Nunca una asignatura había generado tanto ruido, ni recibido tan duros y adversos calificativos, como viene ocurriendo con ‘Educación para la ciudadanía’. Dentro del mundo académico se conocen notables disputas metodológicas: unas marcaron la renovación pedagógica de los años ochenta, otras defendían el paradigma constructivista frente a la enseñanza de corte escolástico y, mirando en el tiempo, el intenso, fructífero y hasta apasionado debate entre las dos visiones de nuestra Historia que lideraron Américo Castro y Claudio Sánchez Albornoz. Disputas, sin duda, que han enriquecido la reflexión y el análisis en las ciencias sociales y en el sistema educativo. Mas lo que hasta ahora no se había producido es una campaña orquestada –ruidosa, pero con escaso respaldo– en torno a una asignatura del currículo educativo.
El principal órdago lanzado contra ella ha sido la campaña de objeción de conciencia. Una iniciativa que, agotada la vía administrativa, dio el salto a la esfera judicial. Pronto los tribunales superiores de justicia emitieron sentencias con suerte dispar: Cataluña, Cantabria y Asturias denegaron el derecho a la objeción, mientras que en Andalucía fue reconocido en algunos casos. Casi un año después el TSJ de Andalucía ha vuelto a dictar hace unos días dos sentencias que reconocen este derecho a dos alumnos de Granada.
Con todos estos avatares, la judicialización del currículo escolar se hacía realidad. Un camino que creo no beneficia a nadie. Esta apelación a la intervención judicial sobre contenidos de Ciudadanía es como si lleváramos ante la Justicia nuestro descontento contra la teoría de Darwin en biología porque nos alineamos con el creacionismo, o contra el holocausto nazi en historia porque no lo admitimos, o contra el teatro de Darío Fo en literatura porque es irreverente e inmoral. Es decir, el saber, la ciencia y la cultura, partes esenciales en la formación moral de una persona, puestos en entredicho en los tribunales porque no están en consonancia con nuestras ideas morales.
‘Educación para la ciudadanía’, cuyo objetivo principal es formar mejores ciudadanos, trabajando los valores democráticos, la independencia personal, la capacidad crítica frente a la manipulación, etc., ha sido tachada de pretender lo contrario. Desde distintas tribunas se le ha calificado como proyecto de esencia totalitaria, plan de adoctrinamiento en las escuelas, pura ideología al servicio de un modelo social… ¿Creen ustedes que el profesorado se prestaría a semejante aberración? Incluso, hemos tenido oportunidad de conocer algunas reacciones políticas inusitadas: el esperpento metodológico de la Comunidad Valenciana con su impartición en inglés o el aleccionamiento a la objeción en Madrid.
Afortunadamente, la sentencia dictada por el Tribunal Supremo que niega el derecho a la objeción de conciencia y respalda los contenidos que se establecen para la asignatura ha venido a restablecer el juicio y la sensatez en todo este asunto. Una cuestión que pensamos se había disparatado haciendo un flaco favor al mundo de la educación. La escuela necesita más tranquilidad, menos murmullo y polémica, y dejar hacer a los profesionales –maestros y profesores– su trabajo como ellos saben.
Detrás de tanto ruido hay un trasfondo ideológico, político y doctrinario que apuesta por un modelo social determinado. ‘Educación para la ciudadanía’ se ha convertido en una excusa más esgrimida por los sectores más conservadores de nuestra sociedad para imponer –o, quizá recuperar- un modelo de sociedad que a su juicio habían visto peligrar tras las transformaciones y la modernización derivadas del desarrollo democrático en nuestro país.
Y es que estos sectores ultraconservadores están reaccionando en este inicio de siglo frente a lo que consideran la pérdida del modelo social sobre el que siempre habían ejercido poder e influencia. Las pautas a seguir se las ha marcado la era Bush, donde los sectores más retrógrados de la sociedad estadounidense (‘neocon’) se han apoderado de importantes resortes políticos, estratégicos, religiosos y culturales, ejerciendo sobre ellos una poderosa influencia. En nuestro país estos facciones sociales no le han ido a la zaga. Así, tanto la Iglesia Católica como los movimientos conservadores de familia (Foro de la familia) o el tono propagandístico de la fundación FAES, han batallado incluso en la calle propalando sus ideas y sus pensamientos: rechazo a matrimonios homosexuales, defensa del modelo de familia tradicional, rechazo al aborto o, en el ámbito de la escuela, el ataque a esta nueva asignatura. En este tránsito de centurias que hemos vivido, estos grupos, quizá espoleados por los ocho años de gobierno popular, se han despojado de prejuicios, y desinhibidos y descarados, con actitudes rupturistas y rebeldes, se han sumado a las formas tradicionales de protesta (el pecado de los revolucionarios, a su juicio), saliendo a la calle, enarbolando pancartas, incluso con el clero en primera línea.
Como quiera que la escuela pública y laica ha ido ganando espacio social en la época democrática, estos sectores hasta ahora dominadores de la educación en España se han alzado en pie de guerra. El resquicio encontrado para atacar el modelo educativo democrático ha sido esta nueva asignatura. Su contenido en valores, en actitudes democráticas y comportamientos sociales ha sido la excusa perfecta para criticarla y tacharla de supuesta intromisión pública en la esfera de lo personal y familiar.
No sin cierto tono eufemístico se habla de que sólo a los padres corresponde educar en valores, en sexualidad o en principios morales. Quizá se olvidan que no sólo la familia educa, lo hace también la escuela, los medios de comunicación, los vecinos, la publicidad… No olvidemos que en nuestro mundo los niños reciben estímulos y mensajes de mil fuentes. ¿O es que alguien cree que podemos poner a nuestros hijos bajo la protección de una burbuja de cristal que los aísle en un mundo donde la porosidad social es inevitable? Mejor démosles herramientas para interpretarlos.
No está en los principios del sistema educativo hurtar a la familia su atribución educadora. La familia educa, y como dice Victoria Camps en su obra Creer en la educación “la responsabilidad primaria y fundamental es de los padres”. Mas no nos confundamos. Nadie dice que un alumno que curse la asignatura ‘Educación para la ciudadanía’ dejará de ser educado por sus padres, pero como miembro de una sociedad democrática debe recibir también unos mensajes que provengan de la colectividad a la que pertenece. Para José Antonio Marina tienen razón los padres que reclaman su derecho a educar moralmente a sus hijos, aunque si todos lo hicieran con maravillosa eficacia la escuela podría dedicarse a otra cosa. Por desgracia no es así, y el sistema educativo tiene que completar carencias sociales de enorme magnitud, y educar ala ciudadanía es una de ellas. Al fin y al cabo, como nos dice Hannah Arendt, en su ensayo “La crisis de la educación”, la auténtica educación ha de servir para “conservar los valores y las costumbres que no querríamos que desapareciesen de nuestro mundo”.
Quizá la asignatura ‘Educación para la ciudadanía’ responda a un fracaso colectivo sobre la educación de nuestros jóvenes, donde habremos de incluirnos todos, los que defendemos la asignatura y los que objetan contra ella. Acaso sería mejor que reflexionáramos en serio, a la vista de cómo está nuestro mundo, sobre qué valores realmente estamos transmitiendo a nuestros jóvenes.
Con todos estos avatares, la judicialización del currículo escolar se hacía realidad. Un camino que creo no beneficia a nadie. Esta apelación a la intervención judicial sobre contenidos de Ciudadanía es como si lleváramos ante la Justicia nuestro descontento contra la teoría de Darwin en biología porque nos alineamos con el creacionismo, o contra el holocausto nazi en historia porque no lo admitimos, o contra el teatro de Darío Fo en literatura porque es irreverente e inmoral. Es decir, el saber, la ciencia y la cultura, partes esenciales en la formación moral de una persona, puestos en entredicho en los tribunales porque no están en consonancia con nuestras ideas morales.
‘Educación para la ciudadanía’, cuyo objetivo principal es formar mejores ciudadanos, trabajando los valores democráticos, la independencia personal, la capacidad crítica frente a la manipulación, etc., ha sido tachada de pretender lo contrario. Desde distintas tribunas se le ha calificado como proyecto de esencia totalitaria, plan de adoctrinamiento en las escuelas, pura ideología al servicio de un modelo social… ¿Creen ustedes que el profesorado se prestaría a semejante aberración? Incluso, hemos tenido oportunidad de conocer algunas reacciones políticas inusitadas: el esperpento metodológico de la Comunidad Valenciana con su impartición en inglés o el aleccionamiento a la objeción en Madrid.
Afortunadamente, la sentencia dictada por el Tribunal Supremo que niega el derecho a la objeción de conciencia y respalda los contenidos que se establecen para la asignatura ha venido a restablecer el juicio y la sensatez en todo este asunto. Una cuestión que pensamos se había disparatado haciendo un flaco favor al mundo de la educación. La escuela necesita más tranquilidad, menos murmullo y polémica, y dejar hacer a los profesionales –maestros y profesores– su trabajo como ellos saben.
Detrás de tanto ruido hay un trasfondo ideológico, político y doctrinario que apuesta por un modelo social determinado. ‘Educación para la ciudadanía’ se ha convertido en una excusa más esgrimida por los sectores más conservadores de nuestra sociedad para imponer –o, quizá recuperar- un modelo de sociedad que a su juicio habían visto peligrar tras las transformaciones y la modernización derivadas del desarrollo democrático en nuestro país.
Y es que estos sectores ultraconservadores están reaccionando en este inicio de siglo frente a lo que consideran la pérdida del modelo social sobre el que siempre habían ejercido poder e influencia. Las pautas a seguir se las ha marcado la era Bush, donde los sectores más retrógrados de la sociedad estadounidense (‘neocon’) se han apoderado de importantes resortes políticos, estratégicos, religiosos y culturales, ejerciendo sobre ellos una poderosa influencia. En nuestro país estos facciones sociales no le han ido a la zaga. Así, tanto la Iglesia Católica como los movimientos conservadores de familia (Foro de la familia) o el tono propagandístico de la fundación FAES, han batallado incluso en la calle propalando sus ideas y sus pensamientos: rechazo a matrimonios homosexuales, defensa del modelo de familia tradicional, rechazo al aborto o, en el ámbito de la escuela, el ataque a esta nueva asignatura. En este tránsito de centurias que hemos vivido, estos grupos, quizá espoleados por los ocho años de gobierno popular, se han despojado de prejuicios, y desinhibidos y descarados, con actitudes rupturistas y rebeldes, se han sumado a las formas tradicionales de protesta (el pecado de los revolucionarios, a su juicio), saliendo a la calle, enarbolando pancartas, incluso con el clero en primera línea.
Como quiera que la escuela pública y laica ha ido ganando espacio social en la época democrática, estos sectores hasta ahora dominadores de la educación en España se han alzado en pie de guerra. El resquicio encontrado para atacar el modelo educativo democrático ha sido esta nueva asignatura. Su contenido en valores, en actitudes democráticas y comportamientos sociales ha sido la excusa perfecta para criticarla y tacharla de supuesta intromisión pública en la esfera de lo personal y familiar.
No sin cierto tono eufemístico se habla de que sólo a los padres corresponde educar en valores, en sexualidad o en principios morales. Quizá se olvidan que no sólo la familia educa, lo hace también la escuela, los medios de comunicación, los vecinos, la publicidad… No olvidemos que en nuestro mundo los niños reciben estímulos y mensajes de mil fuentes. ¿O es que alguien cree que podemos poner a nuestros hijos bajo la protección de una burbuja de cristal que los aísle en un mundo donde la porosidad social es inevitable? Mejor démosles herramientas para interpretarlos.
No está en los principios del sistema educativo hurtar a la familia su atribución educadora. La familia educa, y como dice Victoria Camps en su obra Creer en la educación “la responsabilidad primaria y fundamental es de los padres”. Mas no nos confundamos. Nadie dice que un alumno que curse la asignatura ‘Educación para la ciudadanía’ dejará de ser educado por sus padres, pero como miembro de una sociedad democrática debe recibir también unos mensajes que provengan de la colectividad a la que pertenece. Para José Antonio Marina tienen razón los padres que reclaman su derecho a educar moralmente a sus hijos, aunque si todos lo hicieran con maravillosa eficacia la escuela podría dedicarse a otra cosa. Por desgracia no es así, y el sistema educativo tiene que completar carencias sociales de enorme magnitud, y educar ala ciudadanía es una de ellas. Al fin y al cabo, como nos dice Hannah Arendt, en su ensayo “La crisis de la educación”, la auténtica educación ha de servir para “conservar los valores y las costumbres que no querríamos que desapareciesen de nuestro mundo”.
Quizá la asignatura ‘Educación para la ciudadanía’ responda a un fracaso colectivo sobre la educación de nuestros jóvenes, donde habremos de incluirnos todos, los que defendemos la asignatura y los que objetan contra ella. Acaso sería mejor que reflexionáramos en serio, a la vista de cómo está nuestro mundo, sobre qué valores realmente estamos transmitiendo a nuestros jóvenes.
(Artículo publicado en el diario IDEAL de Granada el 10 de febrero de 2009)