Si se quedara sola la clase política para dirimir el futuro de un país y de la vida en sociedad seguramente terminaríamos en una guerra sin cuartel. La vida pública de la política no termina de salir de un estercolero que a los ciudadanos nos abochorna. Los debates en el Congreso son de todo menos constructivos episodios de diálogos platónicos en defensa de la justicia, la verdad o el bien común. Aseguraría que es el lugar donde más se miente en España. La construcción de relatos falsos y malintencionados, dirigidos a la opinión pública, abundan en una vociferante verborrea de gentes enervadas que ni siquiera se escuchan: puro alarde de estulticia parlamentaria. Prefiero las conversaciones entre gentes sentadas al calor de unos rayos de sol en una plaza pública.
En uno de los Caprichos de Goya, “El sueño de la razón produce monstruos”, aguafuerte donde el pintor nos presenta un panorama sombrío dominado por los desasosiegos que atormentan al ser humano, en una visión onírica de animales —lechuzas, búhos, gatos o linces— que representan la imagen sórdida de todo lo ajeno a la razón. Engendros que torturan a quienes no son capaces de encontrar explicaciones a la zafiedad de la política o el abuso de poder, lejos de la razón kantiana o la búsqueda de la modernidad de España, entonces inspirada en las ideas de la Ilustración, con la que soñaba Jovellanos.
La razón, facultad del ser humano, bajo la impronta de la libertad para pensar y reflexionar, sacar conclusiones, juicios y valoraciones, deber ser el eje vertebrador de nuestra vida en sociedades modernas y civilizadas. Sin embargo, la sensación percibida por la ciudadanía es que la razón está desaparecida en aquellos ámbitos donde nunca debiera ausentarse: las esfera de los poderes del Estado.
Hoy muchos monstruos se ciernen sobre nuestro país. El ruido, la crispación, la algarabía, la mugrienta falsedad, se han apoderado de la política de una manera vomitiva: burdo sarcasmo, dialéctica barata, descalificación del otro, ausencia de ideas y argumentos, solo chabacanería y vulgaridad. Los ciudadanos, víctimas de esta desvergüenza, de la tergiversación de los hechos, ven mancillado su derecho al sosiego y atormentadas sus vidas. Monstruos generados por esa clase política indecente, inventora de mentiras y obscenamente criticona de todo. En nuestro país solo les falta esgrimir una motosierra, como los perturbados Milei o Musk, para hacernos sentir atacados y perseguidos por el mismísimo Leatherface, el trastornado mental de la familia de caníbales de La matanza de Texas.
La vida pública se ha llenado de bazofia, que se traslada sin reparos a la ‘vida social’ encaramada en las redes sociales para acumular más basura. Aburre y cansa. Y poco importa que finalmente recale en el tercer poder del Estado de derecho: la Justicia, a través de continuas demandas y denuncias. En estos años hemos asistido a no pocos espectáculos donde los jueces por una u otra razón han sido protagonistas de la vida pública. La separación de poderes, heredada de la Ilustración y El espíritu de las leyes de Montesquieu, cuesta reconocerla. Duele escuchar decir que en los órganos de poder de la Justicia hay sectores conservadores y progresistas, que la ideología de un juez es de un signo u otro, que su pensamiento jurista —no el personal, como individuos pueden tener sus propias ideas— está mediatizado por un sesgo ideológico que condiciona las sentencias que después dictará. Esto abruma, entristece y subleva a la ciudadanía.
A mí no se me ocurre elaborar un informe técnico condicionado por mi aversión a ideas, personas o intereses concretos, reflejándolo luego en las argumentaciones o motivaciones que fundamentan lo que serán propuestas de resolución. En el caso de los jueces quiero imaginar que tampoco, que el ejercicio de su labor y decisiones se rige por procedimientos ungidos —con el enorme poder que les atribuye la Constitución— por el cumplimiento estricto y garante de la norma. Conocer sentencias sobre los mismos hechos, las mismas situaciones, la misma vulneración de derechos, presentadas por distintas personas a titulo individual o colectivo, que terminan siendo diferentes, a favor o en contra, provoca desconfianza hacia la Justicia.
La prensa nos bombardea con informaciones plagadas de noticias judiciales que dirimen disputas políticas, muchas de ellas con las instituciones del Estado involucradas. El espacio público de debate, garantía de democracia y parlamentarismo, se traslada a la esfera judicial en la búsqueda de autos y sentencias que puedan favorecer al demandante. La vida política es judicializada, mientras la sensación de la ciudadanía es que hay jueces que entran en este juego y practican más política que justicia.
Los poderes del Estado no pasan por su mejor momento. El descrédito a que se ven sometidos aumenta el escepticismo ciudadano hacia las instituciones. Las sociedades democráticas, no obstante, basan gran parte de su fortaleza en instituciones fuertes y respetables, garantía de los principios fundamentales de justicia y salvaguarda de los derechos y libertades.
Un poder tan necesario como la Administración de Justicia, pilar del Estado de derecho, debe aislarse de la vida política, evitar ser considerado un adversario político más o un peón de intereses partidistas que van más allá de la ecuanimidad en la aplicación de las leyes. ¡Cuidado, la política siempre intentará involucrarlo en esta trampa!
Necesitamos que la Justicia coadyuve al alcanzar el equilibrio de la vida democrática, que sea garante de las normas que emanan de la soberanía popular y que se abstraiga de las razones ideológicas para regirse solo por las razones legislativas.
* Artículo publicado en Ideal,03/03/2025.
** Ilustración incluida en el artículo publicado en Ideal, 03/03/2025.
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