Ocupo casi todo
mi tiempo libre en dar el último repaso a mi novela, en la que el conflicto
vasco es parte esencial de la historia. A cada página que leo me pregunto por
las similitudes y diferencias de lo que pasó en Euskadi y lo que está
ocurriendo en Cataluña. Cuando al fin parecía que habíamos resuelto el
conflicto vasco, nos ha estallado el que viene llenando gran parte de la vida
política española en los últimos años, pero también los sentimientos, que como
en el caso vasco, siempre son contradictorios y lacerantes. Y es que es
imposible ponerse de perfil ante lo que está ocurriendo.
Llevamos varias
semanas en las que no se habla de otra cosa que no sea del 'procés', del
referéndum o de la independencia de Cataluña. A un día de la celebración del
referéndum, mi conclusión es que no se han oído otros discursos que no estén plagados
de manipulación y engaño. Y que cientos de miles, millones de personas, se han
movido y se mueven con la ingenuidad del que está convencido de que sus
derechos han sido conculcados y de que todo lo que acontece les está llevando a
ser protagonistas de una misión histórica.
Hace tres años,
cuando se postulaba la consulta del 9-N, con un referéndum a la vista como reivindicación firme, dije que era
partidario de éste se celebrara, que con ello se podría satisfacer el deseo de
una parte importante del pueblo catalán y que en caso contrario impedírselo sería
contraproducente. Estaba convencido, como lo sigo estando, que aquella petición
de referéndum que se hacía desde un sector de la clase dirigente catalana
(burguesía, fundamentalmente) estaba sustanciada en maniobras e intereses
espurios, asfixiada como estaba por las acusaciones de corrupción, y que para
otros dirigentes les movía su ideal independentista. Y lo decía quien, como yo,
no cree en los nacionalismos, las patrias y las naciones.
Pensaba entonces,
como pienso ahora, que con la insatisfacción de esa reivindicación,
fundamentada en “el derecho a votar”, resultaría muy fácil manipular a la
opinión pública catalana. Que si no se buscaba una fórmula pactada se podrían
alentar ciertos sentimientos larvados, que aumentarían el anhelo por expresarse
en una urna. Si se hubiera negociado el referéndum podría haberse pactado como
una mera consulta, sin carácter vinculante. Con ello se hubieran satisfecho
muchas aspiraciones nacionalistas, pero la falta de diálogo y el empecinamiento
del Gobierno de la nación por ignorar lo que allí sucedía, como si el problema
no existiera, no ha hecho más que retroalimentar sentimientos de rabia ante la
censura.
Pasado el
tiempo, después de haber asistido a unas semanas de auténtico bochorno por
parte de las autoridades catalanas y las del Estado, jugando al ratón y al
gato, con persecuciones pueriles de papeletas, censos, páginas web, no se ha conseguido
más que potenciar ese deseo irrefrenable que suscita todo lo que nos es
prohibido. El referéndum de Cataluña se ha elevado a
la categoría de tabú.
Es posible que
todo este asunto de la independencia quede en un conato de echar un pulso al
Estado, pero las cosas no serán lo mismo después de lo que ha ocurrido. Nos
equivocaremos si no sacamos una conclusión colectiva: las controversias y los
problemas sólo se resuelven desde el diálogo y la política. Cualquier otra
estrategia utilizada puede resultar tremendamente peligrosa, sea por parte de
quien sea. El recuerdo del conflicto vasco que nos sirva de lección.
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