lunes, 25 de septiembre de 2023

LA GUERRA DE LOS CONFINES DE EUROPA*

 


En una guerra, contar los muertos es como contar los granos de arena en una playa. Entre los que se mueren, porque se mueren, y los que son asesinados, y se ocultan bajo tierra, es difícil ponerse de acuerdo, y más si los contendientes juegan a no decir la verdad. En la guerra de Ucrania, la población y los soldados mueren como chinches y no sabemos cuántos llevarán.

En la novela de Vargas Llosa, La guerra del fin del mundo, tampoco conocemos cuántos desheredados murieron. Solo que, en el apocalíptico poblado de Canudos, del estado brasileño de Bahía a finales del siglo XIX, se produjo una rebelión auspiciada por el líder religioso Antonio Conselheiro. Cambiaba el siglo y la profecía vaticinaba el fin del mundo y la llegada del anticristo.

En el final del siglo XX e inicio del presente la televisión nos ha mostrado más guerras y desgracias que nunca. Pero la distancia física y nuestro devenir diario suelen convertirlas en reductos del olvido fácilmente. La de Ucrania, también. Los desheredados son los que más pierden y, en esta, la infancia, la que más.

Con niños y jóvenes ucranianos solemos cruzarnos por nuestras calles, aunque quienes más lo hacen son nuestros jóvenes, que los tienen de compañeros de clase. Afortunadamente no viven el miedo que asalta a millones de paisanos, ni escuchan el ruido silbante de bombas rusas o las insidias grajunas de los drones que lanza la Gran Rusia ‘putiniana’. Así nadie se olvida de la guerra ni de la vileza.  

He visto a esos niños y jóvenes en colegios e institutos. Sus rostros insinúan trazos de desarraigo y de la tragedia que viven sus familias en Ucrania. Pero las caras de la guerra son distintas a las de la paz. Con los que me cruzo por los pasillos no las tienen desencajadas ni afiladas, como las que muestran las televisiones en Kiev, Járkov o Romny, donde los misiles rusos destruyeron una escuela y asesinaron a dos maestros. Las escuelas como objetivo bélico y la educación, arma de guerra. Esos niños y jóvenes un día volverán a su país cuando llegue la paz. Espero que no les ocurra como a aquellos otros de nuestra guerra: salieron de España y no tuvieron la oportunidad de regresar, una dictadura lo impidió.

La guerra de Ucrania queda en los confines de Europa, aunque por ella se han elevado los precios de los productos que utilizamos diariamente, vivimos una crisis energética, se acentúa la inflación, aumentan los intereses de las hipotecas… y hay un ingente número de muertos. Entretanto, el dictador Putin sigue lanzando su mensaje mesiánico, nacionalista y expansionista. Junto al viajero norcoreano del blindado transiberiano de lujo, Kim Jong-un, dicen luchar contra el imperialismo de Occidente. Putin y Kim nos quieren convencer de que son una hermandad de la caridad, de armónica relación con las ex repúblicas soviéticas, que no las sojuzgan ni presionan, ni atacan. Putin se maneja en su grandeza paranoica, Kim poniendo un misil en la barriga de un pariente. A lo mejor buscan la salvación de las almas de desheredados y hambrientos.

Steve Taylor, en su reciente ensayo DesConectados, habla de cómo en los centros de poder político o empresarial pululan narcisistas y psicópatas. Habla de la patocracia: los trastornados al frente de los países, sin ninguna empatía hacia el sufrimiento que sus decisiones ocasionan a otros seres humanos. Son ególatras, codician el poder y el dinero, su impronta caudillista acaudala agresividad y violencia. A Putin le obsesiona una misión: la Gran Rusia, a toda costa, como aquella pasión irracional y desbocada por alcanzar la salvación eterna del mesiánico Consejero de la novela de Llosa, y está plenamente identificado, como buen represor, con el sanguinario Trujillo de La fiesta del chivo.

La guerra de Ucrania, como buen relato, tiene su camada de personajes: Putin y su ‘amigo’, ¿asesinado?, Prigozhin y su Grupo Wagner, y los Zelensky, Biden, Xi Jinping o los chicos de la revuelta Unión Europea; y luego esos líderes puestos de perfil: Lula da Silva, Narendra Modi o el ‘dronista’ Jamenei. Con semejantes personajes tenemos el armazón de una gran novela histórica. No faltarán transversales historias que describan la miseria humana y el sufrimiento de los marginados, incomprendidos e ignorados que ansían dejar de ser carne de cañón y vivir en paz.

El independentismo catalán coqueteó con Putin en los días gloriosos del ‘procés’, y los populismos fascistoides de derechas europeos tienen simpatía por él. Los populismos de izquierdas tienen enredadas las neuronas, critican al monstruo de mil cabezas de la OTAN, como si fuese el único que anda suelto, antes que a la invasión. La guerra se alarga, nadie tiene prisa porque termine, solo los desheredados. La táctica de Putin: desgastar a Ucrania y a Occidente, elevar su influencia en el Sahel africano y aliarse con Brasil, India, China y Sudáfrica, y otros países de economías emergentes, en el llamado BRICS. El mundo está cambiando, Rusia maneja muchos hilos, la paz se angosta.

En la revolución de Canudos, la fulminante adhesión de adeptos al movimiento de ‘salvación’ amenazaba con expandirse a otros territorios. La ‘luz salvadora’ de la Gran Rusia ya es temida en Polonia, las repúblicas bálticas, Finlandia y otros territorios fronterizos. La guerra crea fantasmas y temores. Polonia está fortaleciendo su frontera con Bielorrusia. Letonia y Lituania, también.

Las guerras siempre están en los confines del mundo, de cualquier mundo, de todos los mundos. También en los confines de nuestra mente.

*Artículo publicado en Ideal, 24/09/2023