martes, 7 de junio de 2022

VIVIR COMO TOPOS*

 


Recordando noticias de la España tardofranquista, la de los ‘topos’ fue una de las más impactantes. Ocultos en zulos, sótanos excavados bajo tierra o habitáculos parapetados tras un armario hubo españoles viviendo durante veinte o treinta años. Mi mente adolescente se preguntaba cómo era posible aquello, qué clase de vida habrían llevado o por qué lo habían hecho.

Las guerras no terminan cuando se dice que terminan. La reconstrucción de vidas desgarradas no acaba nunca. Los ‘topos’ que emergieron a finales de los sesenta, después del decreto de amnistía de 1969 del dictador Franco, eran presos de la misma guerra civil de treinta años atrás, como los muertos en las cunetas sesenta u ochenta años después. Estuvieron ‘sepultados’ en agujeros inmundos, privados de libertad, huyendo de las represalias del régimen dictatorial que había mandado a miles de españoles al exilio. El miedo a morir, la venganza de los vencedores, la ausencia de compasión o la persecución sin piedad los camuflaron como a tálpidos. “Ellos, los vencedores, / Caínes sempiternos, / de todo me arrancaron. / Me dejan el destierro.”, decía Cernuda en Un español habla de su tierra.

El miedo, la supervivencia, la vileza, la represión, la bellaquería obligaron a ocultarse a miles de españoles cuando finalizó la guerra. El miedo a ser fusilado ocultó a Manuel Cortés treinta años en su casa de Mijas, bajo la protección de Rosa, su mujer, cuenta la película La trinchera infinita. Como las vidas que narraron los periodistas Jesús Torbado y Manuel Leguineche (1977), en el libro Los topos, de los hermanos de Benaque (Málaga), Juan y Manuel Hidalgo, tras 28 años escondidos; o la del ‘topo’ de Felanitx (Mallorca), cobijado en un pozo y fusilado al ser descubierto; o los trece años de Manuel Serrano en Almodóvar del Campo (Ciudad Real). Historias de desagarro e infamia, que no fueron las únicas en la dictadura.

El alcance de los horrores de una guerra nunca llegaremos a conocerlo. Tan evidentes pero tan repudiables, se enquistan en los recovecos de la mente. Las consecuencias son antes tragedias personales que colectivas, muchas quedan sepultadas en los confines del olvido cuando se ‘normalizan’ la guerra o la paz. Las afrentas son tantas que nunca podrían caber en las páginas de un periódico, en programas de radio o de televisión, ni siquiera en el universo de internet.

En la guerra de Ucrania ocurren cada día incontables atrocidades, la verdad de las mismas es lo que ya desconocemos cuando la manipulación informativa aparece. Más de tres meses de invasión y no cesan los bombardeos de escuelas, estaciones de ferrocarril o corredores humanitarios. Cada día se descubren civiles asesinados con manos atadas a la espalda y fosas comunes atestadas de cadáveres. Han pasado días, y el episodio en la planta metalúrgica de Azovstal (Mariúpol) persiste como un relato impío donde cientos de personas viviendo como topos más de dos meses nos ha conmovido. La oscuridad bajo tierra ha sido una dura prueba para niños que necesitaban correr, saltar, tocarse, reír con sus travesuras…, una experiencia de privaciones, de precaria alimentación, de sed a medio saciar, de extenuantes desarreglos intestinales. La salud mental, afectada, sin duda. Como topos se refugiaron para huir de la muerte, sin rayos de sol que iluminaran amaneceres, sin paseos bajo la arboleda del parque donde jugaban entre risas y carreras.

Mientras Rusia bombardeaba e impedía evacuaciones de población civil e indefensa, esta se preguntaba: “Qué mal hemos cometido para que nos hagan esto”. Mujeres, niños, ancianos, todos queriendo salir de un agujero horadado en la tierra para otros fines, distintos a los de soterrar bajo las ruinas a cientos de personas. Y el llanto mezclado con olores de heridas supurantes de los soldados postrados en catres improvisados. Dos meses o más sin ver la luz del día, refugiados en túneles y búnkeres insalubres, oliendo a humedad y a desesperación.

A cuentagotas salieron para ver nuevamente el resplandor del sol entre la nebulosa del humo de las bombas que caían sobre una ciudad devastada y un espacio de trabajo y convivencia convertido en ruinas y escombros. Para Rusia, una conquista estratégica, Mariúpol permitiéndole enlazar la península de Crimea con territorios separatistas del Donbás.

Las guerras convierten a los individuos en anónimos e ignorados. La normalización de la guerra es la mayor excusa para construir toperas infinitas. El silencio de aquella España sojuzgada y cautiva, temerosa, que callaba cosas que era mejor callar, la hizo cómplice de la ocultación de aquellas otras víctimas anonimizadas de la guerra civil durante decenas de años. La normalización de una guerra empieza cuando solo se habla de avances y retrocesos en los frentes, del número de muertos, bombas y morteros lanzados sobre edificios, de las represalias contra el invasor o las ayudas prestadas al invadido.

Por eso es tan importante, para que no se normalice una guerra, llenar los relatos de historias personales, de madres que protegen a sus hijos, de padres desesperados que van al frente, de la reinvención diaria para proveer la subsistencia, de cuál será el futuro, de las ilusiones truncadas, de los daños psicológicos que se alojarán en los confines del recuerdo.

Horrores como los de Bucha o Borodianka, y los que no nombramos, son parte también de la ignominia con que se conduce el ser humano, desposeído de humanidad, capaz de destruir sin piedad. Si no se habla de las historias personales, si no se hace terapia individual y colectiva, Ucrania será una gran topera, y lo será durante muchos años.

 * Artículo publicado en Ideal, 06/06/2022

 ** Miguel Becerro, De Guernica (1937) a Bucha (2022), historia de la estupidez humana.

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