Escuchar, hablar, pensar. Actos de comunicación con
los demás y con uno mismo que se apoyan en la palabra. Actos que no soportan la
deslealtad con las palabras. A ellas, que representan la esencia destilada de
nosotros mismos, que se erigen en la carta de presentación más valiosa de lo
que somos, si las traicionamos, nos estamos traicionando a nosotros mismos.
En mi niñez, recuerdo haber visto cómo se sellaban los
tratos entre gente corriente: un apretón de manos y se certificaba un acuerdo.
Aquel gesto sentaba las bases de una obligación ineludible, ¡y ay de quien no
lo cumpliera! La palabra dada era una cuestión de honor, no respetarla era
perder la credibilidad y algo más. Después podía venir que aquello se escribiera
en un documento.
Entre los chiquillos, cuando se pretendía apelar a la
verdad o arrancar el compromiso de cumplir la palabra dada, se solía reclamar
la confirmación utilizando la expresión: “¿palabra de honor?”. Si la decías,
desnudabas tu alma y debías seguir la senda de la verdad, salvo que fueras un
pillo y no tuvieras ni honor ni palabra. La expresión nos empujaba a ser
sinceros o cumplir lo prometido. Es cierto que se conjugaba en ello la influencia
religiosa y el grado de coacción que se ejercía sobre nuestra conciencia con el
pecado.
En política, la palabra dada se ha devaluado mucho.
Las palabras suenan vacías, la deslealtad hacia ellas es tan indecente como
insolente. Creer en política resulta cada vez más difícil. En un tiempo en que
todo son promesas y las palabras solo sirven para rellenar discursos, que
suenan a impostura y lejanía del corazón, poco valor atribuimos a lo que nos
resulta grandilocuente, repetitivo y manido. Sin embargo, a pesar de que el
umbral del escepticismo en las sociedades modernas se haya elevado, todavía es
fácil embaucar a la gente con cualquier trivialidad. No lo olvidemos.
Debe ser el otoño por venir, dispuesto a anticipar y
avivar sentimientos, lo que me ha hecho recordar aquellas reseñas prometidas de
alguna de mis novelas y que nunca llegaron. Quizás descansen como borrador en
las tripas de algún ordenador o en el olvido de quienes me las prometieron, al
final lo único recibido fue la decepción tanto por su ausencia como por las
personas que me ilusionaron.
En una ocasión, un afamado escritor, que suele mostrar
inquietudes sobre temas educativos, prometió que me escribiría su impresión
sobre La educación que pudo ser (ensayo que le regalé). Hasta el
momento, pasados ya varios años, aparte del gran fiasco que supuso el cierre de
la editorial que lo publicó, no he recibido el comentario que esperé durante un
tiempo. Se ve que en el mundo de la
cultura también existe deslealtad con la palabra dada.
En ocasiones esta palabra dada se oculta bajo formas
diplomáticas o simpáticas, entonces adquiere exquisitez y apariencia, aunque
luego obtengamos el mismo resultado. Quizá sea porque aún me quedan jirones
intelectuales de una concepción roussoniana de la vida y rescoldos de aquel
sentimiento de culpa que cultivaron en nosotros los curas de entonces, avivando
eso del cargo de conciencia, es por lo que a mí me cuesta mucho no cumplir con
la palabra que doy.
Me resulta todo tan incomprensible, tan groseramente
ejecutado, que inexorablemente he enfilado el abismo del descreimiento. El
escalofrío que provoca el primer aire fresco de septiembre es así: apela a la
nostalgia. Pronto llegará el otoño y con sus grises nos envolveremos, quizás
esto nos ayude a ser leales con nosotros mismos.
Dejadme al menos que reivindique la palabra dada con estos
versos de Mario Benedetti: “No me gaste las palabras, no cambie el significado…
No me ensucie las palabras, no les quite su sabor”.
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