No sé si ustedes han tenido la oportunidad de ejercer la docencia o estar a cargo de un grupo de niños. En tal caso, habrán observado que cuando ocurre alguna travesura o se ha perdido algo, a una pregunta nuestra, la respuesta es mayoritaria: ¡yo no he sido! Pues bien, esto que es un comportamiento propio de la edad infantil, observamos que se prodiga también en la edad adulta. Mas en descargo de los infantes cabe decir que el sistema de valores, la capacidad de juicio, la moralidad y la responsabilidad ante los hechos está en proceso de formación.
Esta forma infantil de eludir la responsabilidad empieza a preocupar cuando perdura en la etapa adulta. Entonces, si no se asumen desde lo personal las consecuencias que se derivan de una equivocada actuación, incluso en las situaciones más cotidianas, ya sí es verdad que hay que encender todas las alarmas. Como si fuera un designio de los tiempos que vivimos, quizá hayamos relajado en demasía la capacidad para asumir nuestra culpa. En tal tesitura, cuánta parte de este modo de actuar le corresponde a la naturaleza humana y cuánta a la condición humana. Entrando en ejemplos vivos, hasta dónde somos capaces de transigir a la mentira tanto pública como privada, o a alabar o amonestar al pillo y al que escatima su obligación fiscal, o hasta dónde temporizar con el sinvergüenza… En hechos como estos, y obviamente en otros que aquí no reflejamos, es donde se mide la auténtica catadura moral de una sociedad.
No viene mal recordar lo que dice el imperativo moral categórico de Kant respecto a nuestro comportamiento social. En la vida social tendemos a la moral autónoma como superación de la fase heterónoma. Pues bien, en aras de dicha autonomía la moral debe ser independiente incluso si aspiramos a los intereses más nobles, pues si cumplo con mi deber no es para evitar un perjuicio o un castigo, o para alcanzar un beneficio, ni siquiera para ser más feliz, si cumplo con mi obligación es porque he de cumplir con mi deber.
La relajación en la asunción de responsabilidades sociales también cabe trasladarla al ámbito de lo profesional. Aún cuando las hay, tenemos la impresión de que cada vez son menos las personas que asumen la responsabilidad que se deriva de una mala actuación profesional. Olvidémonos del castigo o la imposición, lamentablemente pocos son los gestos hoy percibimos que nos delatan que alguien reconoce haberse equivocado. Y con esto no buscamos quijotes que vivan con el sentimiento de culpa. Ni que el señor K en ‘El proceso’ de Kafka muera sin saber de qué se le acusa.
El caso Mari Luz nos conmocionó a todos hace ya tiempo. Y la cadena de errores judiciales que dejaron en libertad al presunto homicida, también. Y sin embargo nadie ha sido capaz de entonar el ‘mea culpa’. Ahora sorprende a la opinión pública de este país que ante las sanciones habidas, jueces y secretarios judiciales hayan levantado voces y acciones de protesta descargando toda la responsabilidad en una supuesta falta de medios y recursos en los juzgados. Me parece un argumento pobrísimo entre quienes se manejan con soltura en el ámbito ‘argumentario’. ¿Dónde queda la voluntad de hacer bien nuestro trabajo, dónde cabe la organización y la priorización de los asuntos?
Lamento mucho que en nuestro país estemos cayendo en esta cómoda postura de descargar la culpa sobre el prójimo o sobre las instituciones, y que eludamos la cuota de corresponsabilidad que nos incumbe en nuestra parcela profesional. Quizá ello tenga bastante que ver con la educación social recibida y con la escala de valores que sostiene nuestra convivencia. Sin duda, será muy necesario seguir insistiendo en la escuela sobre los valores personales y compartidos, pero no en mayor medida de cómo también hay que cultivarlos en la sociedad donde nos desenvolvemos.
Los médicos echan la culpa de una negligencia a los pacientes, al protocolo, a la Administración sanitaria... Los profesores sobre los malos resultados escolares cargan su crítica hacia los padres, los niños, a la falta de recursos, a la Administración educativa, a la televisión… Los padres buscan culpables en los profesores, en el director del colegio, en los amigos de sus hijos, en la Administración educativa… El empresario ante un mal balance de su empresa echa la culpa a la pereza de sus empleados, a la Administración que no le responde como él quiere, al precio del combustible, a la burocracia administrativa… Los políticos como no pueden echarle la culpa a los ciudadanos, so pena de perder algunos votos, fijan su mirada en el adversario político que es el culpable de todos los males. Los sindicatos proyectan toda la responsabilidad de los accidentes laborales hacia los empresarios y la Administración, y menos al descuido de los trabajadores. Los peatones echan la culpa a los conductores aunque crucen fuera de un paso de cebra, y los conductores se la echan al peatón. Los jueces dicen que faltan medios y recursos en los juzgados y culpan a la Administración de los errores que se derivan de su ejercicio judicial. Y los secretarios judiciales también se pronuncian en términos similares.
¿Es que en este puñetero país nadie es capaz de asumir responsabilidad alguna por el mal funcionamiento de nuestra parcela profesional? En algo nos tenemos que equivocar también nosotros cuando algo que está bajo nuestra supervisión no obtiene el resultado apetecido. El “¡yo no he sido!” tiene que empezar a prodigarse menos.
Aún sin descartar la necesidad de mejorar medios, recursos, inversiones, modernización administrativa…en fin, todo lo que queramos decir, no es menos cierto que con más o menos recursos el compromiso profesional no es eludible bajo ningún concepto. Podemos hacer muchas veces más de lo que hacemos. Y cuando no cumplimos con nuestro deber, cuando no hemos agotado toda nuestra capacidad profesional en la tarea encomendada, y cuando de ello se derivan consecuencias negativas, no entonar el ‘mea culpa’ es una irresponsabilidad y una desconsideración con los que nos rodean, al tiempo que una inmoralidad insoportable. Bien que me gustaría saber cuándo va a funcionar en tierra el código deontológico del capitán del barco que naufraga.
Sin ánimo de arrancar del campo de la Filosofía toda suerte de argumentos sobre la ética y la moral humanas, tan sólo quiero recurrir a una de las hiladas sentencias de Les Luthiers: “Errar es humano... pero echarle la culpa a otro es más humano todavía”. Quizá este articulista esté equivocado y no conozca bien la naturaleza humana. Perdón, entonces.
Esta forma infantil de eludir la responsabilidad empieza a preocupar cuando perdura en la etapa adulta. Entonces, si no se asumen desde lo personal las consecuencias que se derivan de una equivocada actuación, incluso en las situaciones más cotidianas, ya sí es verdad que hay que encender todas las alarmas. Como si fuera un designio de los tiempos que vivimos, quizá hayamos relajado en demasía la capacidad para asumir nuestra culpa. En tal tesitura, cuánta parte de este modo de actuar le corresponde a la naturaleza humana y cuánta a la condición humana. Entrando en ejemplos vivos, hasta dónde somos capaces de transigir a la mentira tanto pública como privada, o a alabar o amonestar al pillo y al que escatima su obligación fiscal, o hasta dónde temporizar con el sinvergüenza… En hechos como estos, y obviamente en otros que aquí no reflejamos, es donde se mide la auténtica catadura moral de una sociedad.
No viene mal recordar lo que dice el imperativo moral categórico de Kant respecto a nuestro comportamiento social. En la vida social tendemos a la moral autónoma como superación de la fase heterónoma. Pues bien, en aras de dicha autonomía la moral debe ser independiente incluso si aspiramos a los intereses más nobles, pues si cumplo con mi deber no es para evitar un perjuicio o un castigo, o para alcanzar un beneficio, ni siquiera para ser más feliz, si cumplo con mi obligación es porque he de cumplir con mi deber.
La relajación en la asunción de responsabilidades sociales también cabe trasladarla al ámbito de lo profesional. Aún cuando las hay, tenemos la impresión de que cada vez son menos las personas que asumen la responsabilidad que se deriva de una mala actuación profesional. Olvidémonos del castigo o la imposición, lamentablemente pocos son los gestos hoy percibimos que nos delatan que alguien reconoce haberse equivocado. Y con esto no buscamos quijotes que vivan con el sentimiento de culpa. Ni que el señor K en ‘El proceso’ de Kafka muera sin saber de qué se le acusa.
El caso Mari Luz nos conmocionó a todos hace ya tiempo. Y la cadena de errores judiciales que dejaron en libertad al presunto homicida, también. Y sin embargo nadie ha sido capaz de entonar el ‘mea culpa’. Ahora sorprende a la opinión pública de este país que ante las sanciones habidas, jueces y secretarios judiciales hayan levantado voces y acciones de protesta descargando toda la responsabilidad en una supuesta falta de medios y recursos en los juzgados. Me parece un argumento pobrísimo entre quienes se manejan con soltura en el ámbito ‘argumentario’. ¿Dónde queda la voluntad de hacer bien nuestro trabajo, dónde cabe la organización y la priorización de los asuntos?
Lamento mucho que en nuestro país estemos cayendo en esta cómoda postura de descargar la culpa sobre el prójimo o sobre las instituciones, y que eludamos la cuota de corresponsabilidad que nos incumbe en nuestra parcela profesional. Quizá ello tenga bastante que ver con la educación social recibida y con la escala de valores que sostiene nuestra convivencia. Sin duda, será muy necesario seguir insistiendo en la escuela sobre los valores personales y compartidos, pero no en mayor medida de cómo también hay que cultivarlos en la sociedad donde nos desenvolvemos.
Los médicos echan la culpa de una negligencia a los pacientes, al protocolo, a la Administración sanitaria... Los profesores sobre los malos resultados escolares cargan su crítica hacia los padres, los niños, a la falta de recursos, a la Administración educativa, a la televisión… Los padres buscan culpables en los profesores, en el director del colegio, en los amigos de sus hijos, en la Administración educativa… El empresario ante un mal balance de su empresa echa la culpa a la pereza de sus empleados, a la Administración que no le responde como él quiere, al precio del combustible, a la burocracia administrativa… Los políticos como no pueden echarle la culpa a los ciudadanos, so pena de perder algunos votos, fijan su mirada en el adversario político que es el culpable de todos los males. Los sindicatos proyectan toda la responsabilidad de los accidentes laborales hacia los empresarios y la Administración, y menos al descuido de los trabajadores. Los peatones echan la culpa a los conductores aunque crucen fuera de un paso de cebra, y los conductores se la echan al peatón. Los jueces dicen que faltan medios y recursos en los juzgados y culpan a la Administración de los errores que se derivan de su ejercicio judicial. Y los secretarios judiciales también se pronuncian en términos similares.
¿Es que en este puñetero país nadie es capaz de asumir responsabilidad alguna por el mal funcionamiento de nuestra parcela profesional? En algo nos tenemos que equivocar también nosotros cuando algo que está bajo nuestra supervisión no obtiene el resultado apetecido. El “¡yo no he sido!” tiene que empezar a prodigarse menos.
Aún sin descartar la necesidad de mejorar medios, recursos, inversiones, modernización administrativa…en fin, todo lo que queramos decir, no es menos cierto que con más o menos recursos el compromiso profesional no es eludible bajo ningún concepto. Podemos hacer muchas veces más de lo que hacemos. Y cuando no cumplimos con nuestro deber, cuando no hemos agotado toda nuestra capacidad profesional en la tarea encomendada, y cuando de ello se derivan consecuencias negativas, no entonar el ‘mea culpa’ es una irresponsabilidad y una desconsideración con los que nos rodean, al tiempo que una inmoralidad insoportable. Bien que me gustaría saber cuándo va a funcionar en tierra el código deontológico del capitán del barco que naufraga.
Sin ánimo de arrancar del campo de la Filosofía toda suerte de argumentos sobre la ética y la moral humanas, tan sólo quiero recurrir a una de las hiladas sentencias de Les Luthiers: “Errar es humano... pero echarle la culpa a otro es más humano todavía”. Quizá este articulista esté equivocado y no conozca bien la naturaleza humana. Perdón, entonces.
(Artículo publicado en el diario IDEAL de Granada el 24 de octubre de 2008)
No hay comentarios:
Publicar un comentario