lunes, 4 de septiembre de 2017

NO ES SOLO LA IRA DE ALÁ*


Matar en nombre de Alá, de Dios o de Yahvé, o del dios que ustedes prefieran, ha provocado en la Historia tanto dolor como sosiego para las almas. La Historia es un crisol de matanzas, holocaustos, exterminios, ejecuciones, sacrificios, torturas, sinrazones… en nombre de un ser divino. El terrorismo yihadista, el más activo y extenso en el planeta, tiene a Alá como excusa para descargar su ira.
Dolor y muerte, el binomio más extendido por todo el mundo. Lo acontecido en Cataluña ha sido parte de nuestro dolor, aunque para algunos el dolor propio les parezca más dolor que el de los demás. La muerte sin respeto a la vida humana, la pulsión destructora, el ‘thanatos’ de Freud. En la lógica perversa del terrorismo cabe tanto la destrucción del terrorista como de todo lo que tenga a su alcance.
Las sociedades modernas son ya de por sí complejas. La sociedad más uniformada, tanto en lo cultural como en lo ideológico, no escapa a la complejidad. Edgar Morin aludía a la complejidad de los fenómenos, de modo que para comprender el mundo y encontrarle una explicación habría que ir más allá del reducionismo que planteaba la ciencia newtoniana. En la complejidad, la uniformidad no existe.
Buscar las razones de lo ocurrido en Cataluña, pasados los primeros momentos de arrebato, es parte de la terapia de una sociedad sana. Cargar las tintas contra el Islam o la inmigración es una interpretación más visceral que inteligente. Un hecho de connotaciones globales como el ocurrido no se puede explicar solo a través del odio. El odio no existe si no hay otros condicionantes que lo estimulen. Decir que el atentado fue perpetrado simplemente por el odio a una civilización o una identidad cultural o religiosa es caer en la simplicidad.
Para un historiador la explicación de un hecho debe estar sujeta a un análisis más riguroso. Fernand Braudel sostenía que la economía y la geografía eran parte de la interpretación de la historia. En Barcelona y Cambrils ocurrieron unos hechos que no escapan a razones geoestratégicas, religiosas y económicas, elementos de la coyuntura actual de Oriente Medio. Solo el dolor y el odio no serían suficientes para explicar qué ha ocurrido en Cataluña, salvo que pretendamos una interpretación tendenciosa e interesada.
A punto de cumplirse tres lustros de la invasión de Irak, la deriva vivida en Oriente Medio ha sido devastadora. Esta zona quedó desestabilizada (gobiernos destruidos, conflictos interétnicos, guerras continuas), se propagó el dolor y se activó una sed de venganza infinita. El avispero de violencia que se generó se ha extendido por todo el planeta. La traslación de esa violencia a nuestro espacio vital ha soliviantado a la sociedad occidental, que hasta ahora vivía el fenómeno como algo lejano, preguntándose que cómo es posible que esto nos ocurra a nosotros. Independientemente de que abominemos de la presencia terrorista en nuestros hogares, el incendio que se prendió en esa parte del planeta lo tenemos aquí en forma de pequeños focos incandescentes. Habremos de defendernos de ello, obviamente, con todas las armas a nuestro alcance, pero no nos rasguemos las vestiduras por lo ocurrido y reflexionemos seriamente.
Los terroristas de Ripoll no habían venido de Oriente, ni fueron adiestrados allí por el Daesh, ni eran terroristas porque lo llevaran en los genes. Eran chicos pertenecientes a una segunda generación de inmigrantes, como los de Francia, y se convirtieron en terroristas como podría haberlo hecho un español simpatizante del ISIS. De hecho, hay europeos en su seno. Raquel Rull, una educadora de Ripoll, conocía bien a muchos de ellos: “Estos niños eran niños como todos. Como mis hijos, eran niños de Ripoll. ¿Qué os ha pasado? ¿En qué momento? ¿Qué estamos haciendo para que pasen estas cosas?”. Esa misma pregunta nos la podíamos hacer todos como colectividad.
La fragilidad de nuestros jóvenes es algo preocupante. Lo mismo que los subyuga el consumismo, pueden ser pasto de cualquier idea perversa (juegos de rol). El desarme intelectual de sus mentes y las circunstancias personales pueden facilitar su manipulación. Sólo necesitamos escenarios que se presten a ello: marginación, búsqueda de ideales, sentimientos contrapuestos, malestar individual o social, afectos destruidos... Entonces tendremos el caldo apropiado donde depositar el rechazo, el odio, la aversión. No se odia sin más, se odia porque existe la sensación de sentirse agredido, como individuo o como colectivo. Con estos ingredientes es fácil encontrar a la masa que definió Gustave Le Bon, cuanto más, a jóvenes que viven entre los sueños frustrados y la inquietud permanente. Para algo tan siniestro como el Daesh no resulta difícil la captación, solo han de prometer el mesianismo de la redención, el delirio del martirio y la inmortalidad del alma. En ETA se inoculaba la lucha por la redención de un pueblo. Esto hacía a los jóvenes vascos sentirse salvadores de una patria oprimida y entrar en una lógica perversa.
Costó acorralar a ETA, pero se consiguió. Estaba focalizada y tenía un espacio definido. Acorralar al yihadismo va a ser más difícil. Está por todas partes, incluidas las redes sociales, que no tienen espacio ni fronteras, al tiempo que cuenta con demasiadas facilidades para subsistir: financiación y coberturas vergonzantes y espurias.
La inteligencia que debemos poner en este asunto ha de ser distinta a la que ponen los que adiestran a los futuros terroristas. Inteligencia policial, inteligencia educativa, inteligencia social. Porque no se explica la facilidad con que el neosalafismo, a tantos miles de kilómetros, se  cuela en el adiestramiento de chicos que parecían normalizados e integrados.
Si nos ciegan los resplandores de la intransigencia o la xenofobia no seremos capaces de ver la luz ni analizar los fenómenos con la suficiente mesura. Daremos palos a diestro y siniestro, y nos equipararemos a la misma cortedad de entendimiento de los que promueven la sinrazón terrorista.
 *Artículo publicado en el periódico Ideal de Granada, 3/9/2017

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