lunes, 4 de enero de 2021

LA CULTURA EN SU TRAVESÍA POR LA MODERNIDAD LÍQUIDA*



Han sido tantas las fisuras abiertas en la sociedad en estos últimos tiempos que antes de claudicar hemos de aferrarnos a los principios y valores capaces de sostener una sociedad más justa y solidaria. En estos días en que la educación está siendo maltratada por la clase política, convertida en un denigrante pimpampum de intereses, no podemos olvidarnos de la cultura, el otro asidero que fortalece la salud mental de una sociedad.

Leyendo ‘El naufragio de las civilizaciones’, de Amin Maalouf, descubrí estos versos estremecedores de la poeta estadounidense Tracy K. Smith: “Lívida la tierra, y arrasada, como un sueño furioso. Lo peor de nosotros había vencido y aplastado todo lo demás”. Si vivimos en un mundo en descomposición, huérfano de tantos valores mancillados, ¿a qué deberíamos asirnos para salvarlo?

Las hecatombes en la historia de la humanidad, como la actual pandemia, nos recuerdan que en nosotros persiste esa naturaleza primaria vulnerable, que ni siquiera tantos adelantos científicos acumulados son capaces de preservarla. La peste fue la epidemia que diezmó a la humanidad en distintas épocas, como otras amenazas que se sumaron, para convencernos de que nuestra prepotencia como seres de este planeta es solo una osadía. La interpretación de tantas realidades adversas solo se puede explicar desde otra parte de nuestra naturaleza: la del intelecto que se aferra a la esperanza por comprender. Ellas sirvieron de excusa para la creación: ‘La peste’ de Camus o el ‘El Decamerón’ de Boccaccio, y antes Tucídides, cuando la peste de Atenas en tiempos de Pericles, en la ‘Guerra del Peloponeso’. La cultura es el modo más humano de dar respuesta a fenómenos incomprensibles.

Pero ese bálsamo y esperanza del espíritu que representa la cultura es posible que se encuentre ahora inmerso en una de sus travesías más difíciles: la de la modernidad líquida de la que habla Zygmunt  Bauman, esa que nos conduce a un estado de angustia existencial plagado de incertidumbres y condena de vidas atrapadas en el espectro de la transitoriedad y del cambio constante. Arrebato de confusión, agravado por la pandemia, que acaso encuentre solo una explicación bajo la luz de la cultura.

Con la pandemia llegaron restricciones de movilidad y se incrementaron las dificultades para prodigar manifestaciones culturales. Se limitó el acceso a la cultura, parecía no ser un bien necesario. Cines y teatros cerrados, aforos limitados, librerías a medio abrir, lecturas poéticas sin oídos para escucharlas, presentaciones de libros con ausencia de público, interpretaciones musicales sin auditorio, arte sin galerías, museos virtuales sin exhalar los efluvios de la pintura. En su lugar se fortaleció la imposición de los cánones de una sociedad líquida potenciadores del entretenimiento y la vulgaridad. Hace décadas que el neoliberalismo impone esa ‘cultureta’ alejada del cultivo del alma y la razón. Resulta fácil insertar en la órbita digital o televisiva contenidos de burdo entretenimiento con escenas que alientan la violencia, la estimulación de las bajas pasiones o el infantilismo del público. Mensajes fáciles de procesar sin esfuerzo, que activan la pasividad y uniformizan tendencias.

A la modernidad líquida le interesa poco la promoción de la cultura, salvo que sea rentable económicamente. Prefiere fomentar la inconsistencia del pensamiento, educar en la pusilanimidad de lo superfluo,  captar consumidores de productos ‘seudoculturales’, mientras que la cultura promueve el pensamiento libre, nos hace discernir sobre lo que somos y los peligros que nos acechan. Así, el daño sufrido por la cultura durante la pandemia solo pudo paliarse desde la tenacidad de los creadores, quienes se rebelaron y se abrieron paso aportando soluciones imaginativas en el universo digital de la telecomunicación: conferencias, presentaciones de libros, visitas virtuales a museos o bibliotecas, mesas redondas, debates, conciertos musicales…

Durante estos meses han sido muchos los esfuerzos realizados desde la modestia para que la cultura no muriera. Incluso instituciones con gran poder de medios y recursos han ido a la zaga de asociaciones culturales o de pequeñas bibliotecas de pueblos, que inventaban fórmulas imaginativas para seguir promoviendo la lectura entre sus vecinos. El Ateneo de Granada es un ejemplo de ello. Su actividad en el universo digital ha desplegado una encomiable labor telemática para mantener viva la cultura y el debate. Es la ‘virtualización’ de la cultura con la tecnología como aliada que ha venido para quedarse.

La cultura tiene el valor de hacernos comprender la realidad. No comprender la realidad es correr el riesgo de que otros vengan a interpretarla por nosotros. En las sociedades de la modernidad líquida la realidad es tergiversada, manipulada, ofrecida bajo el prisma que interesa al manipulador. En este tiempo de incertidumbre, cuando la política nos pide responsabilidad y madurez para combatir la pandemia, nuestro armazón intelectual vacila entre la sorpresa y el escepticismo. Hasta ahora la política no pedía nada de esto, nos decía que nos ocupáramos de disfrutar, que ya se encargaba ella de solucionar nuestros problemas. Ahora que se necesita la colaboración ciudadana para superar la pandemia y vemos innumerables ejemplos de transgresión de las indicaciones de las autoridades pidiendo mesura para combatir los contagios, quizás entendamos que vivimos las consecuencias del desmesurado espíritu hedonista inculcado durante años es esta sociedad de lo efímero que se asienta en la era del vacío de la que habla Lipovetsky.

Vivimos bajo la tiranía de recetas y productos aculturales dispuestos a teledirigir nuestro pensamiento, privándolo del discernimiento y el análisis. Obviamos que cualquier sentimiento de desolación que nos embarga solo encontrará una interpretación a través del pensamiento y la cultura. Evitemos que lo peor de nosotros venza.

  * Publicado en Ideal, 03/01/2021

El doble secreto (1927) de René Magritte.

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