Dicen que Nueva York adelanta el futuro que nos llegará una o dos décadas después. En un mundo globalizado, el plazo quizás se acorte hasta la simultaneidad. Los cambios de vida, las tendencias y las nuevas prácticas capitalistas las vemos reproducidas en nuestra vida diaria cuando allí triunfaron hace tiempo.
Estamos en la época del año donde el consumo se dispara de manera desorbitada y hasta obscena. EE UU es la cuna del consumismo, eso comentan. En nuestro calendario se han aposentado fiestas invasoras: Hallowenn, Black Friday o la de Santa Claus, el gordito de cara beoda. Consumismo voraz, bucle de la economía capitalista: producir para consumir, consumir para producir.
Visité Nueva York un mes de noviembre. Pasadas dos semanas de Hallowenn, las huellas de su celebración permanecían: infinidad de calabazas aposentadas en escaleras de las brownstones, derroche de frutos cucurbitáceos. En el horizonte, el Black Friday; entre ambos: día de Acción de Gracias; a la vista: la explosiva Navidad neoyorquina. Mucho para festejar; también el consumismo.
El Black Friday también se ha instalado en España, lo hemos adoptado. No es una fiesta religiosa ni familiar, ni nada por el estilo. El Viernes Negro es una fiesta montada para consumir, sin tapujos, sin eufemismos, ahora dirigida a toda clase de bienes y servicios, proyectada con la fuerza incuestionable de las estrategias comerciales y el marketing, capaz de influir poderosamente incitando y torciendo la voluntad del individuo, debilitándola, trasteando en el rincón de las emociones.
No se hubiera entendido mi visita a Nueva York en esas fechas y perderme el Black Friday, si quería escudriñar como viajero curioso en el conocimiento de la metrópoli. Para ello, una visita de campo a almacenes como Saks o Macy’s, o a un shopping malls. Entre Nueva York y Nueva Yersey, como en otras rutas, proliferan como setas. Da igual al que vayas, son todos iguales. El elegido se llamaba ‘Mall Jersey Garden’, donde se reunían grandes marcas, franquicias, juguetería, restauración, joyería, náutica, decoración, electrónica, perfumería… en un espectáculo comercial en estado puro. El acceso: miles de coches dibujando colas serpenteantes, kilométricas, ocupando dos y tres carriles, de todas clases, modelos y tamaños. Era el Black Friday, el gran día, nadie podía perderse la gran fiesta en aquel enorme complejo construido expresamente para consumir lo necesario, y lo que no.
Limpio, amplio, ampuloso, de grandes espacios: largos, anchos y altos. Los nuevos bazares del siglo XXI, que nada tienen que ver con los de una calle de Bagdad, El Cairo o Marraquech, salvo que tienen la misma finalidad: vender y comprar. Estos, en la calle, en una relación directa comprador-vendedor; los otros, impersonales, diseñados para atrapar, no por la persuasión que ofrecen las excelencias del producto, sino mediante el impacto neurológico de una estrategia diseñada para manipular los sentidos y las emociones. La vista, el oído, el tacto, el olfato y hasta el gusto atacados para generar una necesidad que acaso nunca tuvimos.
En el Mall Jersey Garden, compuesto de grandes espacios interiores, mastodónticas escaleras y una descomunal plaza central, desde el mirador corrido de la planta superior, las personas se apreciaban como hormigas que supieran a qué agujero-tienda entrar o a qué cola interminable agregarse. La paciencia no tenida para otras cosas, aquí afloraba como un valor que esperaba recompensa. Pantalones, camisas, camisetas, cinturones, sudaderas, chaquetas, jersey, zapatillas, faldas, blusas…, objetivos deseados. Solo había que esperar, tener aguante, para tocar decenas de prendas, acercarlas al cuerpo, comprobar la talla o el color más favorecedor. Centenares de piezas de ropa amontonada, acumulada en estanterías, caída al suelo, u ordenada sobre anaqueles. Infinidad en perchas, aguardando la mano generosa para tocarla, desplegarla, desearla. El espectáculo: una escena sembrada de caos.
En la puerta de una tienda de ropa vaquera, gentes de edades variadas aguardaban media hora, una hora, para acceder al interior. En ella las ofertas llegaban al sesenta por ciento. Merecía la pena el sacrificio, a decir de la sonrisa exhibida al palparla. Fuera, en un gran cartel, rezaba: 60 % off everything. Al lado, varios chicos haciendo un receso en la aventura del día, agolpados junto a grandes maletas y bolsas, extraían de sus mochilas refrescos y sándwich. Había que reponer fuerzas. Sus rostros denotaban alegría, intercambiaban comentarios e ilusión por lo depositado en las maletas y por lo que aún les esperaba.
Era mi rostro el que reflejaba cansancio y hastío. Más de cuatro horas, acaso cinco, dentro de aquel enorme templo del mercadeo más soez y descarado, con humanos convertidos en piezas de un gran juego. Tomaba notas como observador participante. Me veía ridículo, sin interés alguno en comprar, pero atrapado en un aquelarre dominado por muchos machos cabríos de la magia tecnologizada, aferrada igualmente a la superstición y al delirio.
Jóvenes y mayores con el deseo intacto de atrapar lo que les hiciera sentirse bien: esa ropa que modelará su imagen, la estética para presentarse ante los demás, producto no de un ejercicio de libertad sino de mimetismo con los modelos o estereotipos sugeridos, cuando no impuestos. Entendido todo desde mi óptica: un insulto a mis convicciones, contrarias a dejarse atrapar por lo insustancial y lo superfluo. Debo estar viejo.
Abajo, en la plaza central, el rumor no cesaba. La gente caminaba en todas direcciones, como si practicaran un juego para reconocerse. Mis fuerzas se agotaban. La mirada, agostada. Era noche cuando salimos del Mall Jersey Garden. Como podríamos estar saliendo del Nevada Shopping.
*Publicado en Ideal, 02/12/2024
**La realidad te ciega, Carlos Saura Riaza
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