democrática que, no por estar extendida en países democráticos, deja de ser una incongruencia.

Eso del control político de un gobierno sobre el Tribunal Constitucional le hace a uno pensar que la democracia nos está siendo secuestrada.

lunes, 3 de junio de 2013

GRANADA, ¡AY MI GRANADA!*

Hace tres lustros el recordado profesor Nicolás María López Calera nos regaló un precioso ensayo, El ser granadino, pródigo en reflexiones sobre nosotros mismos. Al hablar de la praxis granadina y de su hacer negativo venía a decir: “La historia del granadino siempre es lenta. Es la parsimonia granadina. El granadino no suele tener prisa”, aunque sepa que puede hacer ‘buenas obras’. Tal vez fuera así, como él lo escribió, tal vez sea así ahora, esa ausencia de ‘prisa’ es el freno que no define el futuro de Granada. Es como si la preocupación del granadino por Granada sólo fuera un vago concepto existencial e inmaterial. En Ganivet esa preocupación por Granada se agregó a su preocupación por España, y así pasó de las bellezas magulladas, en su Granada la bella, a manifestar en El porvenir de España, junto a Unamuno, la honda preocupación por el país. En el granadino actual ni una ni otra parece encontrar ligazón.

Pensar en Granada es pensar en la ciudad de la quietud, quizá como reflejo de una idiosincrasia construida durante siglos por su élite política y social, que se ha extendido a gran parte del tejido social. A veces uno tiene la sensación de que la preocupación por Granada es una cuestión que ocupa un segundo plano en el imaginario colectivo del granadino, más identificado con otras formas de ser (manipuladas muchas desde la política), hasta convertirlo en un ser impersonal, poco trascendente y alejado de la realidad presente y futura de su ciudad. Demasiado tradicionalismo populista, sentido hedonista de la vida, superficialidad en las metas, que han concluido en un sentimiento intranscendente como pueblo. Divergimos en las expectativas que pueden conciliarnos ante el futuro, pero permitimos que este nos lo secuestren, más por indolencia propia que por méritos ajenos. Acerquémonos a algunos problemas de ahora.

El urbanismo delata el alma de una ciudad y desvela parte de la mentalidad de sus habitantes. En varias ocasiones he visitado Vitoria, pocas veces ha dejado de impresionarme. Es una ciudad que ha sufrido una notable transformación en las dos últimas décadas para dar respuesta al bienestar y las necesidades de sus habitantes. Se ha adaptado a la exigencia de los tiempos: accesibilidad, movilidad, medios de transporte, respeto al medio ambiente. Vitoria es una ciudad que tiene unas dimensiones parecidas a las de Granada, aunque probablemente no tenga la riqueza monumental y artística de esta. Sin embargo, su urbanismo no es tan rácano como aquí, ni comparte esa endémica escasez de espacios verdes que aquí padecemos, ni sus avenidas son tan mediocres, ni se hace tan mal uso del suelo público. Una ciudad delata no sólo la mentalidad de sus habitantes, también la de sus dirigentes políticos y su burguesía emprendedora.

Granada es una ciudad con una mentalidad introspectiva, capaz de mirar sólo hacia dentro. Alardeamos de ciudad (motivos no nos faltan), pero no pensamos que la ciudad crece también hacia fuera, que hay elementos de la modernidad que no hemos sopesado y, cuando lo hacemos, enmarañamos sus soluciones, enturbiando la mirada que nos guía hacia el futuro. El metro en Vitoria es de superficie, y aquí nos hemos pasado más de media vida de su historia hablando si lo poníamos por arriba o por abajo, del as o del envés, en superficie o soterrado. Vitoria es una ciudad reconocida como ejemplo de sostenibilidad y respeto al medio ambiente, y aquí nos cuesta la misma vida dejar amplios espacios para anchas avenidas o para parques cuando diseñamos un plan de ordenación urbana.

Cuando se decidió construir el AVE hasta Granada se debatió más que en ningún otro sitio (se debate más que en ningún otro sitio, quizá por eso de ‘hacer pero sin prisa’): si su trazado era por aquí o por allí, cuál debía ser su ancho de vía, la ubicación de la estación… Sólo nos faltó anticipar el color de los coches o la calidad de la tapa de los retretes. Y entre tanta discusión se nos olvidó poner una mísera traviesa. Y cambiaron los gobiernos, y cambiaron los parlamentarios, y surgieron más debates, y todo se hizo más denso, más caótico, más insoportable. Así nos hemos pasado casi una década. Málaga tiene el AVE, nosotros no. Y ahora ha surgido el impresentable debate en torno a la ubicación de la estación, a cómo acceder a la misma, y todo ha vuelto a liarse, hasta el punto que los granadinos quizá preferirían que no se construyera AVE alguno antes de escuchar las insulsas y estériles refriegas políticas. Pero como parece que siempre llueve sobre mojado, también soportamos el indigno retraso en las infraestructuras de la provincia desde hace casi veinte años. Probablemente en este tema estemos ante la ofensa más grande que se haya infligido a tierras granadinas desde hace décadas por parte de los gobiernos que se han sucedido en los años que llevamos de democracia. Aquí estalla un petardo y se paralizan las obras de una carretera, de un metro, de una línea de ferrocarril, y hasta las de un centro cultural para García Lorca. Pues, a lo que se ve, antes tenemos que discutir acerca de la naturaleza del ruido escuchado, o si el estruendo acaso rompió la barrera del sonido o no.

Quizá haya llegado el momento de pensar en Granada como problema (retraso en infraestructuras, ausencia de ideas que miran al futuro, lentitud en la modernización, mediocridad política, escasa reflexión intelectual, poco pensamiento crítico). Y también hacer lo que Ganivet y otros novecentistas hicieron con España: reflexionar sobre una realidad histórica que languidece. Me asusta pensar que nos rodea lo que Luis García Montero definió como ‘oligarquía de la quietud’, y me abruma, ante tanta calamidad, el escaso fuste de nuestros políticos, acaso demasiado condescendientes con sus acólitos en el gobierno, incapaces de levantar la voz, no sea que pierdan posiciones y prebendas. Pues bien, de esa clase no quiero ser político.

*Artículo publicado en el periódico Ideal de Granada, 2/05/2013.