La tergiversación de la palabra libertad, su significado, ha provocado un relativismo en las formas y los hechos que no ha beneficiado, entre otras cosas, a nuestra conducta cívica. Hacernos creer que tenemos derecho a todo, incluso a diezmar los recursos del planeta, nos ha llevado a sucumbir en una espiral de desastres naturales y desigualdades cuyas consecuencias las estamos pagando cada día.
Se nos pide que seamos ciudadanos militantes de ideas magníficas, pero con trampa. El cambio climático es una realidad, a pesar de los negacionistas, terraplanistas y otras estirpes sumidas en la ignorancia, esos que a cada giro del planeta redondo y achatado por los polos van ganando espacio, control y poder, incluido el político. Salen con descaro de las sombras de la superstición para mostrarse como adalides de ideas acientíficas, amorales, xenófobas, que, sin rubor ni crítica, son votadas por millones de personas. Como se votó a Hitler y su supremacía aria. Ellos serán los que nos gobiernen en los próximos años, quizás decenios, si antes no nos llevan a la destrucción de la especie.
Nuestra ejemplaridad ciudadana nos impele a discriminar los residuos que generamos y depositarlos en coloridos contenedores. Llevamos a cabo no pocos gestos nobles y cívicos, incluidos no desperdiciar comida, mirar por el medio ambiente y ser fervientes defensores del planeta. Ciudadanos ejemplares, porque así nos lo pide nuestra conciencia ante el deterioro del planeta. Y transmitimos a nuestros hijos, alumnos, familiares y amigos que pequeños gestos suman mucho hasta convertirse en un gesto inmenso, capaz de cambiar la deriva negativa de la Tierra. A lo que sumamos otros hábitos particulares: gestionar bien nuestros gastos, consumir con responsabilidad, practicar hábitos de vida saludable, no despilfarrar recursos, ni ensuciar las calles y tirar los papeles a una papelera y no al suelo. Nos han bombardeado con tantos mensajes nobles en pro del civismo y nuevos valores culturales de siglo veintiuno, y todo para luchar contra la barbarie del siglo veintiuno. Sin embargo, frente a nosotros, ciudadanos ejemplares, hay otros muchos que no tan ejemplares, como existen grandes potencias y corporaciones que siguen contaminando por encima de sus posibilidades.
Las cumbres del clima terminan sin grandes acuerdos, ni compromisos firmes que no enojen al clima de este planeta que nos cobija. Por eso no es posible frenar el deshielo del Ártico, los efectos perniciosos de huracanes que asolan islas y costas orientales del Caribe o América del Norte, el ensañamiento de gotas frías en regiones mediterráneas, ni veranos e inviernos cada vez más calurosos, y permitimos que el calentamiento global deje a los osos polares sin su hábitat o que muchas especies animales desaparezcan. Nuestra civilización está sostenida en el consumo de combustibles fósiles, el vertido de residuos industriales a ríos y océanos, la generación de enormes cantidades de residuos urbanos o el deterioro del medioambiente.
La sexta extinción. Una historia nada natural de Elisabeth Kolbert, el libro que alertó de la venidera sexta extinción de vida terrestre —tras las cinco grandes extinciones anteriores—, señala que en esta hay un factor nuevo: la intervención y responsabilidad de los humanos. En las anteriores, ni existíamos. Nosotros, los humanos, recién aterrizados en este planeta, le hemos causado más daño que cualquier otra especie en sus casi cinco mil millones de años de existencia.
En noviembre se celebró la 29ª Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático en Bakú (Azerbaiyán). El lema: “Solidaridad por un Mundo Verde”, todo un dechado de intenciones, como todos los lemas que congregan las mejores intenciones y porfían por esa palabra clave: sostenibilidad. Todo ha de ser sostenible en nuestro tiempo. Es obvio. Ahora bien, despilfarrar, no cuidar nuestro entorno, abusar del consumo de recursos o creer en un modelo económico y social basado en el crecimiento acelerado y continuo, no puede sostenerse sin hacer daño. A su manera lo decían también nuestros padres, cuando nos educaban en que había que mirar por lo que teníamos y gestionar bien y no gastar más de lo necesario, en aquella época de precariedad y limitación de recursos. Lo mismo que transmitimos a nuestros hijos en esta época de abundancia, pero con múltiples enemigos de estas convicciones. Otro mundo anegado de mensajes que hablan de que como somos libre podemos consumir sin límites, que todo es inagotable y que obvian que los recursos naturales son limitados y, muchos, irreemplazables.
Hacer creer que nuestra libertad consiste en tener todo lo que deseemos, a través de una publicidad y propaganda tóxicas, o que es posible un crecimiento económico ilimitado, es hacernos trampas al solitario.
En Bakú se habló de un mundo verde, de la urgente necesidad de caminar hacia la transición energética y el multilateralismo entre países para alcanzarla. Se acordó una financiación climática, donde los países desarrollados aportaran 300.000 mil millones de dólares hasta 2035. Pero a los grandes contaminadores del planeta: China, EE UU, India y Rusia, esto no les interesa y caminan por senderos opuestos.
Las energías renovables quisieran sustituir a los contaminantes combustibles fósiles, pero quizás estemos aún ante la gran mentira del trilero. No sabemos si la civilización de los combustibles fósiles colapsará en 2028, como vislumbra Jeremy Rifkin en El Green New Deal global, y si la vida en la Tierra se salvará, pero mientras las grandes corporaciones petroleras y gasísticas sigan dominando las políticas de los países, influyendo en gobiernos, aupando a negacionistas del cambio climático al poder, el planeta estará en peligro.
*Publicado en Ideal, 19/12/2024
**Tierra, naturaleza, medioambiente_Tomado de México social. La cuestión social en México
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