lunes, 27 de febrero de 2023

LAS GUERRAS SIEMPRE SON SUCIAS*


La guerra de Ucrania ya pasa por ser una invitada a nuestra mesa, nos acompaña en el desayuno, el almuerzo y la cena. La radio o la televisión nos dan cumplida información del último flash de una guerra que no está en el fin del mundo. Se ha cumplido un año de la invasión de Ucrania por Rusia (24 de febrero de 2022). Aquella guerra relámpago es hoy una guerra de desgaste. La Gran Rusia de Putin, obsesionada con agrandar su inmensidad geográfica por la fuerza o por la manipulación de los pueblos adyacentes.

El invierno se ha recrudecido. El frío, que tardaba con esto del cambio climático, ya muestra sus gélidos y afilados dientes, atrás quedaron su tregua tan benigna y las televisiones alardeando de bañistas esparcidos en las playas del Mediterráneo. En Europa Central, el invierno es otra cosa, entiende menos de cambio climático y más de su continentalidad extrema.

Hace unas fechas se celebraba el 80 aniversario de la victoria del Ejército Rojo sobre las tropas de Hitler, la famosa batalla de Stalingrado. Como si quisiera alargar el brazo de la historia, Putin hablaba del triunfo sobre el nazismo en aquella batalla, haciéndola suya, comparándola con su ‘cruzada desnazificadora’ en Ucrania. Este autodenominado adalid de la lucha contra el fascismo nos hace creer que pelea contra los que considera herederos del nazismo: los ucranianos. Su sesgo autoritario y sanguinario no tiene límites. Él fue quien dejó morir 23 marineros del hundido submarino Kursk, quien asaltó y gaseó en 2002 el Teatro Dubrovka de Moscú, sin reparar que junto a los terroristas morirían decenas de rehenes inocentes; quien ha sido promotor de acciones militares y ha represaliado, no solo con la cárcel, también con el asesinato, a opositores políticos; quien ha practicado el ‘ciberataque’ a webs de medio mundo, interviniendo en procesos electorales con miles de fake news; quien apoya a regímenes autoritarios y practicantes del fascismo 2.0. Este que ahora se erige como salvador de lo que promueve.

La guerra de Ucrania es el escaparate de los horrores. En el año transcurrido, las espeluznantes imágenes vistas nos recuerdan hasta dónde es capaz de llegar la barbarie humana. Sin necesidad de acudir a las guerras que asolan el planeta: Etiopía, Yemen, Siria, Libia, Sudán del Sur y otros muchos lugares, aquí podemos ver destrucción, dolor, muerte, hambre, violación de derechos humanos, todo cerca, en un país de Europa Central.

La crueldad en esas guerras no tiene límites, la de Ucrania tampoco. Rusia ha reclutado presidiarios de la peor calaña a cambio de amnistía, lanzándolos como estilete sanguinario contra soldados ucranianos, pero también contra población civil indefensa. Hemos visto cientos de fosas comunes, gente desesperada huyendo, violaciones de todo tipo, guerra mediática plagada de infundios y mentiras, y también a una empresa militar privada: Grupo Wagner. Mercenarios siempre ha habido desde que las guerras son guerras, pero la participación de una empresa militar en acciones violentas es como concederle una licencia para matar a un grupo de asesinos en tiempo de paz.

Si alguien imaginaba una ‘limpia y controlada’ contienda del siglo XXI, selectiva en los objetivos, verá que no es así. Las guerras son la consecuencia de la perversidad de la naturaleza humana: desatan toda su brutalidad, lejos de cualquier ejercicio civilizado. Julio Anguita dijo, tras el asesinato de su hijo en la guerra de Irak en 2003 (todavía impune), una frase lapidaria: “Malditas sean las guerras y los canallas que las hacen”.

Las guerras siempre son sucias e indecentes, ni siquiera sus acciones son enjugadas por los eufemismos empleados: ‘daños colaterales’ para calificar el asesinato de población civil inocente que acaba en una fosa común, o ‘fuego amigo’ para las muertes de soldados bajo las balas propias. La tecnología que selecciona objetivos bélicos es otra patraña, la muerte de inocentes es un arma de guerra, como las violaciones de mujeres. El factor humano, su vileza desatada, ese dedo que pulsa el botón para lanzar un misil o aprieta un gatillo o un percutor, o la mentalidad sanguinaria de quienes se sienten impunes en una guerra, son elementos claves para explicar la barbarie.

El castigo sobre la población civil es tan antiguo como la humanidad. La guerra de Ucrania ha tenido actuaciones tan aviesas como ignominiosas: destrucción de instalaciones energéticas, vías de comunicación o infraestructuras civiles, como hospitales y escuelas, no solo para dañar los suministros del ejército, también a la población civil, dejándola desvalida y sin recursos de supervivencia en el crudo invierno para calentarse, iluminarse o curarse en hospitales y quirófanos.

La población rusa quizá esté adormecida por la propaganda interna que tergiversa la realidad, y acallada por la represión, pero también hay quien no comparte esta idea mesiánica de la Gran Rusia de Putin: soldados que regresan del campo de batalla con testimonios e historias distintas, y disidentes que divulgan otra versión del relato generado desde el Kremlin.

Decía Henry Miller que “cada guerra es una destrucción del espíritu humano”. A ello añadiría que es siempre un fracaso de la humanidad. En la guerra perdemos todos, no solo lo material, también nuestra dignidad como seres humanos. Hace pocas décadas caminábamos ilusoriamente hacia un mundo mejor, el que debería abrirnos otro horizonte más justo, que erradicara la injusticia, la desigualdad, la avaricia, el egoísmo, que aupara a las personas al lugar propio de su rango como especie racional.

¡En menudo fiasco vivimos! Nunca como ahora sigue vigente lo que Orwell decía sobre que el único ser humano bueno es aquel que está muerto.

 * Artículo publicado en Ideal, 26/02/2023

** Ilustración: Otto Dix_Flandes

lunes, 13 de febrero de 2023

ENTRE LA COYUNTURA Y LA ANÉCDOTA*

 


La inconsistencia en el análisis es una cuestión demasiado habitual al examinar los fenómenos de la realidad circundante. El imperio de lo efímero, lo trivial, a que se refería Gilles Lipovetsky, donde la moda y el instante se apoderan de las sociedades posmodernas, nos envuelve. Nos están educando la atención, llevan tiempo, para que nos fijemos más en lo insustancial que en el examen riguroso de los hechos. Desde la educación, la escuela pretende esto último: promover la reflexión y el análisis; no obstante, la tarea es ardua, ha de enfrentarse y vencer la inercia del imperio de lo ‘fácil’.

Jugar con este fuego tiene indudablemente una nefasta consecuencia: la fina lluvia de estupideces, hedonismo golfo y aspiraciones hueras que está empapando las neuronas de nuestros jóvenes, debilitándolas, hasta el extremo de hacerles perder el espíritu de rebeldía que caracteriza a esta etapa del desarrollo humano, y sumirlos en el antojo pasajero y la pataleta del capricho insatisfecho.

La política ha convertido la democracia en una disputa de trincheras, ajena a las ágoras donde se debiera cultivar como bien común, sujeta a las tribulaciones de la crispación, el eslogan, el desprecio, aglutinadora de tribalismo y lejana del sentido de la realidad colectiva. Asistimos a la promoción de debates que auspician azarosas polémicas, donde lo anecdótico, insustancial y superfluo triunfan: bajada de impuestos, violencia en la escuela, deterioro de servicios públicos, manipulación de encuestas… En la política, como en las guerras, las mentiras vertidas se lanzan como soflamas para levantar el ánimo propio y desmoralizar al enemigo, es decir, no se argumenta.

Somos rehenes de estrategias diseñadas por partidos políticos, medios de comunicación o el universo del ‘metaverso’. Gastamos kilotones de energías, verbales y escritas, para procesar relatos dibujados bajo la premisa del cataclismo o del chisme, hasta que un buen día se disipa el ‘debate’ y la vida continúa. Los programas basura, de cotilleos indecentes y gurús iluminados, antes de remitir, incrementan audiencias. Vivimos en un permanente reality show, donde las estupideces son ejemplo de la superficialidad en la que caen las preocupaciones de una legión de seguidores. Prueba absoluta de la pobreza intelectual que tanto abunda.

Inducidos por el pensamiento alineado con la perorata, se rechaza la reflexión y el análisis. En una sociedad alejada de las humanidades, sometida a la tecnocracia, se alienta una interpretación baladí de la vida. Reducimos nuestra visión de la realidad al mito de la caverna de Platón, donde es fácil sesgar nuestra atención hacia lo que interesa: lo coyuntural y lo anecdótico, lo de menor esfuerzo de interpretación. La anécdota elevada a categoría, tanto en la política como en la vida social. Se pasa de puntillas sobre los temas, se fija la atención en el comentario fútil, eludiendo el razonamiento profundo, ponderado, trascendente.

Un poco de pedagogía social no vendría mal y, de camino, desmontaríamos argumentos frívolos que navegan sobre eslóganes y propaganda. Sin embargo, no interesa fortalecer el pensamiento crítico y democrático en la ciudadanía. La expansión de las teorías creacionistas, que recrean la ‘creación bíblica’ como origen de la vida frente al argumento científico, son una prueba de ello. El negacionismo de la pandemia, del cambio climático, el populismo en política, el uso espurio del concepto de libertad o el discurso contrario al ecologismo, están plagados de ideas triviales y de cómoda asimilación, de proclamas sencillas de escuchar, lejos de las evidencias científicas.

La vorágine informativa nos asedia, impele a vivir demasiado atentos al titular, al dato que solo representa la espuma de los hechos, que definiera Fernand Braudel al referirse a los acontecimientos puntuales en su análisis del tiempo histórico. Es aterrador pensar que la anécdota y la visión coyuntural puedan decidir el resultado de unas elecciones, condicionar decisiones de alcance político o el devenir de la humanidad.

Con cualquier quimera llenamos páginas y páginas de periódico, horas y horas de radio y televisión. Es el triunfo del embuste presente en graves tertulias radiofónicas o en sesudas columnas periodísticas. No sé si será la inercia política la que nos lleva a polemizar sobre cualquier tontería o las urgencias impuestas por los medios de comunicación para rellenar espacios y tiempo, o quizá que la complejidad del ser humano, instalada cómodamente en la superficialidad, deriva a ello. Lo cierto es que se generan polémicas con sandeces y se rebuscan temas que no son más que insulsas simplezas.

La sociedad, arrastrada por una manipulación inducida desde poderes políticos u oligarquías mediáticas. La opinión se ha convertido en un mercadeo tan variable que un acontecimiento irrelevante puede cambiar el signo político de un país. La tendencia de las encuestas pueden verse modificada a poco que acontezcan sucesos potenciados interesadamente, generando un estado de opinión absolutamente manipulable, y demostrando la falta de criterio en el que incurren los ciudadanos, moldeados por la voracidad de unos agentes mediáticos abalanzados sobre las desguarnecidas mentes humanas.

El triunfo de lo efímero. La posmodernidad que solo vive del presente, donde el futuro ya no cuenta. El hoy y el ahora. Lo coyuntural, la mejor prueba de una sociedad marcada por valores tremendamente perecederos. Así, unas voces anuncian que los depósitos de los bancos corren peligro, y la histeria se desencadena.

La frívola voluptuosidad del discurso en la modernidad tardía de la sociedad del cansancio a que alude Byung-Chul Han, en la que encontramos al individuo exhausto, con el ego desvirtuado, víctima y verdugo de sí mismo, mientras que su libertad no es más que una condena de ‘autoexplotación’ continua

* Artículo publicado en Ideal, 12/02/2023