Muchos hemos vivido sin la apremiante necesidad de pronunciarnos ante una guerra que llegara hasta nuestra propia casa. El destino nos ha asignado un papel contemplativo, cuando no condescendiente, en un mundo donde la estulticia y la depravación han campado a sus anchas manu militari para satisfacción de intereses mezquinos. Lejos, ocurriendo todo siempre lejos.
Ha transcurrido una quinta parte de este siglo, fluctuando entre el esperanzador bienestar y los sobresaltos de inhumanas e injustas veleidades repartidas por el resto del planeta, mas las manifestaciones del ‘No a la guerra’ de Irak pueden resultar una broma frente a los nubarrones que acechan nuestra tranquilidad. Esperemos que no tengamos que pasar de impotentes testigos, viendo por televisión imágenes sobrecogedoras de destrucción y muerte, a activas víctimas de una barbarie desencadenada por lo que ya es una mafia mundial dueña de gobiernos influyentes. Hemos visto en Ucrania o Gaza a ejércitos causar la muerte de personas inocentes y la destrucción de ciudades. La guerra no ha cambiado su lógica: lo importante no es destruir ejércitos, lo realmente relevante es arrasar a la población civil, sus casas y las infraestructuras suministradoras de energía, comunicaciones o abastecimiento.
En una guerra cada bando tiene sus adeptos. La neutralidad puede estar mal vista y la crítica concebirse como deserción. En la Primera Guerra Mundial la neutralidad de España no fue óbice para que se crearan corrientes de opinión: germanófilos (apoyando al Imperio Alemán) y aliadófilos (a favor de Francia y Reino Unido). En la siguiente gran guerra la postura pacifista más llamativa fue la de Gandhi. Con su ‘no violencia’ se negó a apoyar a Reino Unido contra la Alemania nazi, entre otras razones, por la contradicción de luchar en favor de una libertad que el imperio británico negaba a la India. Gandhi recomendó a la población dejarse conquistar por los alemanes, como a los judíos, que no opusieran resistencia a sus verdugos. Aquella actitud despertó una gran controversia, la más significativa la de Orwell, autor de ‘1984’, también pacifista pero crítico con Gandhi, defensor del uso de la violencia para combatir el nazismo y fascismo europeos.
La paz no deja de ser una batalla cultural. Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, entendida como bien universal, la paz se vio sometida a relatos propagandísticos de estadounidenses y soviéticos. Tiempo de Guerra Fría y cada bloque promoviendo guerras y conflictos locales por medio mundo. El Congreso Mundial de Intelectuales por la Paz —agosto, 1948, Wroclaw (Polonia)— se vio envuelto en discursos egocéntricos. Una prueba de la fragilidad de la paz, incluso siendo teorizada por mentes supuestamente formadas.
Desde entonces no ha cundido en Europa el riesgo de un conflicto bélico a gran escala. Con la invasión de Ucrania por Rusia, hace tres años, las incendiarias proclamas de Trump, hablando de que “la Unión Europea se formó para joder a Estados Unidos”, o la ruptura de la alianza transatlántica mantenida durante ochenta años, han activado tambores de guerra. El gran debate gira en torno a la seguridad. Menguado el gasto militar —no peligraba la paz, ni siquiera en la década de los noventa con el conflicto yugoslavo—, este brusco despertar lo cambia todo. La presidenta de la Comisión Europea, Úrsula von der Leyen, ha propuesto un plan de rearme europeo por valor de 800.000 millones de euros en cuatro años. Enorme inversión en defensa, contradiciendo las palabras de Luther King: “Una nación que gasta más dinero en armamento militar que en programas sociales se acerca a la muerte espiritual”.
El indecente y humillante trato de Trump hacia Zelenski en Washington escenificó el paupérrimo interés que el presidente estadounidense tiene por la paz en Europa. Anulada la ayuda a Ucrania, para él solo existe negocio: la explotación de las tierras raras, a cualquier precio, sin importarle el daño causado por Putin a Ucrania o el debilitamiento de Europa. Sin ánimo de atribuirle a Trump un nivel cultural inexistente, acaso al negociar con Zelenski le hayan soplado el pensamiento de Erasmo de Rotterdam que decía: “La paz más desventajosa es mejor que la guerra más justa”.
La carrera por el rearme empieza a interpelarnos a los ciudadanos. La situación no deja de ser convulsa, las tensiones y amenazas afloran. Rusia no cejara en su empeño de seguir adelante si triunfa en Ucrania: repúblicas bálticas o Polonia, mientras Trump se acerca a Putin. La inquietud entre los líderes europeos es patente. Macron lo ha manifestado: “Estamos entrando en una nueva era”.
¿Es posible la tercera guerra mundial?, ¿dónde nos situaríamos nosotros: militando como pacifistas o apostando por el belicismo? Un debate en aumento que hará crecer la incertidumbre que poco a poco invade nuestra esfera personal. Por lo pronto, nos debatimos en si Europa necesita tanto gasto en defensa o deberíamos hacer más esfuerzos en favor de la paz.
Con solo mirar la Historia entenderemos que las amenazas de hoy no son baladíes. La II Guerra Mundial vino precedida de discursos amenazantes y acciones militares puntuales de la Alemania nazi. No las tomaron en serio las potencias occidentales, hasta que un primero de septiembre del 39 Polonia era invadida.
La guerra siempre será una salida cobarde a los problemas de la paz, como sostenía Thomas Mann, pero qué hacer cuando los intereses de gobernantes psicópatas y mafiosos se anteponen y su ansia expansionista busca conquistar territorios y recursos, sin importarles el daño causado a millones de inocentes. ¿También ahora la guerra sería sinónimo de fracaso?
*Artículo publicado en Ideal, 16/03/2025.
** Bansky, Para y revisa, 2007, Belén (Cisjordania)