Noche cerrada en lluvia. El afamado promotor inmobiliario Donald Vincent Trump abandonaba el despacho, se había finiquitado el diseño de lo que sería la Trump Tower de la Quinta Avenida. Se construiría en el solar del viejo edificio Bonwit Teller. La demolición arramblaría con varias esculturas de piedra caliza estilo Art déco y la verja de la entrada, pero le prometió al arquitecto Der Scutt que se salvarían donándolas al Metropolitan. Promesa nunca cumplida. Finalizaban los setenta y Vincent Trump ansiaba comerse el mundo.
Ivana ultimaba los detalles de la cena. Aquel proyecto había que celebrarlo. La agotadora jornada alentó a Vincent a dar un paseo, debía despejar la mente. Bordeando Columbus Circle, en la esquina de Central Park West le llamó la atención una luz que se entreveía por la espesa arboleda. Movido por su innata curiosidad de oportunista, se adentró en el parque. Por las hojas de los árboles resbalaban suavemente gotas de lluvia. La luz se hacía más refulgente a medida que avanzaba. Intuyó una enorme figura redonda, una nave brillante que emitía una luz blanca cegadora. Un hombre de aspecto fatigado le salió al paso. “Un pordiosero, menudo malandrín, que no espere nada de mí”, pensó. El circunspecto individuo no podía articular palabra, solo levantó la mano como si saludara. Desconfiado, Vincent dio un respingo, aquella mano le resultó extraña: el dedo meñique lo tenía rígido. No soportaba ver las taras de nadie.
Aturdido, contó a Ivana lo sucedido. Quien no tardó en aconsejarle que se olvidara de aquella historia. Vincent Trump guardó durante décadas el secreto, no fueran a tomarlo por loco. Pero el olvido es tozudo y solo borra lo que le interesa, por lo que nunca abandonó la idea de que aquel individuo formaba parte de una misión de invasores galácticos que habían adoptado la imagen de personas de pocos recursos. La obsesión por su presencia en nuestro planeta iba en aumento, la misma que le hacía acumular millones de dólares y diversión.
Pasado el tiempo conoció a Melania y, sin saber cómo, la historia de aquella noche en Central Park se avivó. “¿Será porque ella es inmigrante?”, pensó. Cada vez que se topaba con desconocidos se fijaba en las manos y el dedo meñique. La paranoia la trasladó a Melania, quien también se fijaba en las manos de la gente. Se convencieron de que en muchos rincones del mundo los invasores de una galaxia remota, seres de un planeta agonizante, estaban aquí con el propósito de conquistarnos y destruir, sobre todo, su hermoso país —Estados Unidos—, un vergel de riqueza y una arcadia de paz y felicidad.
Sus negocios iban viento en popa, ganaba prestigio como empresario, pero la teoría de los peligrosos alienígenas, enmascarados con aspecto humano menesteroso, no corría la misma suerte. Pocos le creían. Incluso había quien lo miraba de reojo, entretanto él se mantenía como héroe solitario, salvador de la Tierra, en sus inamovibles convicciones. Su gran misión: perseguir a estos enemigos allí donde estuvieran. Nada de confiarse frente a su aparente normalidad que no llamaba la atención. Bien se lo advertía a Melania: “No podemos fiarnos de nadie, quien menos creamos puede ser uno de ellos”. El país, en peligro ante tan horripilantes seres, debía saber cuáles eran los detalles para descubrirlos, aparte de la rigidez del dedo menor, la ausencia de latidos cardíacos y de expresión de las emociones. Lo peor, su manera de morir: su cuerpo se vaporizaba al instante en una luz roja y sin sangrar.
Vincent Trump, inasequible al desaliento, porfiaba ante un mundo descreído por convencer de la pesadilla que había comenzado, su lucha en solitario no era suficiente. Los tiempos iban cambiando, galopaba el siglo XXI, y llegaban nuevos adelantos tecnológicos para manipular la realidad y propagar bulos y mentiras. Progresivamente su discurso de los invasores ganaba adeptos, tal creencia se convertía en una religión. Movimientos como Make America Great Again —MAGA— y su lema: “Haz a los Estados Unidos grande otra vez”, constituían plataformas perfectas para difundir el temor a la invasión de extraños seres que delinquían y nos robaban.
Las ambiciones de Donald Vincent Trump le llevaron a pactar con quien fuera para conseguir ser presidente de EE UU, solo de esa manera podría combatir a los usurpadores y culminar su venganza. Y bien que lo consiguió. En su primer mandato, muchos de los que tenía cerca le traicionaron, afirmó que se trataba de invasores infiltrados. Como ese vicepresidente desleal que no secundó la teoría del robo de las elecciones. O el sonoro fracaso del muro para cerrar totalmente la frontera con el indigno país de México, permisivo con la entrada de tantos enemigos.
Llegaría su segundo mandato y los combatiría sin compasión. Y así fue cómo les declaró la guerra y puso en marcha un plan para eliminarlos: deportaciones masivas, redadas en centros de trabajo, detenciones para llevarlos a cárceles de países colaboradores, dispersión de familias, niños separados de sus padres… Persecuciones en campus universitarios —que tildaba de concentración de invasores, ladrones del conocimiento y el saber, venidos de países remotos de Asia, África o América del Sur—, imposición de leyes a universidades para no matricular a asaltantes extranjeros, retirada de fondos del Estado.
Hasta que estallaron las protestas y manifestaciones ante semejante locura. Ciudades, como Los Ángeles, se levantaron para poner freno a inopinado dislate, y Vincent Trump mandó a la Guardia Nacional y todo se convirtió en un caos. (Continuará)
*Artículo publicado en Ideal, 20/06/2025.
** Ilustración: El meñique_Hugo Horita_Clarín
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