lunes, 14 de diciembre de 2020

NOS QUIEREN ENFRENTADOS*

 


Somos un país que recuerda más los tropiezos ajenos que los gazapos propios. Un país donde la armonía y la convivencia se han alterado fácilmente en los dos últimos siglos por disputas vocingleras, exilios forzados y, cuando no, guerras civiles. La política nunca ha sido fácil, ni ha hecho fácil la vida de los españoles. Demasiada afición a convertirse en una inagotable fuente de conflicto.

Cada partido político tiene sus cachorros. Como en las manadas de lobos, aprenden a obedecer y guardar su turno en el banquete de la pieza cobrada, así como a ser gregarios en la caza e inflexibles y severos cuando defienden su posición y la disciplina del grupo. Los partidos políticos son una buena escuela para los miembros de la tribu, pero no son la escuela de la vida de los ciudadanos. En ellos no se oyen esos sonidos de la vida que la inmensa mayoría identificamos con los retos de la vida.

La regeneración de la política española, a pesar de la llegada de nuevas y jóvenes mentes, se ha visto abortada. Adiós a cualquier atisbo por alcanzar un clima distinto en las relaciones ‘interpartidos’, más constructivo, más próximo al bien común, capaz de impulsar proyectos de país o de sanear la democracia.

Hace dos años la distancia física mediatizó mis concepciones sobre la política española. La estancia en Nueva York me inspiró sensaciones diferentes, más tristes, de mayor desapego hacia la política. Ni siquiera el impertinente ‘jet lag’ que me atravesaba cada madrugada pudo alejar aquella sacudida de abatimiento. La política de mi país no había cambiado ni en el fondo ni en la liturgia, la nueva generación que la lideraba se conducía con las mismas actitudes rabiosas consabidas. ¡Qué empequeñecidos veía a aquellos políticos que arrastraban tantas indisimuladas miserias! Representaban más de lo mismo: líderes amamantados en los suburbios de la tribu partidista, sin haber pisado la escuela de la vida.

La pandemia que nos azota desde marzo no ha hecho más que corroborar tales certezas. Las disputas, las luchas de poder, la irrealidad convertida en relatos que buscan investirse de veracidad, hacen bandera de unas ‘verdades’ que solo tratan de estimular el enfrentamiento entre ciudadanos, alentándolos a una perniciosa defensa de eslóganes barnizados con quiméricas convicciones absolutas. España sigue siendo un país sin políticas de Estado, sin proyectos de país, sin renovación democrática, sin pasos firmes que refuercen la convivencia y den soluciones a los problemas reales de los ciudadanos. Solo parches, medidas coyunturales y esa búsqueda de rédito electoral como única meta.

Hoy día los grandes problemas que afectan a este país parecen irresolubles, el ruido y la furia se imponen. La educación, por ejemplo, asignatura pendiente de la democracia, no porque el trabajo de la escuela no sea encomiable gracias a los docentes, sino porque la política la atrapó en sus redes y ha venido siendo utilizada groseramente por cada gobierno de la democracia, mercadeando con ella, sin interés alguno por proporcionarle estabilidad. Pero hay más: la debilidad de una economía dependiente del sector servicios, el desempleo estructural, la escasa inversión en investigación y desarrollo o la utilización partidista de altas estancias del Estado, como ese sainete de la renovación del Poder Judicial.

A la hora de hacer política de oposición existe una estrategia que emborrona la vida del país: bronca, frentismo y crispación. Como ese relato que propaga la deslegitimación del Gobierno, aun cuando su conformación esté ajustada a la Constitución. La discrepancia es legítima, pero remover el marco constitucional con mentiras es cuestionar la propia democracia. Hacer creer a los españoles que sobre este Gobierno recae el golpismo o la ruptura de España es una falacia. Algo que no se diferencia del populismo ‘trumpista’ que con sus falsas acusaciones de fraude electoral pretende socavar la democracia estadounidense.

La crispación como estrategia, sin construir nada que beneficie al país, es una manera burda hacer política. Al Gobierno se le debe combatir con propuestas que mejoren el país, no con infundios o mentiras que propalan argumentos generadores de historias para confundir el ánimo de la gente. No creo que los mayores problemas que tiene España actualmente sean los proetarras de Bildu, los independentistas de ERC o esa supuesta invasión de migrantes que hay que combatir con buques de la Armada. Tantas opiniones tendenciosas que juegan espuriamente con la Constitución, la bandera o la unidad de España y que confunden más que ayudan a fortalecer la democracia.

No creo que eso sea hacer política, venga de donde venga. Por encima de tanto ruido está el futuro del país, los valores democráticos o la convivencia. La implantación de una ‘realidad’ falseada que soliviante el ánimo de la sociedad no es moralmente lícita. Enfrentar a unos españoles contra otros, una indignidad. Azuzar el odio y las actitudes violentas, una bajeza moral.

Hace unos días nos sorprendió un ruido de sables, ¿solo nostálgicos?, alarmados por la supuesta quiebra de la unidad de España y proponiendo ideas tan descabelladas como fusilar a veintiséis millones de españoles. ¿Pretenden acaso retrotraernos al momento de mayor inestabilidad de la II República o del nacimiento de nuestra democracia? No quisiera pensar que esto es la punta del iceberg y que existe una amplia base social tan contaminada que respalde tan aviesas intenciones por desestabilizar el país.

Crear relatos plagados de falsedades no es hacer política, es mentir. Alentar el sectarismo partidista es menoscabar las bases del Estado y debilitar la democracia en un país que necesita tantos consensos. Nos quieren enfrentados.

* Artículo publicado en Ideal, 13/12/2020

* Ilustración de Juan Vida: Los cuerpos y los árboles son una máscara.

sábado, 31 de octubre de 2020

EEUU EN CAMPAÑA ELECTORAL, LA DEMOCRACIA, TAMBIÉN*


Estaba redactando una cita para el ensayo sobre educación que estoy terminando, al citar el libro de Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, Cómo mueren las democracias, equivoqué el año de su publicación: en vez de 2018 puse 2081. Así permaneció bastante rato hasta que advertí el error. Entonces me asaltó un pensamiento apocalíptico: cómo sería la educación si las democracias hubieran muerto. Se me sobrecogió el alma, aunque para ese tiempo yo ya no existiera, pero sí mis nietos.

Vivimos en los años veinte del siglo XXI, el mismo donde se incluye 2081. La democracia en el mundo, ese concepto burgués de organización de la sociedad, está seriamente atacada por próceres que pertenecen a la burguesía más antediluviana, los mismos que en los albores de la revolución liberal pretendían restringirla al máximo y no creían en los derechos que hoy disfrutamos los que configuramos la ciudadanía, burgueses o no, de las democracias occidentales. Por eso me preocupé tanto al ver esa fecha, imaginé con horror cómo sería el futuro de mis nietos, igual que estoy preocupado por nuestro futuro ahora, después de ver cómo ha empezado este siglo emulando al que dejamos atrás, tan terrible para la historia de la humanidad.

Corren malos tiempos para la democracia en el planeta. Seguramente la pandemia del coronavirus ha venido a alimentar la crisis de la democracia, aunque antes de ella viniera dando señales de debilitamiento y destrucción. En su concepto más formal solo se mantiene en EEUU y la vieja Europa, si bien no le faltan los salpullidos de la ultraderecha de tintes fascistas. El triunfo de Donald Trump, que abrió en Estados Unidos la espita para el desmoronamiento democrático de ese país, parece que contagió al resto de América, donde ya se vislumbraba un proceso de involución preocupante: Venezuela, Nicaragua, Brasil… En el resto del mundo las cosas van mucho peor: regímenes autoritarios o seudodemocráticos se extienden por ambos hemisferios, y dos de los gigantes mundiales se posicionan lejos de la democracia: Rusia y China, donde ni siquiera existe.

La campaña electoral en EEUU toca a su fin, mientras, todos los ojos del planeta no apartan la vista. Si la democracia está en peligro en países considerados democracias estables y consolidadas, el futuro no se presenta muy halagüeño. Que esto ocurra en EEUU, la democracia más antigua del mundo, preocupa más. La influencia de los sectores negacionistas, terraplanistas o supremacistas está minándola, proyectando sobre el modelo de vida democrático mentiras y medias verdades, generando confusión y dudas fácilmente aceptadas por la población. Las redes sociales se inundan de mensajes de este tipo y la debilidad de pensamiento de las sociedades posmodernas, producto de una educación deficitaria, hacen el resto. En EEUU ha crecido exponencialmente la influencia de los sectores más retrógrados y negacionistas desde que Trump llegara al poder.

El recordado José Luis Sampedro decía en una entrevista de 2009: “El sistema de vida occidental se acaba”, y añadía que el sistema capitalista que había pasado por tantas fases (mercantilismo, industrial, financiero, globalización) estaba agotado. ¿Puede la deriva política de EEUU ser un síntoma de ello? Crisis y debilitamiento de la democracia que nos recuerda al declive de las democracias occidentales del primer tercio del siglo XX. Aquello no trajo nada bueno, la Historia lo deja claro: fascismos y totalitarismos, los que vemos resurgir hoy en forma de populismos.

Adela Cortina señalaba que las democracias funcionan mejor allí donde se refuerzan con códigos de conducta que la comunidad asume. Que en las democracias actuales se confunda la mano invisible de la economía de mercado y la mano visible del Estado es un peligro, pero más lo es que la mano intangible de los valores, las normas y las virtudes cívicas no exista. No es extraño que Levitsky y Ziblatt apunten como una de las causas del declive de la democracia en su país a la erosión de creencias y prácticas asumidas por el conjunto de la población. Las democracias necesitan normas legales, pero se refuerzan con códigos de conducta y valores de tolerancia respetados por la ciudadanía y el convencimiento de que las conductas sectarias la ponen en peligro.

EEUU está en campaña electoral, el mundo entero estamos en campaña electoral, la democracia, también. Nos jugamos mucho: frenar a la ultraderecha que ha asomado las narices como presagiando el peligro que no queremos que se reproduzca un siglo después. Esa ultraderecha que siempre estuvo ahí, entreverada en poderes fácticos, económicos y políticos, desde el final de la Segunda Guerra Mundial.

Las dudas que Donald Trump ha sembrado en su campaña sobre la fiabilidad del propio sistema democrático o de los resultados electorales (dudando del voto por correo o animando a votar dos veces) es un ataque frontal a la democracia. Gradualmente ha estado subvirtiendo el régimen democrático con prácticas tóxicas y alentando un peligroso autoritarismo, si consiguiera revalidar un segundo mandato el futuro sería impredecible.

El peligro para la democracia en EEUU se inició hace cuatro años: alteración caprichosa de las relaciones internacionales, proteccionismo económico, incremento del racismo, política migratoria degradante, división interna del país, controversia con la OMS y otras instituciones supranacionales, menosprecio a la prensa libre… Sin desdeñar, no obstante su carácter coyuntural, la actitud imprudente de Trump frente a la pandemia que ha causado millones de contagios y cientos de miles de muertes.

Como yo, Trump no vivirá en 2081, y espero que su influencia para el futuro tampoco. La democracia y la educación, los mejores constructores de futuro, espero que sí.

* Artículo publicado en Ideal, 30/10/2020.


lunes, 21 de septiembre de 2020

LA ESCUELA, UN EJEMPLO PARA TODOS*

 

Del confinamiento aprendimos muchas lecciones, pero no tantas como debiéramos haber aprendido para mantener a raya el coronavirus. Llegó el verano y todo empezó a torcerse: nuestra indisciplina social avivó los contagios en una nueva escalada. La modernidad líquida que calificaba Zygmunt Bauman, ese “volátil mundo de cambio instantáneo y errático”, donde “las costumbres establecidas, los marcos cognitivos sólidos y las preferencias por los valores estables” parecen que no cuentan. Nuestra inconsciencia es parte del tributo que pagamos a una sociedad posmoderna donde se valora poco el civismo, la responsabilidad o la convivencia.

La escuela también estuvo confinada. Entonces se puso en marcha aquella educación a distancia que funcionó con la precariedad de medios e inexperiencia que ya sabemos. Una gran lección que espero aprendiéramos. Sería imperdonable, si acaso volviera otro confinamiento, que la escuela no se hubiera preparado para afrontar algo así. No obstante, la mejor lección que aprendimos fue que sin escuela no se podía completar, más allá del mero aprendizaje de conocimientos, la educación de nuestros niños y jóvenes en sus aspectos más esenciales: valores del contacto social, la convivencia y la interrelación humana.

Este inicio del curso escolar ya no huele a lapicero, a ceras o lápices de colores bañados en pintura, ni a libros recién estrenados, ni a goma ‘milán’ o de nata. Ya no existen esos olores que quedaron atrapados en recuerdos imperecederos. En este inicio de curso huele a hidrogel y mascarillas, así como a muchas incertidumbres y miedos a lo desconocido. Es el curso de las mascarillas y lo recordaremos también por nuestro propio olor, ni siquiera el olor a colonia de baño o a galleta mojada en cacao, sino el olor persistente y húmedo retenido al respirar nuestro aire en las tupidas fibras de una protectora e incómoda mascarilla.

Hace unos días, al abrir la página web de este periódico, apareció la fotografía de un aula con varios alumnos sentados en sus mesas y una maestra dispensando hidrogel a una niña que se disponía a acceder a ella. Me suscitó una primera impresión: ¡qué ejemplo, qué bien hacen los docentes las cosas en la escuela! Conozco la realidad de la escuela y el trabajo realizado en ella y, aunque no he tenido oportunidad aún de visitarlas por precaución, he seguido muy de cerca la organización de la vuelta al cole.

Un nuevo curso iniciado, no sin vacilaciones y dificultades suplidas en parte por el excelente y comprometido trabajo realizado por los docentes que no debería quedar sepultado por el ruido mediático desatado por protestas, justificadas en bastantes casos, y disputas políticas aferradas al oportunismo ‘mágico’ para montar una bronca, siempre utilizando la educación como arma política arrojadiza. No obstante de tanto desatino, la escuela ha vuelto a dar una lección a ese incivismo de parte de la sociedad que no ha sabido comportarse durante la desescalada.

Dentro de lo antipedagógicos que pudieran resultar los protocolos establecidos para la vuelta a las aulas, por ese batiburrillo de normas y rutinas, en la escuela no se desperdicia ocasión para sacar enseñanzas y educar a nuestros estudiantes. La escuela siempre forma y educa con el compromiso social que la caracteriza. Con la puesta en práctica del protocolo de actuación covid-19 también lo está haciendo, formando a ciudadanos en la responsabilidad y el respeto para la convivencia con sus congéneres. Rutinas tan estrictas, con normas que limitan la movilidad y el contacto, implican una labor de reflexión a favor de comportamientos responsables en una convivencia en libertad.

Durante los meses de verano, y aún ahora, asistimos a situaciones bochornosas: familias, eventos y jóvenes sin cumplir las pautas marcadas por las autoridades, para evitar contagios, han elevado alarmantemente la expansión del coronavirus que el confinamiento había frenado. La falta de disciplina, conciencia y actitudes cívicas se ha evidenciado, sin pensar en consecuencias fatales para padres, abuelos o tantas personas vulnerables que nos rodean. Locales de ocio nocturno con aforo masivo, bodas con una concurrencia inexplicable, reuniones familiares más allá de lo recomendado, conciertos de música masificados, ‘disjokey’ espurreando un trago de bebida sobre acalorados fans sin protección, botellones desmadrados sin pudor, fiestas despendoladas en la playa o aglomeraciones en bares y restaurantes son algunas de esas prácticas sociales irresponsables. Estamos volviendo de nuevo a fracasar como sociedad. Sin mencionar a los negacionistas del virus y uso de mascarillas que se han convertido en los nuevos iluminados. 

El valor de la escuela y su capacidad de transmisión de valores cívicos es todo un ejemplo del que la sociedad debería tomar nota. Las imágenes de centros escolares vistas en televisión me producen satisfacción al observar la disciplina y responsabilidad con que se conducen nuestros escolares. Todo un ejemplo social. El protocolo diseñado, aunque no se trate de una actividad estrictamente escolar (si bien cualquier faceta humana diría que sí lo es), y los valores de responsabilidad y respeto que se derivan de su implementación constituyen el ejemplo donde deberían fijarse esos que frecuentan playas, parques, salones o espacios de ocio nocturno.

La escuela demuestra una vez más cuánto puede aportar a la sociedad en la educación de las generaciones jóvenes, un motivo más para creer en ella, como diría Victoria Camps. Otra cosa es que la dejen hacer y se valore su trabajo. Desgraciadamente la experiencia dice que la labor de la escuela se estropea fácilmente por otros mensajes que provienen de entornos sociales donde conviven nuestros alumnos.

Si me permiten el juego de palabras: el ejemplo de la escuela espero que contagie a esa parte de la sociedad que tanto provoca con su irresponsabilidad el contagio del coronavirus.

 * Artículo publicado en Ideal, 20/09/2020

jueves, 13 de agosto de 2020

¿QUÉ ES UN REY PARA TI?*

Era un día de septiembre de 2007 cuando tuve al Rey Juan Carlos I a pocos centímetros durante minutos en una charla de corrillo. Aquel hombre alto de aspecto esclarecido y mirada mortecina mostraba un semblante entre complaciente y distraído. Se paseaba con una gran copa de vino guiado por una improvisada maestra de ceremonias con aire de súbdita. El rey se dejaba llevar. Asistíamos en Estepa, bajo una carpa instalada al efecto, a una recepción con motivo de la inauguración del curso escolar. La reina doña Sofía, entretanto,  amparada en su discreción, permanecía en un rincón acompañada por la ministra Mercedes Cabrera.
Lo miraba e imaginaba qué habría escrito si fuese uno de los escolares que durante treinta años habían participado en el concurso escolar: ¿Qué es un Rey para ti? En 1976 se creó ex profeso la Fundación Institucional Española para “hacer presente en la sociedad el valor de la Corona como institución integradora e impulsora de la convivencia”. Nunca escribí nada, hasta hoy.
El reinado de Juan Carlos I comenzó bajo el estigma de su designación por un dictador. Franco pensó en el hijo de quien hubiera sucedido al anterior monarca, Alfonso XIII, acaso para darle continuidad a la Monarquía y de camino deslegitimar un poco más a la República que había derrocado con las armas.
Jamás pensé que a este rey le ocurriría como a sus antepasados: exiliarse. El juicio de la Historia es implacable, como lo ha sido con las felonías de Fernando VII, las inconsistencias de Isabel II o el escaso y arbitrario criterio de su abuelo, Alfonso XIII. Se habla mucho de la relajada conducta del rey emérito y de su salida del país en esa mezcla de explicaciones interesadas y juicios intempestivos y poco serenos. Corresponderá a la Historia el análisis de su aportación a la recuperación de la democracia en España, sus debilidades como individuo o si tuvo pocas o muchas prebendas, dádivas y concesiones.
Recuerdo que visitó muchas veces Sierra Nevada y su estación de esquí. En ella se accedió a sus deseos, también los menos confesables, como lo hacen los súbditos: con servidumbre, rendición y pleitesía. A muchos les pareció normal, excepto a quienes veíamos en aquello una ordinariez propia de alcahuetes. Pero hubo quien se plegó a semejante servidumbre con tal de disfrutar del trato campechano del monarca, que decían tenía.
En la hora escasa que anduvo por aquella carpa de Estepa daba frecuentes tragos a la copa de vino tinto, acompañados con finas lonchas de jamón. Se asemejaba a un niño en su fiesta de cumpleaños: sonriente y desvalido, sin emitir palabra alguna, con aire de inconsciencia,. Parecía gustarle aquel juego entre lisonjero y protagonista, como si fuera la primera vez. Halagos y adulaciones no le han faltado y acaso, como niño mimado, haya confundido las alabanzas con un plácet para hacer lo que quisiera.
Durante años algunos poderes fácticos actuaron haciendo uso de un trasnochado vasallaje. Si pretendían defender la Monarquía, se equivocaron. En una monarquía constitucional existe una sola ciudadanía, sin privilegios. Algunos no han querido verlo, confundiendo la defensa de la Monarquía con inviolabilidad o prebendas sin contrapartida. A este rey se le ha permitido demasiado, alguien tendría que haberle dicho que la monarquía actualmente no solo tiene que ser honesta, también parecerlo. Su posición en la estructura del Estado no ha sido bien gestionada en el curso democrático de nuestro país. La izquierda ha gobernado durante bastante tiempo en la etapa democrática, y su talante proclive al republicanismo ha estado suspendido. Los votantes transigían con una monarquía constitucional, pero no con una monarquía que ha dejado de ser leal con el pueblo y que ha utilizado sus prerrogativas constitucionales en beneficio propio.
Los pasos en falso que conocemos del rey emérito han debilitado la institución. Los antecedentes históricos aconsejaban mayor cautela en el ejercicio de sus funciones. Isabel II o Alfonso XIII hubieron de salir de España al exilio. Sus errores como monarcas propiciaron en su tiempo el rechazo a esta forma de gobierno, la revolución y la proclamación de dos repúblicas. Si bien no creo que haya llegado el momento de cambiar de una monarquía a una república, la institución debe andarse con ojo avizor si quiere sobrevivir.
La corrupción que se adueñó de España en los años de la golfería generó un clima de relajación ética y moral, y la Corona no estuvo a su altura. Los escándalos del rey (cacería de elefantes en Bostwana, escarceos con Corinna, cobro de comisiones, tenencia de cuentas bancarias ocultas al fisco…) han enmarañado un reinado que partió con un apoyo generalizado, sobre todo tras el golpe de Estado del 81, aunque haya historiadores que piensen que el reconocimiento fue más una campaña de marketing que de méritos propios.
Se habla de la monarquía como reliquia del pasado incompatible con las sociedades modernas democráticas. En España hemos conjugado ambas concepciones, democracia y monarquía, con cierta dignidad. Pero la debilidad de Juan Carlos I, sus regalías y placeres sin comedimiento, abusando de su inviolabilidad, han traído actos reprobables. El factor humano, esa condición ineludible. La degradación ética y moral de la conducta del rey emérito ha sido consustancial a la que ha sufrido la democracia española. Habría sido un acierto que cuando más se elevaba la corrupción, la institución monárquica hubiera dado hubiera dado otro ejemplo.

No sé qué escribirán ahora los escolares en el próximo concurso sobre qué es un rey para ellos, aunque se trate de Felipe VI. La figura de un rey ya no será la misma para ellos, probablemente también se sientan defraudados. 
*Artículo publicado en Ideal, 12/08/2020
*Ilustración: Claude Vignon_Creso recibe tributo de un campesino de Lidia_1629_detalle

lunes, 3 de agosto de 2020

EUROPA SIGUE ESTANDO MÁS ALLÁ DE LOS PIRINEOS*

Temíamos una debacle, pero al final se han salvado los muebles en Europa. Se dice que el fondo de recuperación europeo es la decisión más importante desde la creación del euro, y debe serlo por el montante económico y la recuperación de principios básicos para el proyecto europeo: cooperación y solidaridad.
Es mucho lo que se juega Europa en esta crisis pandémica donde llueve sobre mojado. Hasta Merkel, la gran recortadora de la crisis de 2008, se ha dado cuenta. Europa es el espacio geoestratégico mundial donde mejor se ha preservado la civilización del bienestar desde que se fundara el Mercado Común. Salir de la crisis del Covid-19 necesitará mucha cabeza y mucha solidaridad, nadie saldrá solo. Estos tiempos son otros: la ruptura en la esfera internacional ha hecho tambalear el concepto de globalización. La inestabilidad mundial generada por la errática política de EEUU en su guerra contra China ha dejado a Europa fuera de juego. Si la Unión Europea quiere sobrevivir tendrá que desechar postulados nacionalistas y apostar por la colaboración interna. Por separado, cada país europeo no deja de ser un pollo con aspiraciones a ocupar un rincón del corral, pero supeditado a los dos gallos predominantes (EEUU y China) y a otro (Rusia) que se dedica al hostigamiento en espera de ver lo que pilla.
En esta incierta desazón de las relaciones internacionales me temo que pierde la democracia. Si desaparece el sentido de comunidad, la democracia se debilita hasta el punto premonitorio que defienden Levitsky y Ziblatt en su libro Cómo mueren las democracias. Ellos hablan de EEUU, pero Europa tiene ya sus amenazas: el auge de populismos y extrema derecha.
El fondo de recuperación supondrá una probable salvación de las economías europeas, sobre todo las del sur. Europa no es EEUU ni China, su potencial económico y de innovación está lejos de lo que representan ambas superpotencias. Si no se anda lista y unida perderá un tren que la alejará de muchas transformaciones que se están produciendo en el mundo, incluso cederá en su papel de estabilizador mundial.
Los estandartes europeos, Alemania y Francia, han facilitado la creación del fondo cediendo ante los llamados ‘frugales’: la Europa luterana, dispuesta a imponer ajustes monetarios e impositivos, reformas laborales y de pensiones a cambio de las ayudas. Capitaneados por Holanda se mostraban insensibles ante quienes sufrieron las duras restricciones de 2008 para agravio de la población más desfavorecida.
En la negociación del fondo de recuperación hemos ‘descubierto’ que aún persisten las dos Europas. La de la austeridad económica de mentalidad calvinista y la tachada de frívola y poco ahorradora. Asimismo hemos ‘redescubierto’ que Europa sigue estando más allá de los Pirineos, no solo geográfica, también mentalmente, y que España despierta los mismos recelos y tópicos a los que secularmente estábamos ‘acostumbrados’.
Nuestra imagen en Europa, a pesar de la modernización impulsada durante la democracia por otros fondos europeos, no es para tirar cohetes. Los eslóganes de la Marca España se antojan ridículos ante los ojos con que nos miran. Nos ven como un país despilfarrador, corrupto y con escaso miramiento por las cuentas públicas, la letra menuda de las negociaciones del Consejo Europeo lo ha evidenciado. Llevamos años convertidos en el botellón europeo, el lugar de desahogo de los borrachos que vienen a atiborrarse de cerveza y a lanzarse desde un balcón a la piscina del hotel. Las imágenes de estas zonas turísticas han llegado a los televisores de Europa: jóvenes británicos, franceses, holandeses o alemanes emborrachándose, meándose, desnudándose y fornicando en plena calle, desmadrándose de la manera más burda y soez, tan solo para dejar unos millones de euros en nuestra principal y traicionera industria: el turismo. Así nos ven y así nos juzgan los que con una mentalidad austera nos mandan a sus jóvenes a que se desahoguen y solacen en nuestras Lloret de Mar, Magaluf o Benidorm. La moral puritana no deja de tener su lado hipócrita.
La pureza del norte de Europa frente al degradado y corrupto catolicismo romano que sirvió de base a la reforma protestante del siglo XVI, y que no ha dejado de perdurar. La prosperidad económica que impulsó aquel protestantismo en el comercio y la industria frente a una economía que a duras penas salía del mercantilismo manufacturero.
No obstante del acuerdo, los ‘frugales’ han demostrado su insolidaridad con el sur de Europa en una crisis no provocada por sus pecados, sino por una especie de ‘maldición bíblica’. Para España los Pirineos han vuelto a ser esa barrera infranqueable que de manera autoimpuesta nos aisló por ferrocarril con un ancho de vía diferente desde el siglo XIX, o que nos ninguneó por méritos propios en el concierto internacional cuando aquel Congreso de Viena de 1815, tras la derrota de Napoleón y el reparto de su botín. Con el siglo XXI a cuestas debiéramos asumir también nuestras responsabilidades (derecha e izquierda) de aquellos años de la opulencia del desmadre económico con Aznar y Zapatero. No sea que ahora algunos quieran sacudirse las solapas como diciendo que aquello no va con ellos o no vean la viga en el ojo propio. En esos años hemos fraguado nuestra nefasta imagen más reciente.
Si queremos recuperar crédito habremos de dar una lección en la gestión del fondo europeo. Y a ser posible que esa imagen de país frívolo en lo económico que nos persigue sea desterrada de manera permanente. Aunque mal hemos empezado tirándonos los trastos a la cabeza, cuando deberíamos haber puesto en valor lo conseguido. No sé a qué juega la oposición en algo que va a ser beneficio para todos los ciudadanos.
* Artículo publicado en Ideal, 02/08/2020

domingo, 21 de junio de 2020

LA HISTORIA NO SE REVISA, SE ESTUDIA*


La muerte de George Floyd no puede quedar impune. Las protestas escuchadas en múltiples rituales de purificación democrática han condenado el asesinato de este ciudadano negro bajo una rodilla criminal. Vigilias, homenajes, largas y populosas marchas, tan legítimas como imprudentes por la presencia de otro enemigo: el coronavirus, tan arrasador en Estados Unidos gracias a la clarividencia de su presidente. El racismo ha sido zarandeado, pero las reacciones viscerales e irracionales no ayudarán a ello.
Algunas de las muestras públicas en recuerdo de Floyd han derivado en un ajuste de cuentas con la Historia. Vestigios del recuerdo histórico en forma de estatuas han sido purgados. Las estatuas son una anécdota de quita y pon, podremos derribar todas las que queramos, pero si no se combate la mentalidad opresora del racismo, no desaparecerá. Las creencias no se erradican concluido un aquelarre iconoclasta. Derribaremos muros, estatuas y castillos, pero la caída de los símbolos no arrastrará las ideas que una vez los sustentaron.
Hace menos de un año paseaba en Nueva York por Columbus Circle y observaba la estatua de Cristóbal Colón. Descubrí el fervor de América hacia el navegante con cientos de estatuas erigidas en su honor en ciudades estadounidenses: Nueva York, Boston, Richmond, Houston, Miami… Esta plaza neoyorquina se sitúa en el cruce de Central Park, Broadway y la Octava Avenida. En ella se celebró el 400 aniversario de la llegada de Colón al Nuevo Mundo inaugurando el monumento que preside el enorme coso. Fue una donación de la comunidad italoamericana, sufragado con la recaudación de fondos promovida por un periódico en lengua italiana: ‘Il Progresso’. El monumento: una estatua de Colón tallada en mármol de Carrara sobre una columna de granito de 21 metros de altura, con relieves de marinería en alusión a la Niña, la Pinta y la Santa María. El nombre, cómo no, en italiano: Cristoforo Colombo, reclamando la ascendencia patriótica. Los italianos se nos adelantaron desde siempre en EEUU para vender lo suyo.
Las estatuas de Cristóbal Colón han sido uno de los objetivos antirracistas. Este ir y venir de la figura de Colón como abanderado de una conquista que exterminó a cientos de miles de aborígenes durante siglos, no es de ahora. En 2017 se creó una comisión para dirimir sobre el monumento de Columbus Circle. Si se hubiera decidido su derribo yo no habría podido verlo aquella soleada mañana de septiembre de 2019.
El revisionismo de la Historia no siempre conduce a restañar agravios. Que desaparezcan las estatuas de Colón en EEUU no va a modificar la Historia, ni constituirá un hito de justicia. Colón actuó con arreglo a su tiempo, y los conquistadores, también. Un tiempo de crueldad, no desaparecida en nuestros días. Recordemos la memoria de los damnificados por unas prácticas injustas y salvajes cometidas hace cuatro o cinco siglos, pero no podemos revisar o reescribir el pensamiento que las propició por mucho que nos duelan tantas atrocidades. No podemos borrar la Historia, tan solo aprender de ella.  
El dolor por la tragedia de George Floyd es inmenso, su significado, si cabe, más hiriente. El racismo es una lacra enquistada en la mente del ser humano, difícil de erradicar. Derribar una estatua es solo un acto de desahogo simbólico y visceral. Extirpar el racismo de una sociedad, una obligación permanente, una intolerancia cero a la que aspirar.
La Historia no se revisa, se estudia e investiga, y si del análisis histórico se desprende que hemos interpretado erróneamente un dato a la luz de las fuentes, entonces se rectifica. La Historia no se construye con opiniones ni conjeturas, ni impulsos vehementes sobre pareceres. Revisemos el presente, donde sí podemos influir y edificar el futuro. El racismo no se va a erradicar con el derribo de cientos de estatuas, como tampoco el fascismo. Si queremos combatir la xenofobia o el fascismo lo tendremos que hacer entre nosotros, los vivos. Decía Walt Whitman que “la sociedad de hoy somos nosotros: los poetas vivos”.
Nuestras mentalidades son las peligrosas, no las de hace trescientos o cien años. Estas nos deben servir de enseñanza para aprender de los horrores que cometieron. Y si nuestra sociedad los volviese a cometer, entonces no habríamos aprendido nada y seríamos esos estúpidos culpables de ser unos depravados y merecedores de lo que nos ocurriera.
El racismo se combate persiguiendo comportamientos racistas con la legalidad, pero también desterrando mentalidades y actitudes, sin darles pábulo por omisión o complacencia. El cambio de mentalidad no es tarea fácil, en todo caso habrá de producirse con leyes que combatan actitudes perniciosas y con aprendizajes sociales que propicien la práctica de actitudes tolerantes. La sensibilidad y la empatía hacia otros seres humanos es la mejor vacuna, aunque llevemos miles de años sin haberla descubierto aún.
No podemos revisar la Historia a la luz de nuestro pensamiento evolucionado. No podemos eliminar en una quema de libros ‘cisneriana’ las obras literarias que narran historias de racismo, ni películas, ni obras científicas o artísticas. Nuestras conductas individuales quizás también fueron alguna vez racistas, como lo fue la tolerancia al maltrato animal. Lo que ahora solivianta nuestra conciencia no siempre la soliviantó hace treinta o cuarenta años.
No podemos acomodar la Historia a nosotros. Hemos progresado y aceptado unos valores éticos, cívicos y morales que rigen la vida de ahora, el pasado no debe ser culpable de lo que somos, a pesar de su influencia, pero el presente sí que es nuestro, ¿a ver qué hacemos con él?

* Artículo publicado en Ideal, 20/06/2020
* Ilustración: detalle de Santo Domingo y los albigenses de Pedro Berruguete.

martes, 2 de junio de 2020

CREER EN LOS DOCENTES*


“Todo saldrá bien”, enmarcado en un hermoso arcoíris, ha sido el grito de ánimo lanzado por el magisterio español a su alumnado. Las escuelas se cerraron con la pandemia y la población escolar quedó confinada. Se acabó el contacto en el aula, la seguridad de la proximidad del maestro, la sonrisa, el gesto, las relaciones de afecto interpersonales, el apoyo diario para los que aún necesitan que todo sea cercano, los más vulnerables.
Los docentes también se sintieron huérfanos de sus alumnos. Su reacción: arropar a millones de escolares inmersos en un mar cargado de incertidumbres con una explosión de cariño virtual: “Todo va a salir bien”, y que no estaban solos, que sintieran que sus maestros los añoraban. Se grabaron vídeos individuales y colectivos que circularon por las redes sociales. Los animaban, recordaban cuánto los echaban de menos y suspiraban porque esto terminase pronto. Sentí un enorme orgullo de ser docente.
La primera muestra me llegó de la maestra de mi nieto David. Juana trabaja en el CEIP ‘Alhambra’ de Madrid. Aquellas palabras de complicidad en un corto vídeo dirigido a sus alumnos de cinco años me emocionaron. Apelaba a su responsabilidad y a que levantaran el ánimo, y lo hacía con una extraordinaria sensibilidad y connivencia. La talla moral y profesional de muchos docentes, preocupados por minimizar el impacto de esta nueva experiencia, la alcanzaba esta maestra.
Se había perdido el contacto físico, pero, como a Blas de Otero, nos quedaba la palabra. Hablada o escrita, para sentir, saber, comunicar, querernos, consolarnos, amarnos. Las palabras nunca sobran, sobran los insultos, las ofensas, la discriminación, el desprecio. Y aquellas palabras de los docentes dirigidas a su alumnado demostraban que seguían siendo maestros aún en el confinamiento y que, a pesar de la muralla física, el calor de sus palabras desvelaba ternura.
No obstante, la actividad escolar debía continuar. Los docentes afrontaban el reto de la docencia a distancia con un objetivo común: ningún alumno se quedaría atrás. Las dificultades aparecieron y con suerte desigual. Cuando volvamos a la normalidad todos habremos de reflexionar sobre esta experiencia que ha dejado al descubierto muchas de las graves carencias de nuestro sistema educativo, que no son de ahora, y que quizás antes no hemos querido o sabido verlas.
Permitidme que en esta ocasión apele al optimismo y me detenga en el trabajo desarrollado por los buenos docentes.
He seguido detenidamente la docencia a distancia. He sabido de las dificultades para conectar con todos los alumnos: hogares sin ordenador, sin recursos telemáticos y, en casos extremos, hogares con un solo móvil y datos limitados, utilizado solo para comunicarse por whatsapp o mirar una cuenta de Instagram. Ni siquiera un correo electrónico. Situaciones variopintas abordadas con gran dificultad por los docentes. Y en zonas rurales y desfavorecidas, mayor brecha digital.
Una maestra de Cuevas del Campo, Tania, me hablaba de estas dificultades, de llevar días intentando contactar con dos alumnos y su empeño profesional por ‘que no se quedaran atrás’. Tras muchos intentos consiguió hablar con las familias por teléfono. Se trataba de dos alumnos con necesidades educativas especiales.
Los docentes han hecho un trabajo encomiable, a pesar de la gran limitación de medios. Más allá de la necesidad de resolver la brecha digital, la docencia a distancia ha demostrado otra cosa: la escuela y la educación presencial son imprescindibles. Las desigualdades se compensan mejor en la escuela física que en la escuela virtual. Por eso me molesta que se hable de 'aulas hueveras'. Que algunos docentes conviertan sus clases en espacios de aburrimiento no significa que todas lo sean. He visitado cientos de aulas en años y he visto espacios dinámicos, motivadores, ambientes de interrelación, cooperativos, de empatía. Y también docentes que convierten sus clases en entornos de aprendizaje, no solo de contenidos, también de relaciones humanas, de miradas cómplices, de gestos amables, de sonrisas afables. La escuela, más que ningún otro entorno social, es un espacio de compensación de desigualdades. No se nos olvide.
Ser maestro en la sociedad actual sigue teniendo valor. Los sanitarios han cuidado de nuestra salud atacada por el coronavirus, pero los docentes han cuidado del intelecto y las emociones de millones de niños y jóvenes. Lo decía Isabel, maestra del colegio de Ugíjar: “Ni dispositivos digitales, ni libros de texto... los respiradores educativos son los docentes, que guían, asesoran, acompañan, adaptan, compensan y velan, porque saben qué y cómo lo que cada uno de sus alumnos y alumnas necesitan”.
Recuerdo a mis maestros: don Francisco, don Esteban, don Antonio, y la huella que dejaron en mí. Los maestros son todavía faros a los que mirar en caso de que nos arrastre la deriva. Los tiempos han cambiado y, aunque parezca que ya no iluminan lo mismo, que están tocados por un desprestigio grosero y el escaso reconocimiento que invade tantos espacios profesionales en estos tiempos de posmodernidad, mi conocimiento me impele a creer en ellos. Mi nieta me habla muy bien de una maestra que le gusta mucho. Alguna luz recibirá de ella para que le guste. Si en estos días de difícil desempeño de la actividad escolar el alumnado no los hubiera tenido cerca, el embravecido mar de la vida tal vez se los hubiera tragado.
Dejémoslos que sigan iluminando, no les apaguemos su luz con el descreimiento. Ni les burocraticemos tanto su trabajo, ni los distraigamos con cantos de sirena y cambios que anuncian un maná educativo que luego queda en nada. No les restemos tiempo ni energías que deban emplear en la atención de sus estudiantes. Creamos en ellos, ellos han creído en sus alumnos.
*Artículo publicado en Ideal, 31/05/2020

miércoles, 6 de mayo de 2020

ESTA ESPAÑA (MUERTA) NUESTRA*


La oposición arremete contra el Gobierno por la gestión de la crisis sanitaria del Covid-19, el Gobierno se defiende como puede y los ciudadanos mientras seguimos en nuestro confinamiento a la espera de que nos den rienda suelta.
La política está plagada de relatos: medias verdades, medias mentiras o mentiras en toda regla. Pocas veces en política está presente la verdad. Una de las enseñanzas que saqué en política es que la verdad no encaja bien con la política. Hay que escribir siempre un relato a conveniencia. No es que la pandemia haya alterado el ambiente político de este país, ya era deleznable, solo la ha hecho insoportable.
El momento que vivimos es delicado, y lo va a ser más, sin embargo todos los políticos siguen lanzando en sus discursos medias verdades. Veinte años llevamos de un nuevo siglo y no ha cesado el solivianto por mentiras execrables: nos dijeron que íbamos a una misión de paz, cuando se trataba de una guerra en Irak; una mañana de marzo de 2004 nos contaron que ETA explosionó unos trenes en Madrid, cuando fue el terrorismo islámico; en 2008 una crisis económica se desató, y quisieron hacernos ver que no había crisis; vinieron drásticos recortes en las nóminas, la sanidad o la educación, y se nos dijo que no eran tales; floreció en España la corrupción, y nos quisieron convencer que no era exactamente corrupción.
Ahora ha venido la pandemia del coronavirus, y titubeamos más de lo debido hasta caer en que había que tomar medidas. Entonces todo el mundo calló, incluso los que ahora se quejan de que reaccionamos tarde. El mundo se nos ha venido encima y, entretanto, los partidos políticos tirándose los trastos a la cabeza, construyéndonos su relato de la pandemia, mientras a los ciudadanos, confinados, se nos han bajado las defensas inmunológicas e intelectuales. Acaso tengamos una cierta atrofia mental por estar encerrados, sin respirar aire puro de la naturaleza que oxigene nuestro cerebro. De ello se aprovechan, de nuestra debilidad, e intentan seguir engañándonos con mentiras y más mentiras, llenando las redes sociales y los whatsapp de bulos, y aprovechando nuestro ‘daño cerebral’ para que creamos en todo lo que nos dicen.
Sin embargo, ninguno nos dice por qué la pandemia nos pilló fuera de juego, por qué no supimos reaccionar, por qué no teníamos una industria nacional que nos abasteciera en este tiempo de desgracia de mascarillas, test de diagnóstico o respiradores, y por qué hemos tenido que buscar material en el mercado chino, plagado de mafias internacionales, para que nos engañen tantas veces con material defectuoso. Ninguno de los partidos políticos lo ha explicado y, si sabían cómo evitar que nos arrastráramos como pedigüeños en el ‘fantástico’ mercado global, no lo han dicho. Ni tampoco nos ha ilustrado con saber por qué cuando gobernaron no previeron que España no podía ser solo ese país idílico para el turismo, con las mejores playas, hoteles y los bares de copas más guay de toda Europa, que también debía haberse convertido en un país potente con una industria capaz de hacer frente a una calamidad y a las necesidades de su población. Y me hubiera gustado escuchar las explicaciones asimismo de por qué hemos optado por la deslocalización, como si fuera un signo inevitable de los tiempos, de nuestra industria textil, esa que está en China, India o Bangladesh, donde la producción es muy barata aunque luego nosotros la paguemos a precio de ricos.
Por qué no debaten eso en el Congreso y en las ruedas de prensa, y en esas comparecencias para hablar solo de la pandemia: unos minando la gestión del Gobierno por un puñado de votos, y otros para salir del paso como buenamente pueden con la cruz que les ha caído encima. Y por qué nos lanzan bulos y carnaza para que los ciudadanos nos saquemos los ojos y las entrañas unos a otros en redes sociales para defender sus mentiras. ¡Cuántas cosas me gustaría que respondieran los partidos políticos!
España no ha estado preparada ni sanitaria ni industrialmente para hacer frente a la pandemia, y de eso tienen mucha culpa los partidos que nos han gobernado al menos en los últimos veinte años.
Cecilia cantaba en 1975 aquella hermosa canción: Mi querida España, que el régimen franquista censuró: España no podía estar muerta, tendría que ser una España nuestra. Pues bien, España ha demostrado que ante la pandemia es una España muerta. La España que les interesa a los que buscan rédito político, no por amor a España, sino por amor a sus intereses. Que España haya visto quebrantada su economía del modo que estamos viendo es culpa de todos ellos, porque España nunca les importó más allá del poder que proporcionaba y las corruptelas que les permitía el control sobre bienes y patrimonios. Que España dependa de sectores económicos tan volátiles como el turismo o la construcción demuestra su escasa capacidad para gestionar la economía de este país, que ahora se ve sumido en la crisis que viene por no tener industria, investigación y desarrollo para salir adelante. ¡Que inventen ellos!, ¿verdad?
Cuanto del efímero mañana machadiano tiene la España del momento es atribuible a quienes nos han gobernado, esos que no han sabido crear en España una economía estructuralmente más sólida, resistente a las desgracias y calamidades. Y no una economía que se pareciera a aquella economía de subsistencia que recordamos de siglos pasados, cuando una sequía en el campo provocaba crisis, miseria y hambre. Aquel campo, nuestro turismo de ahora.
 * Artículo publicado en Ideal, 05/05/2020

lunes, 6 de abril de 2020

UN RESPIRO PARA EL PLANETA, UNA EXCUSA PARA MEDITAR*


La calamidad se ha posado sobre nuestro mundo de confort. Un mundo que explota a este planeta hasta llevarlo al límite, que lo agrede sin remisión, que alardea de una suficiencia y prepotencia incuestionables, que criminaliza el discurso de quien disiente y al que disiente, que se regodea en la ignorancia. Es el camino de la posmodernidad que alienta el individualismo, privándonos de mirar hacia los que caminan junto a nosotros. La calamidad ha hecho que ese camino se haya desviado repentinamente hacia otro sendero: el valor de la colectividad, sin la cual es imposible afrontar los retos. Es la distopía que hasta ahora no habíamos conocido.
Esta pandemia es como si la naturaleza se hubiese rebelado contra nosotros. Como si un castigo bíblico pretendiera darnos una lección por nuestros desvaríos, como cuando en el Génesis la corrupción y la violencia en la Tierra ofendió tanto a Dios, que le dijo a Noé: “…está llena de violencia a causa de los hombres, y he aquí que yo los destruiré con la Tierra”. Eso de que nos comamos cualquier bicho que se mueva o destruyamos el medioambiente ha debido ponernos un límite. No somos propietarios de la naturaleza. La Tierra se hartó de los dinosaurios, y los exterminó. A lo mejor está más que harta de los humanos, la especie que más la ha agredido.
Con este Covid-19 la realidad nos ha dado un bofetón en toda regla. De este aprendizaje quizás lleguemos a una nueva realidad. El parón forzado de la actividad humana y económica acaso le sirva al planeta para recuperarse algo, y a nosotros para reflexionar. Aunque no seremos todos, los arrogantes y los prepotentes no están a favor de este parón, desdeñan la peligrosidad del coronavirus.
Hace unos días el republicano Dan Patrick, vicegobernador de Texas, en una entrevista en Fox News, el canal que apoya la reelección de Donald Trump, se despachaba diciendo: “Los abuelos deberían sacrificarse y dejarse morir para salvar la economía en bien de sus nietos y no paralizar el país”. EEUU ya estaba siendo acorralado por la pandemia, pero más importante que la vida de los seres humanos era salvar la economía. El neoliberalismo más salvaje se mostraba con descaro, sin pudor. Una respuesta propia del ideario de Trump o de Bolsonaro, partidarios de no paralizar su país, minusvalorando el drama humano de esta pandemia. La distopía es estado puro, el mundo feliz de Huxley, la vida en una burbuja de cristal, fuera de la cual no se valora la vida del ser humano. La voz de los lunáticos imponiéndose al criterio científico, negando el cambio climático y sin importarles la explotación al límite de los recursos del planeta. Igual que las insensatas proclamas del presidente mexicano López Obrador, quien alentaba a que la gente siguiera paseando.
Después de escuchar a Dan Patrick me acordé de Naomi Klein y su teoría del capitalismo del desastre que desarrolla en La doctrina del shock. El neoliberalismo quizás esté buscando una nueva oportunidad en esta pandemia, como la encontró con el 11-S para imponer sus reglas o con la crisis económica de 2008. El gurú del neoliberalismo, Milton Friedman, había diseñado la táctica triunfal del capitalismo contemporáneo: aprovechar una crisis —real o percibida— o un estado de shock de la sociedad para encontrar la oportunidad donde “desarrollar alternativas a las políticas existentes, para mantenerlas vivas y activas hasta que lo políticamente imposible se vuelve políticamente inevitable”.
Las continuas informaciones que llegan a la opinión pública sobre la pandemia comparten el daño que está ocasionando a la economía y a la Bolsa, con los estragos producidos en la población: miles de muertos y apuros de la sanidad para atender a cientos de miles de contagiados en crecimiento y la falta de medios para su atención.
Cuando termine esta pandemia se habrá perdido empleo, se habrán producido retrasos en el pago de hipotecas y alquileres, y habrá quien haya perdido parte de su vida. La cobertura social de la población más desfavorecida será una prioridad. Pero, paralelamente, los grandes emporios económicos y financieros demandarán activar cuanto antes el balance positivo de su cuenta de resultados, y mirarán también al Estado.
Los Estados van a salir muy tocados de esta crisis sanitaria, que derivará en crisis económica. El neoliberalismo los ha convertido en un cliente más del mercado (en él compiten por comprar mascarillas). Su misión de protector de la colectividad, no cuenta. El interés público queda al mismo nivel que lo privado. Por lo pronto, nada más desatarse la pandemia, es el Estado quien está dando una respuesta a la misma, y no el gran capital, ni la Bolsa, ni el Ibex-35. No obstante, un acontecimiento catastrófico como éste puede ser una atractiva oportunidad para el mercado neoliberal. Atentos.
La pandemia ha radiografiado lo frágiles que somos. Los deseos de que todo cambie no serán suficientes. Ya pasaron otros cantos al sol, como en la crisis de 2008. Entonces la oportunidad fue para el neoliberalismo, no para nosotros. No tuvo más que introducir sus mecanismos de terror, de miedo a la hecatombe porque el sistema financiero se desmoronaba, y con él la sociedad, para que el poder político lo socorriese en detrimento de la vida de los ciudadanos, mermada por los recortes.
Mucho me temo que cuando la pandemia pase no hayamos aprendido nada, y el capital vuelva a mostrarse insaciable, y las ilusiones del cambio al que aspirábamos nos deje como estábamos, o peor. Y que la naturaleza se enfade otra vez.
* Artículo publicado en Ideal, 05/04/2020.

lunes, 23 de marzo de 2020

CONFINAMIENTO^


En este país, en más de ochenta años, no habíamos vivido una situación parecida al estado de alarma decretado por la pandemia del Covid-19. Finalizada la guerra civil, los años de posguerra provocaron episodios de extrema dificultad a consecuencia de la penuria y la represión, pero nada que ver con este confinamiento en el hogar al que hemos sido sometidos.
Decir confinamiento suena a algo muy serio: a salvación en un bombardeo, de una plaga bíblica o de un castigo divino donde hubiera que marcar la puerta con sangre de cordero. En un confinamiento se pone a prueba la capacidad del ser humano para afrontar situaciones ajenas a la normalidad. Albert Camus, en La peste, hace un ejercicio de introspección en la vida de una ciudad donde explica la alteración drástica de la cotidianidad y su alcance psicológico en los habitantes. El confinamiento por el coronavirus nos ha alterado nuestra cotidianidad, justo lo que equilibra el tránsito por la vida. Una auténtica prueba de fuego para la convivencia social y familiar.
Hay quien asimila el confinamiento a un secuestro o a la vulneración de sus libertades. Lo hemos visto en personas que no cumplen las restricciones impuestas por el estado de alarma. No sé si tendríamos que aprender del reparto de tareas y colaboración en los insectos sociales. Tal vez, sí. En nosotros, como seres sociales pero dotados de inteligencia y sentido de la libertad, la vida en sociedad debe estar bañada además por el civismo. El cumplimiento de las restricciones en materia de movilidad es un ejercicio consciente de convivencia y libertad. Las conductas incívicas e indisciplinadas representan enormes agravios contra la colectividad. Nuestra libertad se refuerza cuando somos solidarios y respetamos las normas de esa colectividad, y nos alejamos de hacer lo que nos dé la gana del modo más insolidario. Reforzamos la libertad cuando decidimos colaborar socialmente y respetar la integridad de los demás.
No es la peste negra lo que nos ha venido, ni el cólera, ni la difteria o la tosferina, epidemias que castigaron a la humanidad en otros tiempos. Ha venido un moderno virus, con una presencia de cibervirus alienígena más que de bacteria antediluviana. Un coronavirus desconocido y mortal que no lo trae el inmigrante ni el extranjero ni el apátrida, sino que lo podemos llevar y traer cualquiera de nosotros.
Quizás alguien piense que con esta situación vivimos una distopía del tenor orwelliano de 1984 o de Fahrenheit 451 de Bradbury, o tal vez el tiempo posterior a un holocausto nuclear. Nada de eso. Se trata de un enemigo invisible que ha modificado nuestro modo de vida de manera drástica, sin alterar la fisonomía de nuestras ciudades, salvo su aspecto fantasmal por ausencia de transeúntes, y sin distorsionar nuestras mentes con profecías apocalípticas. Solo nos ha obligado a recluirnos en nuestro hogar, que ya es bastante, y a unirnos para combatirlo, como a otros miles de virus, pero éste sin vacuna.
La crisis del Covid-19 es una crisis mundial de duración imprevisible. Nadie escapa a ella. Ni los pobres, ni los ricos, ni los poderosos, ni los gobernantes, tampoco la detiene el convencionalismo de las fronteras. Todos los ciudadanos somos susceptibles de ser portadores y víctimas al tiempo. La vulnerabilidad del ser humano es total en el mundo desarrollado y subdesarrollado. La riqueza no funciona como escudo protector. La ciencia, que nos salva de muchas afecciones de la salud, todavía es incapaz de salvarnos de todas. En ello radica nuestra vulnerabilidad frente a la naturaleza, nuestra soberbia y prepotencia ante ella es algo meramente circunstancial.
De esta pandemia y de nuestro confinamiento quizás debamos extraer varias enseñanzas. La primera: una lección acelerada de civismo. Frente al individualismo que promueve la posmodernidad neoliberal, la ‘modernidad líquida’ de la que habla Zygmunt Bauman, debemos dar una respuesta que refuerce la colectividad. Es cierto que la disciplina social a veces tiene que imponerse, si cada persona asumiera su propia responsabilidad no habría que hacerlo. Pero, ante la adversidad, el civismo se erige en un arma muy poderosa.
Otra de las enseñanzas, que no por sabida dejamos de recordar, es la hipotética llegada de una crisis económica. La actividad económica mundial se está resintiendo con la pandemia. El capitalismo es un sistema económico fullero, tan vulnerable como insolidario, tan egocéntrico como insaciable, sin mecanismos para afrontar momentos de quiebra en su voraz maquinaria desarrollista, y donde al final siempre pagan los más débiles. Vemos a la economía capitalista sin resortes para afrontar situaciones como ésta, solo esperando a que sea el Estado quien afronte en solitario el reto solidario.
No se ha producido una guerra, ni siquiera la caída del sistema financiero por la avaricia, es simplemente la paralización de parte de la actividad económica por un problema de salud pública. Seamos corresponsables. Los medios de comunicación incesantemente hablan de caídas en la Bolsa o de pérdida de beneficios empresariales, pero… ¿y la solidaridad de esos grandes capitales en un momento así, dónde la dejamos?
Como enseñanza principal quedémonos con la concienciación de gran parte de la ciudadanía que está afrontando los retos de esta pandemia con un sentido colectivo, de exclusión de prácticas egoístas y con un ejercicio de solidaridad. Y, además, salpicado de esas muestras de humor que están haciendo este confinamiento más llevadero.
Nunca habíamos vivido una situación igual. Debiera servirnos de enseñanza para un futuro que no sabemos lo que nos traerá. Acaso, como diría Camus: “Todo lo que el hombre puede ganar al juego de la peste y de la vida es el conocimiento y el recuerdo”.
 * Artículo publicado en Ideal, 22/03/2020

lunes, 13 de enero de 2020

LA CONVIVENCIA EN ESPAÑA, SIEMPRE ATRAVESADA POR FISURAS*


España es un país con una convivencia quebradiza. De vez en cuando se cuela la hiel por fisuras supurantes. Siempre pensé, con la Historia como aliada, que la convivencia entre los españoles no era una cosa fácil, pero no hasta el punto de que el odio emergiera en el debate político, como ha ocurrido varias veces durante la democracia.
Las campañas electorales sacan de nosotros los más bajos instintos. Y cuando no hay campañas electorales, también. La democracia quiso hacernos diferentes a lo que éramos antes de ella: vivir en libertad, ser democráticos, respetar al que no piensa como nosotros. Yo fui un joven que creyó en la democracia y al que ahora, no tan joven, le asaltan las dudas.
Una nueva generación de políticos está gobernando la política en España, pero parece peor que la anterior, o tal vez es igual y aprendió de la anterior. Sacar la inquina que caracterizó el devenir político de España en el siglo XIX (la que Galdós retratara en sus novelas, plagadas de avatares políticos) y el primer tercio del siglo XX, que tuvo como colofón la ira desatada en la guerra civil y la dictadura, nunca ha sido parte de nuestro progreso, ni civilizador ni humano. ¿De qué han servido cuarenta años de democracia?
Pensábamos que el franquismo, la mayor quiebra sufrida en la convivencia nacional de este país en su historia, se había liquidado con la Constitución del 78. Mas como si la Historia se repitiera, que no lo creo, en nuestros días supura todavía demasiada hiel y no menos perversos gestos de intolerancia. Con la democracia quisimos construir una convivencia mejor, o eso nos creíamos unos cuantos ilusos. Por eso, los que creímos en aquello, ahora no toleramos que unos pocos, o unos muchos, pretendan acabar con nuestras ilusiones.
Al pasado lo revive la nostalgia, ese sentimiento del ser humano que añora siempre alguna pieza pretérita para reconstruir el equilibrio emocional del presente. No obstante, a algunos se les soliviantan determinadas añoranzas que no debieran ser patrimonio de la nostalgia, no hasta el punto de que tras cuarenta años de la muerte del dictador el franquismo siga vivo y sus rictus intempestivos reproduciéndose tan airadamente.
La sesión de investidura de Pedro Sánchez ha constituido un bochornoso espectáculo protagonizado por las derechas. Como lo fueran otros momentos parlamentarios de este país, pero en éste cuajando un peligro que solivianta los nuevos tiempos: el ultraderechismo. Me asalta la sensación de que algo terrible pudiera pasar. La intervención de la portavoz de Bildu desató un volcán de ofensas en modo aspersión, que se mezclaron con el uso obsceno del terrorismo, que afortunadamente terminó hace años, y que para la derecha es su razón recurrente, como si con él viviera mejor.
No estoy tan seguro de que la execrable manera de hacer oposición de la derecha sea consecuencia de creerse que el poder le pertenece. Pienso más bien que su forma gamberra y violenta de conducirse responde a que no les gusta el debate parlamentario como instrumento de exposición de argumentos e ideas, y que en su ADN radica la imposición como método de conquista de lo apetecido: el poder. Este modo de proceder no es más que una manera de traicionar a la Constitución, a la que tanto dicen defender, y de camino a la Monarquía.
Actitudes y palabras lo dicen todo sobre nosotros. Y cuanto se instiga, fustiga y hostiga en el Congreso termina expandiéndose por la calle. Y cuanto se ‘argumenta’ en el Congreso rola en los corrillos, las plazas, los bares y las redes sociales. Y lo vociferado en el Congreso deseduca social y políticamente a la ciudadanía hasta confundirla. Y al final triunfa el efecto pretendido con tales ‘argumentaciones’, quedando solo en el imaginario de la ciudadanía los insultos: traidor, mentiroso, desleal, estafador, terrorista, prevaricador…
La composición política del Congreso es la que hay: la representación de todas las sensibilidades políticas y territoriales de España. Así se construyó en el 78 la Constitución. Convertir el Congreso en campo de batalla contra esas mismas sensibilidades no es ser constitucionalista. Los que se denominan así deberían saberlo. La convivencia emanada de la Constitución se construye, no se destruye.
Queríamos que ETA dejara de matar y que se disolviera, y lo hizo. Quisimos que la izquierda abertzale entrara en el redil de la senda constitucional: participar en elecciones, acatar la Constitución aunque fuera con el imperativo que fuera; en definitiva, que estuviera sometida a la disciplina parlamentaria. Y cuando todo esto se ha conseguido parece que no tenemos suficiente. ¿Preferiríamos tener a ETA activa con sus ‘argumentos’ asesinos para así alimentar el debate político y golpear la cabeza del adversario cuando nos fuese pertinente?
El independentismo catalán ha removido la convivencia de este país. Ha tenido la ‘virtud’ de provocar una ruptura política mayor que la que había protagonizado ETA con sus muertos. Aquello nos unió. Nos ha hecho caer en la trampa. Las derechas han caído en la trampa. La trampa del enfrentamiento. Que Esquerra Republicana haya votado abstención en la investidura de Pedro Sánchez ha sido un éxito para la política española, obviamente no para la política que apuesta por el frentismo y la represión. Hacer entrar a ERC en el redil del constitucionalismo, aunque sea a regañadientes, nos desvela que la independencia de Cataluña y la república catalana ya son un imposible y que lo han entendido.
Dejemos que en la convivencia de este país quepan todas las sensibilidades políticas y territoriales de España.
* Publicado en el periódico Ideal, 12/01/2020
* La imagen que ilustra esta entrada es obra de Juan Vida: Manifestación, 1976