El nacimiento de
una nación (1915),
de David H. Griffith, no solo fue una película que introdujo importantes
avances técnicos en la cinematografía muda sino que lanzó un mensaje, no
comprendido en su tiempo, contra la xenofobia y el supremacismo, preludio de lo
que habría de llegar años después a Europa y al mundo. Entonces, la democracia
fue combatida con violencia por la intolerancia.
La convulsión
mundial que vivimos no deja de tener cierto paralelismo con aquella acontecida
hace un siglo, cuando el mundo posterior a la Gran Guerra inició una deriva
radicalizada en la que triunfaron las grandes ideologías monolíticas. Igual que
ahora, una gran crisis económica (crac del 29) preparó el terreno para el desembarco
de los totalitarismos (fascismo, nazismo y consolidación del comunismo).
Entonces se habló de crisis de la democracia, simbolizada en el fracaso de la
República de Weimar, y se alentaron nuevos conflictos fronterizos y una mayor
inestabilidad mundial a raíz de la activación del resentimiento de Alemania por
las sanciones de guerra y el naufragio de la Sociedad de Naciones.
Es en nuestros días
cuando el sistema democrático vuelve a encarar difíciles momentos. Su
preeminencia e implantación en la segunda mitad del siglo XX, a veces
imponiéndolo con cierta torpeza según qué zonas del planeta, está ahora
amenazado por emergentes y viejas ideologías de sesgo autoritario. Una amenaza
que viene tanto de fuera como gestada y reproducida desde dentro. Amenazas
externas, fácilmente propagadas en la era digital a través de propaganda y
ataques cibernéticos, e internas, emergiendo en sectores hasta ahora marginales
ideológicamente, añorantes de tiempos pasados. En cualquier caso, su auge viene
a demostrar la debilidad de las democracias para hacerles frente y también la
de sus ciudadanos para caer en sus redes, debilitados por un sistema que los
quiere manipulables y fáciles de embaucar.
El panorama mundial
nos aturde. Los resortes de la estabilidad planetaria, que parecían sostener la
democracia, están naufragando: la ONU –si acaso alguna tuvo protagonismo–
cuenta poco en la resolución de conflictos; los acuerdos internacionales sobre
medio ambiente, migraciones, refugiados o desarrollo de zonas deprimidas no son
respetados por los Estados; el equilibrio geoestratégico mundial zozobra, los
Estados están más pendientes de sus estrategias individuales: la Unión Europea
ha reducido su influencia mundial como nunca; EEUU, con Trump, ha decidido
mirar hacia dentro; Rusia, potencia geoestratégica pero débil económicamente,
campa a sus anchas y con criterios de actuación temerarios; China, espacio sin
libertades, se dedica a marcar su impronta mundial sin prisa, lo cual la hace
más temible. Si hablamos de potencias emergentes, en ninguna se garantizan los
derechos y libertades de la ciudadanía. Un ejemplo: la involución política en
Brasil tras la caída de Dilma Rousseff es un hecho.
Hacia dónde nos
dirigimos, carece de toda certeza. Europa, que probablemente sea la principal
zona mundial para la estabilidad de la democracia como modelo político, denota
una enorme debilidad para afrontar posibles retos, máxime con el desencuentro
que se advierte entre gobiernos y ciudadanía. La UE, apoderada por una
burocracia distante de las personas, que ha gestionado una crisis económica
utilizando más el rigor burocrático que la consideración de los individuos, no
es ya el mejor referente. Su atonía nos recuerda a aquel periodo de
entreguerras del siglo pasado que abrió las puertas al fascismo.
El creciente
proteccionismo en un mundo globalizado revela una contradicción inexplicable,
tendente a una deriva nacionalista peligrosa. Aquello que dijo Trump: “América,
primero” o ahora La Liga Norte italiana (los italianos, lo primero) y Orbán en
Hungría, son ejemplos de la tendencia nacionalista. Cuando anhelábamos que el
siglo XXI proyectara los valores de la democracia por doquier, la convulsión
mundial generada tras el atentado de las Torres Gemelas, la implosión del más
feroz neoliberalismo, los conflictos locales o la crisis económica de 2008 han
dado al traste con cualquier esperanza.
Por otro lado, los
cambios internos en las grandes potencias están dibujando un horizonte de
fuerte concentración de poder. EEUU, con Trump, no oculta el peligroso viraje
con el cierre de fronteras o el disparatado proteccionismo económico. Rusia,
con el sempiterno Putin, que en fechas recientes ganaba unas elecciones sin
apenas oposición (76,69 % de votos) muestra una exagerada acumulación de poder.
China, un país con partido único, ha girado hacia una concentración de poder
absoluto tras la abrumadora mayoría (99,8% de votos) con que se aprobó una
reforma constitucional que permite al presidente Xi Jinping perpetuarse en el
cargo. Frente a todo esto, ¿cómo han de reaccionar las democracias occidentales
asediadas por movimientos xenófobos y de ultraderecha, presentes ya en sus
parlamentos?
Si es Europa quien
debe afrontar el reto de mantener viva la democracia, difícil tarea tiene ante
la creciente presencia de la extrema derecha con sesgo fascista que ya no se
avergüenza del sufrimiento que esta ideología causó en el segundo cuarto del
siglo XX. Democracias que derrotaron al fascismo y, sin embargo, ven su modelo
atacado desde dentro por fuerzas que tan solo buscan su destrucción. Gran
Bretaña y su Brexit, tras un referéndum removido y manipulado desde las redes
sociales, es buena prueba de ello. La Unión Europea está debilitada y lo estará
más con la creciente proyección de los nacionalismos, auspiciados sobre todo
desde la extrema derecha.
Hace un siglo, en
la madrugada del 11 de noviembre de 1918, en un vagón de tren en el bosque de
Compiègne, los representantes de las potencias aliadas firmaban el armisticio
con Alemania que ponía fin a la primera guerra mundial. Lo que vino después fue
el debilitamiento de las democracias y el auge de los totalitarismos, y una
nueva guerra mundial. En la siguiente película, Intolerancia (1916),
Griffith construyó una premonitoria visión de los tiempos que habrían de venir.