domingo, 23 de junio de 2024

LA EDUCACIÓN, BÁLSAMO DE FIERABRÁS*

 


A veces se tiene la sensación de que la educación ha perdido el valor supremo que la convirtió durante mucho tiempo en el mejor tesoro para transformar la sociedad y cambiar la vida de las personas. Nunca como hasta ahora la influencia social de los valores emanados de la escuela ha estado tan mermada.

A las nuevas generaciones les estamos dejando una sociedad devastada por la estulticia y sumida en la superficialidad y la insatisfacción, cuando no dominada por el hábito de la discordia y la bajeza moral. Los valores cívicos y éticos, capaces de poner en marcha proyectos que llamen a un futuro esperanzador, viven tiempos de agotamiento. ¿Quién educa a nuestros niños y jóvenes en las sociedades posmodernas?

A los jóvenes les prometemos futuros que la mayor parte de las veces son futuribles: la llegada de una nueva era o ese mañana donde alcanzaremos la felicidad. José Antonio Marina, en El deseo interminable. Las claves emocionales de la historia, nos dice que “la búsqueda humana de la felicidad se convierte en un deseo interminable: porque ninguna satisfacción agota el deseo y porque la esperanza de la Felicidad es muy resiliente”. Este autor cree que es una palabra que se ha puesto de moda, “un concepto tan equívoco que podemos considerarlo un fake concept, o un significante vacío a la espera de significado”.

Y qué decir del hiperindividualismo que fomentan las sociedades ultramodernas al que se refiere Gilles Lipovetsky en Los tiempos hipermodernos. Eso de tener y acaparar muchos bienes y objetos como camino hacia la felicidad. La felicidad ‘enlatada’, como si se pudiera comprar y vender, y no respondiera a un íntimo estado emocional. La búsqueda de la ‘prosperidad’ genera insatisfacción y frustración, nunca se alcanza el grado de complacencia capaz de sentir la felicidad. Decía Zygmunt Bauman, en Los retos de la educación en la modernidad líquida, que en nuestro mundo todas las ideas de felicidad acaban en una tienda, envasada, igual que una lata de tomate, de atún o de fabada.

Vender felicidad y acomodar la vida al ‘patrón de ser feliz’, a veces a toda costa, es parte del proyecto inoculado de la nueva normalidad. Una de las muchas industrias diseñadas al efecto por esa visión neoliberal de las sociedades modernas consistente en vender cualquier cosa, lo que sea, incluso ‘humo’ para ser felices.

No es de extrañar que para los jóvenes el mundo esté lleno de sueños frustrados, y no los eduquemos para comprender que todo lo que anhelan es probable que ya lo tengan y tan solo les quede reconocerlo, valorarlo y cuidarlo. Que no llegará ninguna nueva era, porque todo lo que ahora les vale e ilusiona es ya la nueva era. Quisiéramos, no obstante, que aquellos sueños que la vida aún no ha corrompido propusieran, como escribía Luis Cernuda, un “futuro que espera como página blanca”.

Cuando pienso en educación, recuerdo siempre dos aforismos de las Luciérnagas de Carmen Canet: “La vida es un recorrido en que florecen los sentimientos y debemos de procurar no pisarlos” y “A veces la vida se descose, y hay que darle unas puntadas con hilos de colores fuertes y vainicas dobles”. Si la esperanza en la educación vive un tiempo de crisis, el retorno a ella se hace imprescindible, por que la educación representa la esperanza, ¿pero a costa de qué?

En este inicio del siglo XXI la sociedad se caracteriza por ser cortoplacista, trivial, fatua y estar sumida en el entretenimiento, muchas veces burdo, como horizonte vital. Lejos queda el respeto, la tolerancia y la solidaridad. No es que hayan desaparecido estos valores, solo que han perdido notoriedad frente a los atributos anteriores. En una sociedad así, la escuela tiene muy difícil su labor educativa. Sí, pensamos que la educación es la esperanza, pero en un mundo en continuo naufragio no sabría decir si tiene la dosis de credibilidad suficiente para frenar el hundimiento.

Quizás el mundo no se hunda, tan solo se transforme, y los que venimos de otro tiempo nos cueste creer en esta transformación. Hemos vivido demasiadas veces con la ilusión de que la educación fuera realmente la esperanza, tantas como se ha hecho añicos. No obstante, no creer en la educación no es la solución, en quien acaso no habría que creer es en los entes sociales y humanos que destruyen continuamente la obra de la educación. En los ochenta y noventa del pasado siglo la educación se concebía como la fortaleza donde sentar las bases para cumplir una misión liberadora y emancipadora de la sociedad. Creíamos en la persona, en el mundo que íbamos a construir: la aldea global regida por valores que nos harían más libres. Pasadas varias décadas, entristece ver que ni el ser humano, ni el mundo en que vivimos, son más libres y solidarios.

El descreimiento anula los sueños del futuro. El reto de la educación ahora es luchar contra molinos gigantescos, asentados en una nueva dimensión de la vida: la que persuade fácilmente a los jóvenes con el ‘parque de atracciones’ del universo sin límites de las redes sociales o la venidera inteligencia artificial, un mundo con el que la escuela tiene serias dificultades para competir. ¿Es este nuevo universo quien educa hoy a nuestros niños y jóvenes?

La educación, lamento decirlo, ha dejado de ser la plataforma liberadora y emancipadora, en este instante se ha convertido en bálsamo de Fierabrás: útil para todo pero de escaso remedio para nada.

*Artículo publicado en Ideal, 22/06/2024

**Colección postales El Quijote, nº 6, bálsamo de Fierabrás. Años 30

domingo, 9 de junio de 2024

PULIR EL PASADO*

 


Hemos entrado en un puritanismo sin cuartel cuando del pasado se trata. No hace mucho alguien le dio una vuelta de tuerca a la película Mary Poppis. ¡Pobrecita!, tan cándida la institutriz, de modales depurados, tan femenina y pura. El Reino Unido había elevado la clasificación por edades de la película por su “lenguaje discriminatorio”. Los que la vimos en nuestro tiempo solo nos fijábamos en el espléndido colorido y en esa brujita-maga que todo lo hacía con tanta gracia. El gran pecado: la Junta Británica de Clasificación de Películas subrayaba que el filme (1964), utilizaba dos veces la palabra hottentot para referirse despectivamente a personas negras. Es verdad, no se puede ir por el mundo diciendo esas cosas, pero entonces se decía.

Los de nuestra edad estamos entre la generación X y la Y, sensible y de cristal, con la mentalidad arropada entre derechos humanos y ‘medioambientalismo’, obligados a pedir perdón por los errores y desafueros cometidos por nuestros antepasados en América, Oceanía o África. Cuestionamos el saqueo, como imperialistas y colonizadores, de riquezas y patrimonio de culturas clásica, mesopotámica o egipcia y, siendo coherentes, deberíamos devolver los tesoros arqueológicos y artísticos expoliados, y acaso, con intereses, las riquezas obtenidas con las materias primas usurpadas. Aunque si hubiera que reclamar, me pediría la devolución del patio central del palacio de los Vélez reconstruido pieza a pieza en el ‘Metropolitan’ de Nueva York, cuya visión me produjo admiración al tiempo que un agrio impacto, recordando la imagen fría y desnuda del patio palaciego en la localidad almeriense.

Es posible que el pasado demande un resarcimiento por tantos desmanes, pero la Historia, no. Analizar el pasado bajo nuestra visión del mundo es un dislate. Tendríamos que borrar gran parte de la historia de la humanidad. Hemos caído en el fundamentalismo revisionista de la Historia, pretendiendo reescribirla y ponerla a nuestro gusto, tergiversando los hechos acaecidos en su contexto.

Habría que cuestionar, asimismo, multitud de películas que nos deleitaron en tardes de cine. Tardes compartidas con la pandilla o las primeras novietas, y parejas acurrucadas en las últimas filas metiéndose mano o haciéndose una paja. Películas que bien pudieron forjar nuestro carácter, no solo modelando una suerte de alienación, que también, sino estimulando nuestra capacidad crítica para desmotar argumentos y mensajes perniciosos de tipos machistas, chicas serviles o justificación de un modelo social y político que nos adoctrinaba con ‘sociedades perfectas’.

Esto de pulir el pasado, y que quede limpio como una patena, arregladito para no herir nuestra sensibilidad, pudiera impulsarnos a no escuchar más a Sabina, porque eso de cantar sobre su amante, en Diecinueve días y quinientas noches, “en lo que duran dos peces de hielo en un wiskhy on the rocks”, diciendo que “siempre tuvo la frente muy alta, la lengua muy larga y la falda muy corta”; o aquello del “putón de mi prima Carlota y su perro salchicha” en La canción más hermosa del mundo, sería suficiente para destruir sus discos en una plaza pública, como anatemizan libros en EE UU esas hordas ultras, salvaguarda de la moral y la literatura pulcra y biensonante, o se incineraron en el pasado libros peligrosos en la plaza Bibarrambla o en la Openrplatz de Berlín de la Alemania nazi.

No sé cómo acabará esta revisión de nuestro pasado. Lo mismo se inventa un arco de detección, no de metales, sino de malas conductas, por el que nos hagan pasar a diario para depurar pecados de antepasados, controlando nuestro nivel de pureza individual. Tendrían que darnos una puntuación negativa nada más nacer, que rebajaríamos poco a poco hasta llegar al ‘gran cero’, la gran meta de nuestra pureza puritana.

Nos falta pasar por el psiquiatra para poner en orden nuestros pensamientos perturbados por haber visto películas de antaño, como El tercer hombre, El apartamento. El verdugo o Días de vino y rosas, donde hay ramalazos de machismo, lenguaje malsonante, borrachos, infidelidades, crimines horrendos, guerras, y cosas así.

Prefiero que eduquemos a los niños y jóvenes en una actitud crítica para analizar y comprender, fortalecer sus mentes, sin que se sientan trastornados emocional y psicológicamente, no sea que queden tarados para siempre. Y, entretanto, no reparamos en que nuestro presente ya los aliena con multitud de mensajes ‘reconstituyentes’ para su transformación en simples consumidores obedientes, tenga o no valor lo comprado, inductores de ‘felicidad enlatada’, sumiendo su sociabilidad a consignas y temerosos de hacer valer su personalidad frente a tanta mediocridad como les rodea. No pensemos que los estamos educando en un crisol de valores eternos, más bien en un crisol de escaparate y fantasía de un mundo diseñado por un constructo mentiroso que modela mentes para ganarlos a la causa: consumismo deshumanizado.

El pasado está ahí: en la Historia, para que veamos las barbaridades pasadas y no caigamos en la tentación de repetirlas. También nosotros seremos juzgados por el futuro que vendrá, cuestionando todo lo que permitimos ahora: racismo, guerras, conductas perversas, corrupción, política espuria… Nuestro puritanismo con el pasado no combate las ruines prácticas que ensombrecen nuestro presente, con abominar de las pasadas no es suficiente, seguimos cometiendo los mismos desmanes perpetrados en el pasado.

Nosotros, los depuradores de valores transaccionados a un pasado que queremos pulir, estaremos al albur de la crítica despiadada de los que vendrán, quizás de un puritanismo superior al nuestro. Aunque acaso eso no ocurra y puedan pasar de las ñoñerías que ahora ocupan nuestros debates.

*Artículo publicado en Ideal, 08/06/2024.

** Cristina Bernazzani, Te veo