Ni en la más angustiosa pesadilla, ni en el terremoto más devastador, sería capaz de imaginar el desplome de cuajo de un edificio como el que ha ocurrido en los suburbios de Dacca, en Bangladesh, destinado a la industria textil. En él quedaron atrapadas el pasado miércoles más de tres millares de personas. Tan sólo una semana antes el edificio había sido declarado con problemas estructurales, pero algunos (empresarios desalmados) desoyeron la orden de desalojo y obligaron a los trabajadores a entrar en los talleres. Y ocurrió lo que no se previno, y el edifico se vino abajo sepultando a miles de trabajadores.
He sentido curiosidad y he mirado la etiqueta de mi pantalón vaquero preferido. En ella pone ‘made in Bangladesh’. Hasta creo que, al leerla, me he abochornado en la intimidad. Me compré estos pantalones por 9 € en Carrefour. ¡Qué baratos!, pensé. Nunca miro una etiqueta. Si mirara la del resto de ropa que atesta mi armario seguro que encontraría en las etiquetas más ‘hecho en’ alguno de los países donde se han deslocalizado miles y miles de fábricas textiles, huidas de las países desarrollados, buscando mano de obra no ya barata, sino mano de obra susceptible de explotarla, sin derechos laborales ni sindicatos que la defienda.
Nunca me he preguntado qué manos habrán dado forma y costura a la ropa que intuyo me queda genial. Pero si me lo preguntara, descubriría una realidad que no me gusta. Una realidad cuya música nos ha llegado al oído miles de veces, que lleva muchos años sonando, pero que en nuestro autista mundo occidental (a pesar de las voces que pregonan que existe explotación humana) parece que no queremos escuchar. Como tampoco parece que queremos enterarnos que estas personas que nos fabrican la ropa que lucimos cobran tan sólo un euro al día (ó 32 euros al mes) por jornadas de trabajo interminables, y en condiciones de salubridad laboral que aquí serían motivo, al menos, de una huelga cada día. De estos talleres de condiciones infrahumanas, donde se explota al trabajador impunemente, es donde se abastecen las grandes marcas mundiales del comercio textil. Esas que nos ponen atractivos anuncios y vallas publicitarias con modelos imponentes, e imágenes sugerentes de ropas de moldean los cuerpos, para que compremos sus ropas de diseño.
Ahora, cada vez que me ponga esos vaqueros, no se me olvidará que quizá se fabricaron en este mismo edificio que ha quedado reducido a un montón de escombros. Donde ni siquiera se han recuperado los cuerpos de más de 900 trabajadores. Algunos hasta es posible que, en este momento que escribo estas líneas, aguarden en una espera angustiada y oscura a que los rescaten de una oquedad entre planchas de hormigón que los tiene atrapados sin luz, agua ni comida. Y, si hay suerte, a lo mejor mantienen el aliento lo suficiente para vivir hasta su rescate. Otros, ya sin vida, esperarán que recuperen sus cuerpos para tener, si llega el caso, un entierro más digno y humano que como fue su vida.
Hemos aprendido poco como humanidad en los milenios de civilización que llevamos en este planeta. La explotación de unos seres humanos, para que otros vivamos cómodamente en esta ‘sociedad del bienestar’, me suena a la misma cantinela de aquella otra sociedad esclavista que sostenía el poderío del imperio romano, y los lujos de Roma y las grandes villas. Aquí, en nuestro mundo, debatimos a cada instante sobre la crisis económica que nos ha restado una minúscula parte de nuestro bienestar. Allí (Bangladesh, China, Pakistán, India…) lo que se ventila es una cuestión de supervivencia. El capitalismo salvaje, adueñado definitivamente del mundo y de la política (también, aprovechando la crisis económica como aliada estratégica), y a pesar de esta desgracia y otras historias de explotación que no trascienden cada día, no va a mirar al ser humano de otra manera que no sea la de siempre: a unos como explotados en condiciones degradantes, a otros como consumidores insaciables, como si fueran cerdos para el engorde. Lo curioso es que muchos de nosotros estamos en este lado, y nos sentimos bien, incluso protestamos cuando no tenemos la pileta llena para hocicar en ella.