En
política, izquierda es un término que define un concepto de sociedad organizada
bajo unos valores afines a la justicia social, la libertad y la igualdad. En su
discurso prima una especie de fraternidad ecuménica. Con lo que ser de
izquierdas nos traslada a un estado cuasi mariano de devoción hacia el prójimo.
Últimamente,
dentro del panorama político español, se ha suscitado un debate en torno a la
izquierda y la debilidad y división que muestra como alternativa a la posición
consolidada que se aprecia en la derecha política. En el Ateneo de Granada,
dentro del ciclo de tertulias que coordina mi amigo Jesús Ambel, psicoanalista,
se ha debatido acerca de “Lo imposible del encuentro de las izquierdas en
Granada”. Aquí, por extensión, lo llevaremos al resto del país.
La
realidad es que se constata un notable desencuentro entre las fuerzas de la izquierda.
Que se hace más patente cuando la derecha (PP), a pesar de los pesares, marcada
como está por la corrupción que a cualquier otro partido hubiera destrozado,
parece mantenerse sin un desgaste excesivo. Y aún más, si mencionamos el
distanciamiento entre ciudadanía y política que se evidenció con el estallido
de la crisis económica de 2008, resulta ser más agudo en la izquierda, hasta el
punto de concebirse demoledora la distancia entre el espectro social
progresista del país y los tradicionales partidos de izquierda: PSOE e IU.
Hace
años que en estos dos partidos, baluartes de la izquierda durante la etapa
democrática, una parte de su clase dirigente dejó de ser socialista o comunista
en la praxis, frente a la gran masa militante, simpatizante o votante que lo era
de palabra y de acción. Comportamientos sectarios, planteamientos dogmáticos y
liderazgos alejados de proyectos colectivos agudizaron su desprestigio. En un
principio pudo parecer como algo marginal, pero la crisis económica destapó un
sentimiento larvado que ha terminado zarandeado a ambas siglas.
Tras
seis años de dura crisis económica y tres desde la tormenta social del 15-M, el
movimiento más esperanzador que ha tenido este país desde que soplaron cantos
de libertad con el final de la dictadura, emergió Podemos. Entonces, un sector
de población progresista de las izquierdas creyó en el nuevo partido. Pero
pasados tres años se nos antoja que esa misma masa de votantes navega a la
deriva, buscando denodadamente tierra firme donde aposentarse, no identificada con
los dirigentes de la ‘nueva política’.
La
derecha lo tiene más fácil que la izquierda. La sociedad en la que vivimos es una sociedad estructural y económicamente amoldada a su ideología liberal y
capitalista, frente a la izquierda que, como en aguas extrañas tendentes a expulsar
a la orilla acción y justicia sociales, parece nadar a contracorriente. El
capital solo entiende de incremento de beneficios. De modo que para ser de
izquierdas se necesita un compromiso social que muchos dirigentes se han
saltado a poco de ocupar cargos públicos. Y es que para ser de izquierdas hay
que tener vocación humana y sobreponerse al actual modelo ideológico, si no se
quiere perder el papel de sujeto histórico que se le tiene encomendado.
En
estos momentos de confusión, el panorama de la izquierda es preocupante. La población
española sigue esperando una respuesta a los desajustes sociales que padece
(pensiones, Estado del bienestar...) por quien se supone que está más dotado
para ello: la izquierda, a tenor de su condición ideológica llamada a mirar
siempre en dirección hacia la gente y sus problemas. Y sin embargo, ¿por qué se
ha visto desbordada por la crisis y demás acontecimientos, y la derecha, no?
A
los dirigentes de las izquierdas nunca les ha interesado un análisis teórico y
crítico de la realidad, acaso porque resulta más fácil buscar un enemigo a
quien cargar las culpas antes que mirar hacia dentro y analizar errores propios.
Al mismo tiempo, las izquierdas se han liado en una maraña de enfoques a la
hora de analizar las realidades, que aunque compartiendo conclusiones, las
controversias y estrategias de cómo afrontar las soluciones han terminado por
distanciarlas. Muchas sensibilidades convergiendo, pero poco sentido de la practicidad;
demasiados debates, para terminar enconándose en puntos de vista distintos y
excluyentes. Todo esto ha provocado desafectos y desuniones, llevando a las
izquierdas a una ruptura permanente.
Hablar
hoy de la división de las izquierdas no es ninguna novedad, siempre estuvieron divididas,
fraccionadas, segmentadas, irreconciliables; la derecha, por su parte, muy
pocas veces. La lucha por mejorar las condiciones de vida de los más
necesitados, la defensa de los derechos y las libertades o el deseo de alcanzar
un mundo mejor, aspiraciones imperecederas, nunca han sido capaces de unirlas. Estar
de acuerdo frente al denostado neoliberalismo no es suficiente, antes lo estuvieron
frente al liberalismo en sus múltiples facetas históricas.
Eso
que siempre se ha vivido, que hemos vivido, como lo muestra la Historia.
Entonces, ¿de qué nos quejamos en la izquierda? Volver a lanzar proclamas de
unidad de acción y otras cosas por el estilo es predicar en el desierto. No nos
engañemos. Miremos el panorama actual para comprenderlo: mientras la derecha del
PP parece inmutable en las preferencias de la población, a pesar de la
corrupción que la ha anegado, las izquierdas andan dándose mamporros, mostrándose
como resignadas ante una realidad que consideran inamovible.
La
mística de la izquierda se volatiliza por el manoseo de sus dirigentes. Hay
poderes económicos y fácticos que son capaces de embarrar muchas ideas nobles, mientras
que los que deberían cuidarlas y fortalecerlas no terminan de ponerse de
acuerdo. Quizás sea un problema de líderes incompetentes. El escepticismo no
hace más que cundir, aunque mejor sería que, como Proust, a decir de Albert
Camus, fuéramos capaces de ver la realidad con otros ojos. Tal vez se trate de
dejar a un lado tanto empoderamiento inútil.
*Publicado en el periódico Ideal, 29/04/2018