El horizonte de este final de estío se ha teñido de un resplandor rojizo coronado por una nebulosa blanquecina, como si el cielo quisiera vestirse de gala para una puesta de sol carnavalesca. Pero no, más bien es un trozo del infierno aposentado en los verdes montañas del noroeste de España, lanzando al tiempo llamaradas hacia otros puntos de la península, como si quisiera cubrir la piel de toro de un resplandor sanguinolento.
Suena el crepitar de hojas verdes consumidas por la avidez de un fuego incesante, mientras el chisporroteo de las brasas se confunde con la desesperación de quienes se afanan por apagarlo y los gemidos de tantas personas, llorando como niños, al ver que una parte de su vida desaparece en un instante. Los sonidos angustiados penetran en los oídos de los españoles, encogiendo su corazón. Son días de dolor compartido, de muestras de solidaridad, de deseos de ir hasta en ayuda de las tierras que sucumben abrasadas por uno de los elementos de la naturaleza, el que sale de las entrañas de la Tierra, de la ira de los dioses del Olimpo, el que cambió la vida de aquellos hombres de las cavernas al dominarlo para calentarse, asar la carne cazada o protegerse de las fieras. El mismo elemento que mantenía un punto de luz en la costa para orientar a los barcos que arribaban o se ofrecía como tributo para los dioses.
Esta fuerza de la naturaleza está desatada día y noche, aferrada a la voracidad, lanzando sonidos de furia que dibujan el horror, mientras que entre el chisporroteo y los clamores de la tragedia incontrolable resuenan otros gritos: voces, exabruptos y graznidos exhalados por gargantas infestas, deshonestas, marcadas por la espuria más desvergonzada. Son los chillidos de los políticos entrometidos entre el dolor y la catástrofe, propagados como regueros de impudicia que acumulara solo odio y ambición, sin respeto a los sentimientos ajenos, desconsiderados ante el sufrimiento.
Las Cámaras parlamentarias —Congreso y Senado— cerraron sus puertas en julio. Y si hubiera algo por lo que agradecer este cierre no es porque sus señorías disfruten del ‘merecido’ descanso, sino porque la ciudadanía descanse de ellas, saturada como está del bochornoso espectáculo ofrecido día tras día, mes tras mes, año tras año, grosería tras grosería, ofensas tras ridículas conductas. Su capacidad para el debate es nula, su tendencia a comportarse como energúmenos sin educación, total: insultos, zafiedad, burdos sarcasmos, argumentos carentes de intelecto y dominados por la demagogia.
Mejor hubiera sido que este verano, extremadamente caluroso, dejara paso a un otoño amable y soñador, de atardeceres ceniza y árboles que se desnudan para teñir los caminos y las riberas de los ríos de una sinfonía de colores ocres y rojizos. Pero el verano se va a despedir con extensos frentes de llamaradas y columnas de humo que arrasan la vida a su paso, dejando un erial de pavesas ennegrecidas, cadáveres de animales, postes calcinados de lo que un día fueron hermosos árboles y, lo más dramático, personas fallecidas que defendían sus viviendas y el entorno natural que amaban. Sin embargo, en medio se ha desatado otra hecatombe en forma de trifulca política que no olvidaremos en mucho tiempo, como no olvidamos la que continúa tras el siniestro de la dana en Valencia. La inmoralidad con que se están conduciendo los políticos, escupiendo mentiras, inquina y fuego por sus lenguas, mientras la catástrofe se extiende por cientos de miles de hectáreas, confundiendo a la ciudadanía, echando las culpas de su incompetencia al corral ajeno, acudiendo a falsedades, engaños, con relatos dirigidos a una ciudadanía lerda, sin pensar en el dolor, la tragedia y el patrimonio natural que se está destruyendo, es una indignidad. Miran solo el rédito político. No importa la colaboración, paliar la tragedia, entonar un ‘mea culpa’ y hacer propósito para que algo así no vuelva a repetirse.
La política, utilizada como arma arrojadiza y no como medio para solucionar los problemas, vaga infiltrada en la vida cotidiana sin reparar en el daño ocasionado a la salud emocional de los españoles. Sujeta solo al ruido, la confusión y tergiversación de la realidad, sin importar el daño ocasionado, convertida en un factor de consumo cotidiano, sea consciente o auspiciado por la influencia del entorno, que no deja indiferente ni siquiera a quienes pretendan eludirla. Son tantos los medios utilizados por plataformas políticas y sus adláteres que es imposible que sus mensajes no tengan repercusión en este tiempo de circulación vertiginosa de la información y la desinformación. La realidad que nos invade es una política convertida en ruido, con mensajes fragmentados, inconexos, destructivos, sesgados y dirigidos al consumo ciudadano, basados en soflamas y peroratas propagandistas, desprovistos de argumentos y valoraciones. A lo cual contribuyen algunos medios de comunicación en más ocasiones de las deseadas.
De esto también tenemos mucha culpa la ciudadanía que lo consentimos, que entramos en su estrategia compuesta de mensajes superfluos y poco fundamentados que apelan a los impulsos, urdidos por asesores que maquinan en las sombras siniestras de la política, sabedores de lo manipulables que somos y lo fácil que resulta posicionarnos del lado que les interesa.
La ola de incendios no ha sido una cuestión menor, las responsabilidades de las administraciones para combatirlos, cada una con su cuota correspondiente, se pretenden eludir tirándose los trastos a la cabeza, sin asumir culpas, removiendo solo la confusión como rédito político. La inmoralidad y la desvergüenza han quedando patentes.
*Artículo publicado en Ideal, 05/09/2025.
**Ilustración en Ideal
No hay comentarios:
Publicar un comentario