miércoles, 13 de abril de 2022

LOS SERES HUMANOS COMO MERCANCÍA*

 

Llegaron hace unos días y ya están escolarizados. Los compañeros los han recibido con expectación y con esa sorpresa cándida que expresa un rostro infantil. Al principio se acercan a ellos tímidamente, tanteando, pronto quieren agasajarlos con su compañía, tan estrecha como pueda ser, sin límites a la prudencia. Los maestros les aconsejan: “no los agobiéis”, pero ellos exhiben una hospitalidad samaritana.

La guerra los ha expulsado de su país. Seguramente no comprenderán aún por qué están a miles de kilómetros de su casa, de su colegio, del parque donde jugaban. Sus ciudades (Mariúpol, Járkov, Kiev, Jersón…) están siendo sembradas de bombas. Han llegado a un país lejano, donde no suenan las sirenas de sonido estridente, y pueden pasear sin miedo por calles con edificios intactos, sin estruendosas explosiones, ni soldados por las calles, ni muertos que huelen mal.

Sus caras muestran una curiosidad contenida, se sienten el centro de decenas de miradas. Sus nuevos compañeros no dejan de hablarles, pero no los entienden, solo son capaces de dibujar sonrisas incrédulas. Recuerdan a aquellos otros niños de la guerra que salieron de España al exilio, con abrigos entallados y pantalón o falda cortos, abrazados a sus hermanos o padres para protegerse de las inclemencias del horror, recostados sobre un jergón, cubiertos bajo el abrigo de la madre, con los ojos vencidos por un sueño agotador o lanzando miradas tristes de desconsuelo. Los niños que retrató Robert Capa cuando huían de una guerra civil que estremeció España. Aquellos niños, como estos dos hermanos, son refugiados en un país extraño.

La guerra no hace distinciones, nos aboca a las mismas escenas de destrucción y montones de cascotes, a rostros atravesados por la extenuación y la desesperación y un hambre a medio saciar. Un panorama que invita a huir del horror y los obuses, a dejar atrás multitudes arracimadas en una estación queriendo escapar, y alzando los brazos para llevar en volandas a un niño hasta la ventanilla de un tren o la puerta de un autobús.

Se sienten a salvo en el colegio, aunque les retumba aún el sonido de las alarmas antiaéreas, como las que sonaban en el Madrid del 37, y se ven corriendo hacia sótanos, estaciones de metro o pasadizos en las tripas subterráneas de un hospital, sus guaridas protectoras. Cuentan el miedo que les producía ese sonido agudo e intenso, mientras corrían a los refugios de su ciudad: Irpin. Por fin duermen tranquilos, en España no las escuchan.

El siglo XX ha dado multitud de ejemplos de niños huyendo de sus hogares en guerras impías, el siglo XXI no quiere ser menos. Los seres humanos utilizados siempre como mercadería en el cambalache político. La dignidad humana es lo que menos se respeta, es el primer instrumento de chantaje en un conflicto. Lo hizo Marruecos no hace tanto abriendo las puertas a una salida masiva de migrantes en Ceuta y Melilla para presionar a España. Lo perpetró Bielorrusia el pasado invierno hacinando a miles de personas en la frontera con Polonia, sin importar las agresiones, el frío o la falta de alimentos. Sí, los seres humanos, mercancía para la presión política.

Los países de la Unión Europea se han volcado con los refugiados ucranianos, no ocurrió lo mismo con otros refugiados. La diáspora siria alarmó a Europa y se pusieron obstáculos: pocas ayudas, acogida a contadas personas y ofertas a Turquía para retenerlos en su territorio a cambio de cuantiosas cantidades de euros. En algunas fronteras de países orientales de la Unión Europea los seres humanos sirios, hacinados en campos infestos, fueron tratados como ganado, como delincuentes, a merced de las mafias. Europa mostró el otro lado: la no solidaridad.

En la guerra de Siria se practicaron todas las atrocidades que conocemos en las guerras, con la connivencia de Rusia. En Ucrania ocurre igual. Las imágenes de la televisión y la prensa son estremecedoras: destrucción, hambre, cadáveres pudriéndose en las calles, gente aterrorizada huyendo con lo puesto…, cientos de personas haciendo cola para conseguir comida. Esta guerra ha provocado el mayor éxodo en Europa desde la II Guerra Mundial, más de cuatro millones de refugiados. La cifra se puede disparar más allá del doble.

Entre las razones geoestratégicas de Rusia, el uso de los seres humanos como lanza de ataque para incomodar a la Unión Europea. La estrategia bélica: la salida de millones de refugiados hacia los países europeos y a esperar que la crisis humanitaria consiguiente provoque la ruptura de relaciones internas entre los países comunitarios, como ocurrió con los refugiados sirios y el trato cruel que les infligieron países como la Hungría de Orbán; o lo acontecido con las avalanchas de inmigrantes apostados en Lampedusa y la ignominiosa actuación de Salvini. Situaciones que dinamitaron entonces la unidad de acción humanitaria de la UE. Putin espera con los refugiados ucranianos una respuesta de desunión, que ahonde las diferencias ya experimentadas, acaso pensando que la ultraderecha europea vuelva a ser la voz discordante en la recepción de refugiados.

Hoy he visto a los dos hermanos de Irpín jugar en el recreo. Andriy y Daryna se divierten como todos los niños: con el entusiasmo y la sonrisa en el boca, El 28 de marzo se cumplían 80 años del fallecimiento del poeta Miguel Hernández, víctima también de otra guerra, quien escribía desde la cárcel donde murió: Tristes guerras / si no es amor la empresa. / Tristes. Tristes. / Tristes armas / si no son las palabras. / Tristes. Tristes. / Tristes hombres.

 * Artículo publicado en Ideal, 11/04/2022

**  Ilustración: Jacob Lawrence, Migration

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