lunes, 17 de marzo de 2025

¿PACIFISMO O BELICISMO?*

 


Muchos hemos vivido sin la apremiante necesidad de pronunciarnos ante una guerra que llegara hasta nuestra propia casa. El destino nos ha asignado un papel contemplativo, cuando no condescendiente, en un mundo donde la estulticia y la depravación han campado a sus anchas manu militari para satisfacción de intereses mezquinos. Lejos, ocurriendo todo siempre lejos.

Ha transcurrido una quinta parte de este siglo, fluctuando entre el esperanzador bienestar y los sobresaltos de inhumanas e injustas veleidades repartidas por el resto del planeta, mas las manifestaciones del ‘No a la guerra’ de Irak pueden resultar una broma frente a los nubarrones que acechan nuestra tranquilidad. Esperemos que no tengamos que pasar de impotentes testigos, viendo por televisión imágenes sobrecogedoras de destrucción y muerte, a activas víctimas de una barbarie desencadenada por lo que ya es una mafia mundial dueña de gobiernos influyentes. Hemos visto en Ucrania o Gaza a ejércitos causar la muerte de personas inocentes y la destrucción de ciudades. La guerra no ha cambiado su lógica: lo importante no es destruir ejércitos, lo realmente relevante es arrasar a la población civil, sus casas y las infraestructuras suministradoras de energía, comunicaciones o abastecimiento.

En una guerra cada bando tiene sus adeptos. La neutralidad puede estar mal vista y la crítica concebirse como deserción. En la Primera Guerra Mundial la neutralidad de España no fue óbice para que se crearan corrientes de opinión: germanófilos (apoyando al Imperio Alemán) y aliadófilos (a favor de Francia y Reino Unido). En la siguiente gran guerra la postura pacifista más llamativa fue la de Gandhi. Con su ‘no violencia’ se negó a apoyar a Reino Unido contra la Alemania nazi, entre otras razones, por la contradicción de luchar en favor de una libertad que el imperio británico negaba a la India. Gandhi recomendó a la población dejarse conquistar por los alemanes, como a los judíos, que no opusieran resistencia a sus verdugos. Aquella actitud despertó una gran controversia, la más significativa la de Orwell, autor de ‘1984’, también pacifista pero crítico con Gandhi, defensor del uso de la violencia para combatir el nazismo y fascismo europeos.

La paz no deja de ser una batalla cultural. Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, entendida como bien universal, la paz se vio sometida a relatos propagandísticos de estadounidenses y soviéticos. Tiempo de Guerra Fría y cada bloque promoviendo guerras y conflictos locales por medio mundo. El Congreso Mundial de Intelectuales por la Paz —agosto, 1948, Wroclaw (Polonia)— se vio envuelto en discursos egocéntricos. Una prueba de la fragilidad de la paz, incluso siendo teorizada por mentes supuestamente formadas.

Desde entonces no ha cundido en Europa el riesgo de un conflicto bélico a gran escala. Con la invasión de Ucrania por Rusia, hace tres años, las incendiarias proclamas de Trump, hablando de que “la Unión Europea se formó para joder a Estados Unidos”, o la ruptura de la alianza transatlántica mantenida durante ochenta años, han activado tambores de guerra. El gran debate gira en torno a la seguridad. Menguado el gasto militar —no peligraba la paz, ni siquiera en la década de los noventa con el conflicto yugoslavo—, este brusco despertar lo cambia todo. La presidenta de la Comisión Europea, Úrsula von der Leyen, ha propuesto un plan de rearme europeo por valor de 800.000 millones de euros en cuatro años. Enorme inversión en defensa, contradiciendo las palabras de Luther King: “Una nación que gasta más dinero en armamento militar que en programas sociales se acerca a la muerte espiritual”.

El indecente y humillante trato de Trump hacia Zelenski en Washington escenificó el paupérrimo interés que el presidente estadounidense tiene por la paz en Europa. Anulada la ayuda a Ucrania, para él solo existe negocio: la explotación de las tierras raras, a cualquier precio, sin importarle el daño causado por Putin a Ucrania o el debilitamiento de Europa. Sin ánimo de atribuirle a Trump un nivel cultural inexistente, acaso al negociar con Zelenski le hayan soplado el pensamiento de Erasmo de Rotterdam que decía: “La paz más desventajosa es mejor que la guerra más justa”.

La carrera por el rearme empieza a interpelarnos a los ciudadanos. La situación no deja de ser convulsa, las tensiones y amenazas afloran. Rusia no cejara en su empeño de seguir adelante si triunfa en Ucrania: repúblicas bálticas o Polonia, mientras Trump se acerca a Putin. La inquietud entre los líderes europeos es patente. Macron lo ha manifestado: “Estamos entrando en una nueva era”.

¿Es posible la tercera guerra mundial?, ¿dónde nos situaríamos nosotros: militando como pacifistas o apostando por el belicismo? Un debate en aumento que hará crecer la incertidumbre que poco a poco invade nuestra esfera personal. Por lo pronto, nos debatimos en si Europa necesita tanto gasto en defensa o deberíamos hacer más esfuerzos en favor de la paz.

Con solo mirar la Historia entenderemos que las amenazas de hoy no son baladíes. La II Guerra Mundial vino precedida de discursos amenazantes y acciones militares puntuales de la Alemania nazi. No las tomaron en serio las potencias occidentales, hasta que un primero de septiembre del 39 Polonia era invadida.

La guerra siempre será una salida cobarde a los problemas de la paz, como sostenía Thomas Mann, pero qué hacer cuando los intereses de gobernantes psicópatas y mafiosos se anteponen y su ansia expansionista busca conquistar territorios y recursos, sin importarles el daño causado a millones de inocentes. ¿También ahora la guerra sería sinónimo de fracaso?

*Artículo publicado en Ideal, 16/03/2025.

** Bansky, Para y revisa, 2007, Belén (Cisjordania)


martes, 4 de marzo de 2025

UN PODER TAN NECESARIO*


Si se quedara sola la clase política para dirimir el futuro de un país y de la vida en sociedad seguramente terminaríamos en una guerra sin cuartel. La vida pública de la política no termina de salir de un estercolero que a los ciudadanos nos abochorna. Los debates en el Congreso son de todo menos constructivos episodios de diálogos platónicos en defensa de la justicia, la verdad o el bien común. Aseguraría que es el lugar donde más se miente en España. La construcción de relatos falsos y malintencionados, dirigidos a la opinión pública, abundan en una vociferante verborrea de gentes enervadas que ni siquiera se escuchan: puro alarde de estulticia parlamentaria. Prefiero las conversaciones entre gentes sentadas al calor de unos rayos de sol en una plaza pública.

En uno de los Caprichos de Goya, “El sueño de la razón produce monstruos”, aguafuerte donde el pintor nos presenta un panorama sombrío dominado por los desasosiegos que atormentan al ser humano, en una visión onírica de animales —lechuzas, búhos, gatos o linces— que representan la imagen sórdida de todo lo ajeno a la razón. Engendros que torturan a quienes no son capaces de encontrar explicaciones a la zafiedad de la política o el abuso de poder, lejos de la razón kantiana o la búsqueda de la modernidad de España, entonces inspirada en las ideas de la Ilustración, con la que soñaba Jovellanos.

La razón, facultad del ser humano, bajo la impronta de la libertad para pensar y reflexionar, sacar conclusiones, juicios y valoraciones, deber ser el eje vertebrador de nuestra vida en sociedades modernas y civilizadas. Sin embargo, la sensación percibida por la ciudadanía es que la razón está desaparecida en aquellos ámbitos donde nunca debiera ausentarse: las esfera de los poderes del Estado.

Hoy muchos monstruos se ciernen sobre nuestro país. El ruido, la crispación, la algarabía, la mugrienta falsedad, se han apoderado de la política de una manera vomitiva: burdo sarcasmo, dialéctica barata, descalificación del otro, ausencia de ideas y argumentos, solo chabacanería y vulgaridad. Los ciudadanos, víctimas de esta desvergüenza, de la tergiversación de los hechos, ven mancillado su derecho al sosiego y atormentadas sus vidas. Monstruos generados por esa clase política indecente, inventora de mentiras y obscenamente criticona de todo. En nuestro país solo les falta esgrimir una motosierra, como los perturbados Milei o Musk, para hacernos sentir atacados y perseguidos por el mismísimo Leatherface, el trastornado mental de la familia de caníbales de La matanza de Texas.

La vida pública se ha llenado de bazofia, que se traslada sin reparos a la ‘vida social’ encaramada en las redes sociales para acumular más basura. Aburre y cansa. Y poco importa que finalmente recale en el tercer poder del Estado de derecho: la Justicia, a través de continuas demandas y denuncias. En estos años hemos asistido a no pocos espectáculos donde los jueces por una u otra razón han sido protagonistas de la vida pública. La separación de poderes, heredada de la Ilustración y El espíritu de las leyes de Montesquieu, cuesta reconocerla. Duele escuchar decir que en los órganos de poder de la Justicia hay sectores conservadores y progresistas, que la ideología de un juez es de un signo u otro, que su pensamiento jurista —no el personal, como individuos pueden tener sus propias ideas— está mediatizado por un sesgo ideológico que condiciona las sentencias que después dictará. Esto abruma, entristece y subleva a la ciudadanía.

A mí no se me ocurre elaborar un informe técnico condicionado por mi aversión a ideas, personas o intereses concretos, reflejándolo luego en las argumentaciones o motivaciones que fundamentan lo que serán propuestas de resolución. En el caso de los jueces quiero imaginar que tampoco, que el ejercicio de su labor y decisiones se rige por procedimientos ungidos —con el enorme poder que les atribuye la Constitución— por el cumplimiento estricto y garante de la norma. Conocer sentencias sobre los mismos hechos, las mismas situaciones, la misma vulneración de derechos, presentadas por distintas personas a titulo individual o colectivo, que terminan siendo diferentes, a favor o en contra, provoca desconfianza hacia la Justicia.

La prensa nos bombardea con informaciones plagadas de noticias judiciales que dirimen disputas políticas, muchas de ellas con las instituciones del Estado involucradas. El espacio público de debate, garantía de democracia y parlamentarismo, se traslada a la esfera judicial en la búsqueda de autos y sentencias que puedan favorecer al demandante. La vida política es judicializada, mientras la sensación de la ciudadanía es que hay jueces que entran en este juego y practican más política que justicia.

Los poderes del Estado no pasan por su mejor momento. El descrédito a que se ven sometidos aumenta el escepticismo ciudadano hacia las instituciones. Las sociedades democráticas, no obstante, basan gran parte de su fortaleza en instituciones fuertes y respetables, garantía de los principios fundamentales de justicia y salvaguarda de los derechos y libertades.

Un poder tan necesario como la Administración de Justicia, pilar del Estado de derecho, debe aislarse de la vida política, evitar ser considerado un adversario político más o un peón de intereses partidistas que van más allá de la ecuanimidad en la aplicación de las leyes. ¡Cuidado, la política siempre intentará involucrarlo en esta trampa!

Necesitamos que la Justicia coadyuve al alcanzar el equilibrio de la vida democrática, que sea garante de las normas que emanan de la soberanía popular y que se abstraiga de las razones ideológicas para regirse solo por las razones legislativas.

* Artículo publicado en Ideal,03/03/2025.

** Ilustración incluida en el artículo publicado en Ideal, 03/03/2025.

lunes, 17 de febrero de 2025

TRUMP ‘EL POCERO’*

 


En la época de la burbuja inmobiliaria, cuando el capitalismo del ladrillo se adueñó de terrenos y voluntades políticas, era común ver cómo nacían inmensas urbanizaciones, para bien de bolsillos insaciables y arcas municipales, en terrenos baldíos —recalificados en urbanizables para gozo de los especuladores—. No tenemos más que echar una mirada a muchos de nuestros pueblos y ver cómo en pocos años duplicaron o triplicaron sus áreas urbanas para hacernos una idea de lo que aquel fenómeno supuso. Pueblos que no habían crecido en decenios, se convirtieron en miniciudades de la noche a la mañana.

Las costas mediterráneas, como era tradicional, fueron otros de los escenarios de esta vorágine de cemento y ladrillo. Se construyó casi tocando la orilla del mar o arrasando terrenos que antes habían sido zonas de cultivo. Modestos pueblos de pescadores se convirtieron en apreciados emporios de torres y urbanizaciones para veraneantes, y se construyeron equipamientos y paseos marítimos, mientras al bolsillo de algunos alcaldes se despistaron pequeñas cantidades que, sumadas entre promociones urbanísticas, terminaron acumulando un ‘capitalito’ nada desdeñable.

Una de las realidades urbanísticas de ese tiempo, acaso las más sonora —sin menospreciar los pelotazos de grandes inmobiliarias, algunas arruinadas tras el pinchazo de la burbuja inmobiliaria, dejando un reguero de esqueléticos fantasmas de hormigón— fue la ciudad dormitorio levantada por Paco 'el Pocero' en Seseña. El constructor, al que nadie parecía frenar, solo lo hizo el maldito Covid-19 arrebatándole la vida en 2020, levantó miles de viviendas en un secarral inhóspito, el Quiñón. Según cuentan las crónicas era de origen humilde: pasó hambre de niño y se hizo a sí mismo trabajando de repartidor de carne, vendedor de agua, carbón… y de pocero.

Paco podría haber llegado a presidente de EE UU si hubiese tenido la ciudadanía estadounidense, pero era español. En nada tenía que envidiar a Donald Trump: ganaba dinero a espuertas, tenía aviones privados y montaba un negocio inmobiliario en un santiamén. Se diferenciaba del yanqui en que tenía mejor corazón, a tenor de las palabras de su hijo: “Mi padre lo que quería era construir viviendas de máximo nivel para gente trabajadora”.

Trump, presidente de EE UU otra vez —por si alguien no lo sabe—, es un magnate inmobiliario que ha conseguido hacerse multimillonario con la especulación urbanística, que tiene cuentas pendientes con la justicia por sus dudosos negocios y que en su mente impera la mentalidad de empresario. Lo demás le trae sin cuidado. Heredó de su padre el negocio, ha dado cabida a sus hijos y con ‘Trump Organization’ sigue expandiéndose por el mundo. Su imperio inmobiliario, compuesto de multitud de viviendas, campos de golf y resorts —complejos hoteleros, para entendernos— no hace más que aumentar. De dudoso gusto, apuesta por lo ostentoso, hortera y chabacano. No son pocos los neoyorquinos que se sienten horrorizados por la vulgaridad que exhiben los edificios que tiene repartidos por la ciudad; pero, ya se sabe, en Nueva York cabe todo, hasta la ‘Trump Tower’.

Su próxima promoción inmobiliaria: la “Riviera de Oriente Próximo” en Gaza, clima cálido y maravilloso proyecto a orillas del Mediterráneo, donde la gente guapa puede pasar unas excelentes vacaciones. No sé si ya estará instalada la caseta de información, pero en cuanto esté habría que preguntar, no sea que nos quedemos sin apartamento.

Nada de esto debiera sorprendernos, la cabeza de Trump no piensa en derechos humanos, ayuda humanitaria, reparación del daño infligido a las familias de 47.000 inocentes asesinados y otros daños colaterales. Esto es una ordinariez frente al magno proyecto que iluminará el Mediterráneo oriental.

Trump tiene negocios en la zona. Su grupo inmobiliario hace poco firmó acuerdos con una empresa saudí, Dar Al Arkan, para construir apartamentos de lujo, campos de golf y hoteles en Omán, Arabia Saudita y Dubai. La vocación expansionista de su imperio en la zona es uno de sus principales activos inmobiliarios. Su ‘privilegiada’ cabeza, y notabilidad empresarial sin escrúpulos, lo tiene todo bien pensado: EE UU, bajo su mando de comandante en jefe, tomará el control de la Franja, la demolerá —como buen constructor— y la convertirá en un maravilloso vergel, pero antes su peón de brega, Israel, habrá hecho el trabajo sucio ‘limpiando’ la era de ‘indeseables’ y ‘molestos’ gazatíes que andan con burros y carros y aspecto desaliñado. Allí vivirá ‘gente decente del mundo’. Los ‘incómodos’ dos millones de habitantes serán expulsados permanentemente a países de segundo orden: Egipto o Jordania, u otros países, que para eso hay muchos; o a España, como insinuó Israel, por decir que se vulneraba la legalidad internacional. ¡Es que están en todo!

¡Menudo pelotazo urbanístico! Un terreno de 41 kilómetros de largo y de 6 a 12 de ancho, con una superficie de 360 km². Así, de gañote, por la cara. El pelotazo del siglo XXI, ‘limpio’ de humanos que puedan incordiar y obstaculizar a las excavadoras y los bulldozer, solo lagartos y escarabajos fáciles de exterminar. Una tontería eso de la limpieza étnica.

Acaso a Trump le falte visión de futuro. Ni siquiera ha pensado que los gazatíes pudieran contratarse como camareros, jardineros o directores en la Riviera. Si a Paco el Pocero le hubieran dejado el terreno de Gaza, seguro que lo habría pensado, dándoles trabajo y construido hoteles y urbanizaciones con viviendas para los palestinos. Nunca los hubiera expulsado.

Lo que no sabemos es lo que pretende hacer Trump 'el Pocero' con Groenlandia o Canadá: ¿parques de atracciones, temáticos, pistas de patinaje sobre hielo…?

* Artículo publicado en Ideal, 16/02/2025.

** Ilustración incluida en el atículo publicado en Ideal, 16/02/2025.


jueves, 23 de enero de 2025

DECONSTRUIR EL MUNDO*

 


No voy a utilizar la manida frase de que vivimos tiempos difíciles para referirme a los tiempos que corren. Pero tampoco voy a esconder que las incertidumbres que nos asaltan no son el mejor panorama que podríamos desear. Sí diré que compartimos tiempos en que nuestra conciencia ciudadana —y colectiva— anda bastante debilitada.

Nos manejamos con conceptos de modernidad y posmodernidad en un intento de explicar los cambios que suceden ante nosotros. Somos como cualquiera de las generaciones que nos precedieron desde la Antigüedad: buscamos respuestas a preguntas que tal vez no tienen una sola respuesta. Por eso siempre acudimos a quienes son capaces de pergeñar explicaciones, más o menos acertadas, a las innumerables dudas que ensombrecen el devenir de nuestra existencia de seres racionales, provistos de una conciencia atormentada deseosa de encontrar razones.

Cogito ergo sum, proposición con la que Descartes abre un universo ligado al objeto más inmediato de nuestra conciencia. Sin el pensamiento sería imposible encontrar respuestas sobre nosotros mismos. La dificultad es esa: encontrar respuestas. En esta época de turbulencias no es descabellado recurrir a los clásicos para aclarar los hitos del ahora. Platón sugería a su maestro —Apología de Sócrates— declarar: “Una vida sin examen no es digna de ser vivida por el hombre”.

La modernidad configuró nuestra visión del mundo con cada cambio histórico —Ilustración, Revolución Francesa, Liberalismo, revoluciones industriales...—, desde el Renacimiento hasta su crisis en el convulso siglo XX: dos guerras mundiales, conflictos bélicos locales, descolonización y transformaciones en todos los órdenes de la vida. Tras la segunda gran guerra se abre el nuevo tiempo de la posmodernidad, materializada en nuevas concepciones y visiones artísticas, culturales, literarias o filosóficas, que con la publicación de La condición posmoderna (1979) de Jean-François Lyotard parece generalizarse como concepto.

La modernidad había fracasado y la posmodernidad traería otro paradigma capaz de proponer nueva visión del mundo. Conceptos como libertad, moralidad, ética o ideología serían sometidos a continua revisión, menos universal, más asociada a interpretaciones personales. Como si la razón dejara de presidir nuestro pensamiento y el discurso derivara a posiciones más liberadoras: una libertad que postulaba mayor individualismo —el ‘yo’ frente al ‘nosotros’—. La modernidad tachada de fracaso de la humanidad por mantener verdades inamovibles que regían, no obstante, patrones de injusticia: ideologías autoritarias o legitimación de la explotación colonial. La posmodernidad traía otras ‘verdades’ que debilitaban a la persona: libertad sin límites y a la carta, pensamiento y conciencia alejados del pensamiento crítico, decadencia de la ética y moral públicas, asunción de un neoliberalismo sin escrúpulos y un relativismo en las ideas que cuestionaba valores básicos de convivencia, respeto o búsqueda del bien común.

Llegado el primer tercio del siglo XXI el mundo se transforma, se relativiza la ética y la moralidad, lo cívico pasa a considerarse obstáculo para la libertad personal, y se menoscaban los espacios compartidos y democráticos. La igualdad, desde una óptica individualizada, ya no es compromiso esencial para convivir, priman los intereses personales frente al perjuicio causado a los demás, se genera un descrédito de las instituciones, factor colectivo de nuestra convivencia: ‘para qué las queremos, nosotros somos nuestra guía’. Se educa a la juventud vaciándola de pensamiento y capacidad crítica, se adiestra en la transgresión de las normas: lo importante son tus ‘alas’, no los demás.

Jacques Derrida impulsó el deconstructivismo. Sus ideas se extendieron desde los años ochenta del pasado siglo como un paradigma que postulaba la deconstrucción del mundo, su disección en una amalgama de escenarios inconexos, cuestionando lo conocido hasta entonces, pues se necesitaba otro nuevo enfoque alejado de los postulados hegelianos que cohesionaban las sociedades. El deconstructivismo caló en el arte, el pensamiento, la educación o la política, fortaleciendo mundos imaginados o realidades paralelas que escapaban a la lógica, a la ciencia o a la razón. La verdad ya no era una aspiración absoluta porque existía la posverdad, la que cada cual construye para sí mismo y para que los demás la asuman.

La realidad tergiversada o la imposición de realidades son hoy parte de ese mundo dominado por los relatos, las mentiras o los bulos. El triunfo de la posverdad que, por ejemplo, es alentada por las grandes plataformas de redes sociales (Facebook, Telegram o X) sin poner límites a la falsedad o la patraña, permitiendo que la pseudoinformación se propague. Su influencia sobre un desierto dominado por la ‘incapacidad crítica’ permite al histriónico Elon Musk comprar Twitter y consentir en X la propagación de bulos, o que Mark Zuckerberg haya eliminado los verificadores en Meta, alineándose con el retornado presidente de EE UU, Donald Trump, cuando años atrás pedía disculpas por la desinformación que circulaba en Instagram y Facebook, convencido de que la moderación de contenidos ahora no es lo que toca.

El triunfo de Trump es el triunfo de la deconstrucción del mundo de hoy, consistente en reconstruir el que quiere, donde la verdad es arrinconada y la insolencia y el descaro triunfan. El sentido humanista de la vida es dilapidado frente al negacionismo de la ciencia, el terraplanismo, el creacionismo o cualquier otra idea medieval.

Cuando la palabra es manipulada, deja de ser símbolo de la verdad. No es de extrañar que recurramos al pensamiento de los estoicos tardíos: el emperador Marco Aurelio (Meditaciones) o al esclavo filósofo Epicteto (Manual de vida) para alumbrarnos: “A los hombres no le turban las cosas, sino las opiniones que hacen de ellas”.

 *Artículo publicado en Ideal, 22/01/2025.

**Museo Guggenheim de Bilbao, Frank Gehry.

lunes, 13 de enero de 2025

EL TIEMPO TRANSCURRE AL MARGEN DEL CALENDARIO*

 


Es inevitable pensar en el paso del tiempo cuando el calendario nos recuerda que la sucesión de un año a otro se asoma a nuestras vidas. El tiempo, ese algo metafísico que un calendario no puede controlar, incapaz de establecer los cánones en la sucesión del pasado, presente y futuro, abstracciones que conforman un devenir del que solo los humanos estamos dotados para interpretar. Somos el producto, sujeto, de una conciencia capaz de representar el tiempo y el espacio, como sostenía Schopenhauer, independientemente de la existencia de ambos, el objeto.

La obsesión del hombre, desde los albores de su presencia en la Tierra, ha sido la de medir el tiempo. Cuando el calendario era cosa menos frecuente, las etapas temporales se regían por la estacionalidad de los ciclos de la naturaleza que regulan el ritmo circular de las siembras y las cosechas. El cambio climático está volviendo loca la naturaleza, y de camino a nosotros. Para los que no creen en él, seguro que vivirán más felices. Quienes lo vemos venir lo descubrimos en el mandarino de mi jardín que se llena de azahar en octubre, cuando ya lo hizo en abril, o en la planta de pimientos que aguanta tres o cuatro años y cada año vuelve a echar fruto. No desafían al invierno con su letargo porque no hay invierno.

Desde que Julio César 46 a.C. implantó el calendario juliano, pasaron siglos midiendo el tiempo con un cómputo mensual de duración distinta a los actuales, hasta que el Papa Gregorio XIII alumbró el calendario gregoriano que rige en casi todo el mundo desde 1582. La Revolución Francesa quiso alterarlo y, tras la Toma de la Bastilla (14/julio/1789), sus artífices consideraron que ese día pasaba a ser el inicio de la Era de la Libertad. Y como quiera que la convulsión revolucionaria continuó, después vino la Era de la Igualdad y el calendario Republicano, trastocando fechas de inicio del año y nombres de meses, asociándolos a las inclemencias meteorológicas o actividades agrícolas.

No quisiera que el tiempo me lo marcara un calendario, porque me horroriza ver cómo sus hojas caen inclementes sin reparar en mí. Ni quisiera que el paso del tiempo me negara que un recuerdo pueda seguir vivo y no sepultado por la tiranía del presente o la codicia del futuro. Porque “esto de no ser más que tiempo espanta”, como escribiera Carlos Murciano.

En nuestros días el calendario es un monstruo de doce cabezas que nos va engullendo sin compasión, devorando nuestra existencia y acelerando una percepción de las etapas de la vida como meros retazos de olvidos y recuerdos. Resulta tan difícil calibrar cuándo sucedió un acontecimiento, cuándo fuimos a un viaje o cuándo nos reencontramos con un viejo amigo.

A los habitantes del planeta del primer cuarto del siglo XXI ya no nos sirven la estacionalidad de las frutas ni el viento que acompaña cada época del año. El tiempo pasa. Solo nos vale el implacable tictac del reloj o la fecha marcada en la esquina inferior derecha de nuestro ordenador. Mientras se nos olvida que nuestra propia decrepitud, lenta pero pertinaz, es la que nos avisa del discurrir de una existencia inmisericorde.

Heráclito expresó que “en la vida todo fluye” y “nada permanece inmutable”, como si todo estuviera sujeto a un ciclo eterno de cambio y transformación en constante evolución. Pensamiento tan inquietante que habla de la implacabilidad del tiempo que no cesa. Henri Bergson acuñó su “élan vital” o impulso vital, una conceptualización de la fuerza que impulsa la evolución de los seres vivos y de cada organismo para activar su desarrollo. Deambulando por la naturaleza, fuerza superior que nos empeñamos en someter, esta nos recuerda de vez en cuando que nuestra soberbia no es más que la debilidad del indefenso cuando desata su furia volcánica, sísmica, huracanada o de lluvia torrencial. Solo su magnanimidad nos da el respiro para contemplarla y admirar, no sin fascinación, su fuerza luminosa, las arquitecturas talladas en los paisajes que ha compuesto o la variedad de colores que componen sus pinceles.

Está bien que se mida con la dura / sombra que una columna en el estío / arroja o con el agua de aquel río / en que Heráclito vio nuestra locura”. Estos versos del poema “El reloj de arena” de Borges nos trasladan a la inquietud que suscita el existencial fenómeno del tiempo, esa fuerza invisible que nos atropella hacia un precipicio llamado futuro. Y al decir de Borges: “...el rito / de decantar la arena es infinito / y con la arena se nos va la vida”.

El tiempo nunca será nuestro aliado, solo espero que en este año que comienza pueda administrarlo y no dilapidarlo, y sentirme vivo para responder ante las injusticias, las miserias humanas, la intransigencia o la violencia desatada, que masacra a tantos seres humanos, por psicópatas que un día se hicieron con el poder para emplearlo en beneficio propio, a costa del exterminio de pueblos enteros.

Al final de nuestro ciclo vital caeremos como hojas secas en otoño, aunque el olvido quiera ocultarnos que cuando éramos jóvenes creíamos que nunca llegaría este momento del otoño de nuestros días que, aunque tarde, nos arroje las respuestas a los interrogantes que antes nos asediaron.

Aquellos sueños de juventud se fueron consumiendo en sí mismos, mientras que en este tardío ahora nos queda poco para seguir pergeñando los venideros. “Somos el tiempo que nos queda”, como diría Caballero Bonald.

 *Artículo publicado en Ideal, 12/01/2025.

**La persistencia de la memoria, Salvador Dalí, 1931.