El paso de los años está asociado a los sentimientos que nos acechan. Cuando el tiempo lo medíamos de otro modo, porque éramos tan jóvenes que todo parecía transcurrir lentamente y el futuro se emplazaba siempre para la eternidad, el paso de un año a otro era un mero accidente cargado de alegría. Entonces no existía la sensación de que el ritmo evolutivo de la naturaleza nos atropella. Éramos dueños del tiempo y por eso llenábamos nuestro tiempo de sueños, de alegrías y de futuro. La ingratitud era un suceso pasajero que se olvidaba pronto, la esperanza un valor inagotable. Pero los años de ahora parecen ser distintos, acumulan tantas deslealtades y traiciones que no dejan resquicio a nada más, ni siquiera a regalarnos una sonrisa que, tal vez, diga algo bueno sobre el futuro.
Me acuerdo de los años de mi infancia y los veo
llenos de deseos por cumplir, como una fuente inagotable de vida. Entonces,
cada año nos deparaba la conquista de un espacio mayor en el mundo de los
adultos, cuando aspirábamos a ser mayores (porque ser niños no molaba) y a
codearnos con ellos, a que dejaran de tratarnos como los niños o adolescentes
que éramos. Lo que no podíamos ejercer como adultos delante de ellos, lo
hacíamos fuera: en nuestros círculos de amigos, en una fiesta, con la pandilla
en verano, en las conversaciones que no se agotaban. Y si para ello teníamos
que coger un cigarrillo, lo cogíamos. Ahora los deseos y las ilusiones parecen
haberse agotado o estar encapsulados, y nos embarga la sensación de que nunca
podrán ser realidad. Hasta la infancia parece tener extenuada la fuente
inagotable de vida, porque los deseos y las ilusiones también se los hemos
encapsulado.
2016 es un año bisiesto y, como tal, parece haber
hecho honor a eso de que los bisiestos no auguran nada bueno. Catástrofes,
muertes, desastres, forman parte de esa concepción fatalista que ha alentado mitos y creencias
sobre los malos augurios que se le imputan a estos años. Que febrero tenga un
día más en esos años no es más que una cuestión astronómica de la medida del
tiempo. Pero que las civilizaciones le hayan arrogado maleficios es una
cuestión de los hombres y sus creencias.
Aún así, la gente tiene ganas de que se acabe este
año pronto. El calendario dice que lo hará en dos días. Pero esta es una
sensación o deseo que siempre está presente en nuestras vidas. Queremos que
acaben las malas rachas, que esas épocas en que todo parece salir mal se
terminen, y anhelamos que el siguiente tiempo sea mejor. Pero nada de lo pasado
y lo venidero nos garantiza otra cosa distinta. Están naufragando las
esperanzas, este mundo no nos augura otra cosa, el valor del futuro está siendo
dilapidado.
Iniciar un nuevo año en el calendario no es más
que un convencionalismo, los días que no se rigen por las hojas del almanaque, sino
por el paso del tiempo que secuencian los movimientos astrales y el movimiento
imparable de la naturaleza. Este año ha sido fatal para el mundo de la música (eso
dicen los músicos) por la muerte de tantas figuras de talla mundial: Leonard
Cohen, David Bowie, Prince. George Michael…
Pero también ha sido el año del derrumbe en
política de muchos proyectos ilusionantes, los que miraban a las personas, los
que proponían otros mundos posibles. Y ha sido el año en que se afianzaban las
maneras de hacer (la crisis la controlan ellos) en lo práctico, en lo
previsible, en la ecuación resultado-rentabilidad, en lo que encorseta a las
sociedades para dirigirlas por los abismos que le son señalados y evitar así
los riesgos de la libertad.
Un año donde hemos vivido la ignominia de la
deslealtad del ser humano con el ser humano (sí, otra vez) en todos los frentes
donde el ser humano se bate como ser humano, refugiados incluidos.
Un año que asesina a miles de personas y destruye
ciudades por bombas que se fabrican en países desarrollados (para mejorar su
bienestar) y que se lanzan en países a medio desarrollar.
Un año que cierne negros nubarrones sobre las
sociedades occidentales con el auge de la ultraderecha. Que nos tengamos que
arrepentirnos algún día por no haber parado esto a tiempo.
Un año ahogado en las aguas del Mediterráneo,
como miles de refugiados.
En mis círculos próximos, pero también en los que
configuran los medios de comunicación o el espacio virtual, llevo días viendo y
escuchando que se tiene ganas de que acabe este año de una vez. Que así sea.
Pero si lo hubiéramos hecho más humano, más solidario, menos egoísta, no
tendríamos que despotricar de este año bisiesto que ya está agotado.