Es inevitable pensar en el paso del tiempo cuando el calendario nos recuerda que la sucesión de un año a otro se asoma a nuestras vidas. El tiempo, ese algo metafísico que un calendario no puede controlar, incapaz de establecer los cánones en la sucesión del pasado, presente y futuro, abstracciones que conforman un devenir del que solo los humanos estamos dotados para interpretar. Somos el producto, sujeto, de una conciencia capaz de representar el tiempo y el espacio, como sostenía Schopenhauer, independientemente de la existencia de ambos, el objeto.
La obsesión del hombre, desde los albores de su presencia en la Tierra, ha sido la de medir el tiempo. Cuando el calendario era cosa menos frecuente, las etapas temporales se regían por la estacionalidad de los ciclos de la naturaleza que regulan el ritmo circular de las siembras y las cosechas. El cambio climático está volviendo loca la naturaleza, y de camino a nosotros. Para los que no creen en él, seguro que vivirán más felices. Quienes lo vemos venir lo descubrimos en el mandarino de mi jardín que se llena de azahar en octubre, cuando ya lo hizo en abril, o en la planta de pimientos que aguanta tres o cuatro años y cada año vuelve a echar fruto. No desafían al invierno con su letargo porque no hay invierno.
Desde que Julio César —46 a.C.— implantó el calendario juliano, pasaron siglos midiendo el tiempo con un cómputo mensual de duración distinta a los actuales, hasta que el Papa Gregorio XIII alumbró el calendario gregoriano que rige en casi todo el mundo desde 1582. La Revolución Francesa quiso alterarlo y, tras la Toma de la Bastilla (14/julio/1789), sus artífices consideraron que ese día pasaba a ser el inicio de la Era de la Libertad. Y como quiera que la convulsión revolucionaria continuó, después vino la Era de la Igualdad y el calendario Republicano, trastocando fechas de inicio del año y nombres de meses, asociándolos a las inclemencias meteorológicas o actividades agrícolas.
No quisiera que el tiempo me lo marcara un calendario, porque me horroriza ver cómo sus hojas caen inclementes sin reparar en mí. Ni quisiera que el paso del tiempo me negara que un recuerdo pueda seguir vivo y no sepultado por la tiranía del presente o la codicia del futuro. Porque “esto de no ser más que tiempo espanta”, como escribiera Carlos Murciano.
En nuestros días el calendario es un monstruo de doce cabezas que nos va engullendo sin compasión, devorando nuestra existencia y acelerando una percepción de las etapas de la vida como meros retazos de olvidos y recuerdos. Resulta tan difícil calibrar cuándo sucedió un acontecimiento, cuándo fuimos a un viaje o cuándo nos reencontramos con un viejo amigo.
A los habitantes del planeta del primer cuarto del siglo XXI ya no nos sirven la estacionalidad de las frutas ni el viento que acompaña cada época del año. El tiempo pasa. Solo nos vale el implacable tictac del reloj o la fecha marcada en la esquina inferior derecha de nuestro ordenador. Mientras se nos olvida que nuestra propia decrepitud, lenta pero pertinaz, es la que nos avisa del discurrir de una existencia inmisericorde.
Heráclito expresó que “en la vida todo fluye” y “nada permanece inmutable”, como si todo estuviera sujeto a un ciclo eterno de cambio y transformación en constante evolución. Pensamiento tan inquietante que habla de la implacabilidad del tiempo que no cesa. Henri Bergson acuñó su “élan vital” o impulso vital, una conceptualización de la fuerza que impulsa la evolución de los seres vivos y de cada organismo para activar su desarrollo. Deambulando por la naturaleza, fuerza superior que nos empeñamos en someter, esta nos recuerda de vez en cuando que nuestra soberbia no es más que la debilidad del indefenso cuando desata su furia volcánica, sísmica, huracanada o de lluvia torrencial. Solo su magnanimidad nos da el respiro para contemplarla y admirar, no sin fascinación, su fuerza luminosa, las arquitecturas talladas en los paisajes que ha compuesto o la variedad de colores que componen sus pinceles.
“Está bien que se mida con la dura / sombra que una columna en el estío / arroja o con el agua de aquel río / en que Heráclito vio nuestra locura”. Estos versos del poema “El reloj de arena” de Borges nos trasladan a la inquietud que suscita el existencial fenómeno del tiempo, esa fuerza invisible que nos atropella hacia un precipicio llamado futuro. Y al decir de Borges: “...el rito / de decantar la arena es infinito / y con la arena se nos va la vida”.
El tiempo nunca será nuestro aliado, solo espero que en este año que comienza pueda administrarlo y no dilapidarlo, y sentirme vivo para responder ante las injusticias, las miserias humanas, la intransigencia o la violencia desatada, que masacra a tantos seres humanos, por psicópatas que un día se hicieron con el poder para emplearlo en beneficio propio, a costa del exterminio de pueblos enteros.
Al final de nuestro ciclo vital caeremos como hojas secas en otoño, aunque el olvido quiera ocultarnos que cuando éramos jóvenes creíamos que nunca llegaría este momento del otoño de nuestros días que, aunque tarde, nos arroje las respuestas a los interrogantes que antes nos asediaron.
Aquellos sueños de juventud se fueron consumiendo en sí mismos, mientras que en este tardío ahora nos queda poco para seguir pergeñando los venideros. “Somos el tiempo que nos queda”, como diría Caballero Bonald.
*Artículo publicado en Ideal, 12/01/2025.
**La persistencia de la memoria, Salvador Dalí, 1931.
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