domingo, 6 de enero de 2019

DE INTOLERANCIA TAMBIÉN SE VIVE*


Han pasado cuarenta años desde la aprobación de la Constitución, los mismos en los que se puso fin a la dictadura con toda la prosodia institucional de que fuimos capaces. Era lógico que tras la dictadura viniera la necesaria catarsis, aunque podría haber llegado la revolución, pero las revoluciones no llegan así como así. Al menos se abrió un tiempo nuevo, como gusta decir a los partidos políticos cuando son ellos los que proponen algo, teñido de valores de respeto, tolerancia e idea universal de respeto a los derechos humanos.
Una década después, en la próspera Europa, el nacionalismo y las guerras del odio dinamitaron los Balcanes. El conflicto ya no era cosa de los confines del mundo, sino que estaba en casa. Se globalizaba el odio y la intolerancia, bien cocida en otros puntos del planeta. Después se incorporaban nuevos países a la UE, algunos liberados del viejo yugo soviético. El mundo cambiaba tanto que los ropajes de paz y tolerancia se iban desprendiendo de la vieja Europa. El caballo de la irracionalidad, en la alegoría del carro alado de Platón, tiraba con más fuerza que el de la ética; el auriga Sócrates se mostraba incapaz de dominar el vértigo que lo guiaba hacia el dislate.
En la escuela pusimos todo el empeño para que las nuevas generaciones se educaran en valores de tolerancia y respeto, pero hasta en eso hemos fracasado. Si como decía Machado, había demasiadas cabezas que embestían, ahora nos aterra observar que son muchas las que desprecian al otro, al diferente, haciendo de él objeto de ira e indiferencia.
La crisis geoestratégica y económica con que se iniciaba el presente siglo aireaba vergüenzas y miserias humanas, nos hizo más individualistas, menos sensibles y convirtió las fronteras en auténticos muros de la sinrazón y la insolidaridad. El discurso político se hacía más agresivo y menos tolerante, tocaba a su fin el tiempo de las buenas voluntades. Tan intransigentes y tremendistas nos mostramos que tendríamos que parangonarnos con aquellos que frustraron el amor de la joven Gloria, la protagonista de la novela de Benito Pérez Galdós del mismo nombre, a cuenta de los prejuicios y la intolerancia religiosa.
Si en el panorama internacional han aflorado líderes investidos de autoritarismo y mesianismo, en España no ha sido menos. Las buenas intenciones sobre las que edificamos la democracia se están yendo al traste, si es que no lo hicieron hace tiempo. El populismo, los planteamientos radicales, el discurso de la insolidaridad, incluso el reproche a las bases de nuestra democracia, han emponzoñado la convivencia en estos años. Si el nacionalismo de todo color, revestido siempre de intolerancia, se extendía por el mundo, en España no hemos sido menos.
Hoy la intolerancia está tanto en la derecha como en la izquierda, en el machista como en la feminista, en el de aquí como en el que viene de fuera. Construimos nuestro pensamiento a través de las palabras, y últimamente éstas marcan discursos plagados de términos y proposiciones que apelan contra quien no esté próximo a nuestro relato. Las relaciones humanas, y las redes sociales son un ejemplo de ello, usan un lenguaje hiriente, destructor, henchido de mentiras y tergiversación de la realidad.
Vivimos un tiempo en que la intolerancia es rentable, como lo fue hace un siglo para el fascismo y el totalitarismo. Algunas élites de poder siguen estrategias similares: empujarnos al precipicio del pesimismo para luego aparecer como salvadoras de la catástrofe. Miedo y pesimismo como instrumentos de control de nuestras conciencias. Reforzar la intolerancia les sirve como arma de dominación, convenciéndonos de que lo hacen por el bien general y el nuestro propio, potenciando nuestra incapacidad para inferir el grado de descomposición social al que nos llevan.
Si la reacción fisiológica del organismo ante un posible daño es la intolerancia al gluten o la lactosa, el subconsciente humano reacciona frente a una hipotética agresión a su integridad individual o colectiva con igual determinación. La oleada de populismo que se extiende por el planeta no hace más que eso: alentar el peligro y acudir a remedios propios de las ideologías que trajeron tanto dolor y sufrimiento en el siglo XX. 
Las actitudes xenófobas y los argumentos discriminatorios en los discursos políticos se sirven del malestar y la desesperación de la gente. Esta oleada de líderes visionarios e intolerantes que azota el mundo, de ultraderecha, derecha, izquierda y ultraizquierda, elegidos en las urnas, es parte de nuestro fracaso colectivo. Lo que lamento es que los ciudadanos aparezcamos como cómplices de la farsa.
En España el fenómeno VOX ha entrado en las instituciones andaluzas, su respaldo electoral no es más que la materialización de lo que se estaba cociendo en España y en los partidos de la derecha en los últimos años, y que se disimulaba en una suerte de postureo, cuando no de hipocresía. El respaldo electoral hacia este partido es solo un síntoma, la enfermedad es más profunda.
Nos quieren hacer ver que más allá de la intolerancia nada existe, y que lo que hay es nocivo tanto social como individualmente. Si Paulo Freire decía que la intolerancia impedía el crecimiento personal, cabría añadir que el intolerante pierde parte de su condición humana a medida que la practica en su obsesión por alcanzar sus fines a costa de pervertir la realidad y criminalizar al diferente. El temor mundial al inmigrante quizás sea el paradigma que mejor explica todo esto, pero el uso que se hace de la democracia es preocupante, sobre todo si lleva pareja la degradación y el uso espurio de las instituciones.
Déjenme concluir diciendo que la intolerancia es la mejor expresión de nuestros miedos y que sin tolerancia no hay democracia.
*Artículo publicado en el periódico Ideal de Granada, 5/01/2019

1 comentario:

Anónimo dijo...

X un mundo , fuera de intolerancias y de discriminaciones , saludos k vaya guay ..