lunes, 14 de abril de 2025

EL RELATO NOS HACE SER NOSOTROS*

 


Tengo la sensación de que la constante búsqueda de identidades a que nos somete la sociedad actual nos deja desprovistos de no pocas fortalezas para construir la propia idea de nosotros mismos. Necesitamos el relato que nos ubique en el mundo para sobrevivir, anclar sobre bases creíbles la razón de lo que somos, sentir que merece la pena habitar este planeta que tantos convierten en un estercolero. Somos buscadores impenitentes de razones que sustenten lo que hacemos, el ‘autoconvencimiento’ es nuestra tabla de salvación para navegar por las turbulencias que advertimos, en esa constante necesidad de pergeñar tanto nuestra identidad individual como colectiva.

La afamada poeta y novelista Margaret Atwood, autora, entre otras, de El cuento de la criada o Los testamentos, concibe que las historias son las que nos hacen humanos, evitando perdernos en la confusión del mundo. Estas obras, representaciones distópicas de una rebelión contra los relatos promovidos socialmente, quizás sean la respuesta a los miedos que nos generan presentes turbulentos. 1984 o Rebelión en la granja de George Orwell fueron dos propuestas de relatos creados en un tiempo turbio, amenazador de la libertad, que venía a horrorizarnos del futuro que podría llegar con los fascismos y totalitarismos. El ser humano se alejaba de su subjetividad, su ‘yo’ quedaba alienado por el dominio de poderes inmovilizadores de su voluntad, anuladores de la libertad.

No sabemos vivir sin una historia que nos sirva de apoyatura en el tráfago de la supervivencia en que se convierte nuestra existencia. La construcción de historias es un método de supervivencia, sin el cual no sabríamos explicar lo que somos o lo que creemos ser. Las realidad y su complejidad imposible controlarla por nuestros propios medios, ni siquiera sujetarla hasta el punto de hacerla nuestra es la que nos impone la búsqueda de esos relatos. El director de cine Jean-Luc Godard afirmaba que son las historias las que le dan forma a la vida, a nuestra vida. Las ilusiones, las esperanzas, el anhelo por el tiempo que nos hará felices mientras nos esforzamos, o el amor buscado a veces con desesperación, son parte de ese constructo que nos sostiene, que nos impulsa a seguir adelante, a pesar de las miserias que nos rodean.

En los jóvenes este cisma parece recrudecerse. El anecdotario es su modo de edificar justificaciones de una vida que parece escapar a su control, sin horizonte, solo inmersa en el consumo del momento, de lo que se les ofrece desde el exterior, sin filtro alguno de la conciencia. La dispersión que nos desequilibra es probablemente el enemigo silencioso que mina nuestro ‘yo’. Pero el relato tiene sus trampas y abismos que no siempre nos hace ser nosotros mismos. Es habitual ver cómo los niños se pierden en la maraña de ofrecimientos que los adultos les tejemos, como arañas que hilan la trampa para su propia subsistencia, sin reparar que no siempre es lo que ellos han elegido.

Hoy día la escuela soporta innumerables tensiones que se vuelcan sobre ella por situaciones familiares desestructuradas, conflictivas, de padres separados o divorciados, que aportan un riesgo de inestabilidad emocional a una legión de niños y jóvenes que muestran conductas disruptivas, cuando no autolesivas. Otros pequeños, sin embargo, se envuelven en una cápsula de aislamiento que les hace desconectar de la realidad más próxima, como mecanismo de huida del entorno agresivo y dañino tan próximo.

Muchas ideas sobre las que giran nuestras obsesiones son las que están en la obra de Lola López Mondéjar, Sin relato. Atrofia de la capacidad narrativa y crisis de la subjetividad (Anagrama, 2024), psicoanalista que nos presenta al individuo posmoderno que pierde la ‘narratividad’ en una sociedad que le dificulta encontrarse a sí mismo, como también configurar el relato donde reconocerse y que le proporcione, al menos, una mínima dosis de estabilidad.

Cuesta definirse en la sociedad posmoderna. Nunca habían proliferado tantas etiquetas generacionales: generación X, millennians, generación Z, Alfa..., como si se establecieran grupos humanos definidos en una evolución galopante que nos obligara a conceptuarlos en una suerte de múltiples características cambiantes. López Mondéjar señala que la rendición sin criterio a la tecnología provoca la fragmentación de nuestra atención, nos hace dispersos y dependientes, nos aleja de nuestro interiorismo como espacio de reflexión y modelación del mundo exterior, y la realidad no siempre benévola. El conformismo es uno de los hándicap que menos ayuda a la construcción del pensamiento propio y de nuestra configuración del ‘yo’.

Los niños y los jóvenes son quizás los principales víctimas de esta voluble manera de entender la vida. En ellos los artefactos tecnológicos, el exceso de actividades a que los sometemos o la ocupación dirigida de su tiempo parecen convertirlos en un objeto de laboratorio para diseñar el niño y el adulto ideal. Creyendo que le hacemos un bien y que están arropados por nuestra atención, entretanto limitamos su capacidad de pensamiento o los medios que les ayuden a encontrar su propia identidad, su mundo interior. Moldeamos lo que queremos que sean no siempre conseguido, pero no les dejamos margen para que por sí mismos lo construyan y sean menos dependientes. Inmersos, como todos, en el exceso de información, estímulos o modelos que les asedian por las redes sociales, se ven sometidos a un proceso de mimetismo que les impersonaliza, fomenta su individualismo y siquiera hasta su egoísmo.

La búsqueda del relato que nos haga ser nosotros es uno de los grandes retos de nuestro tiempo.

*Artículo publicado en Ideal, 13/04/2025.

** Frida Kahlo, La cama volando, 1932.

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