Que hayan transcurrido diez años sin crímenes de ETA debería alegrarnos a todos. El terrorismo sufrido durante más de cuarenta años, desde aquel primer asesinado del guardia civil José Antonio Pardines en junio del 68, ha supuesto una enorme y pesada losa para un país que antes había padecido otros cuarenta años de una ignominiosa dictadura.
Diez años desde el cese de la actividad armada de ETA, desde aquel comunicado emitido el 20 de octubre de 2011, a través de la web del diario Gara, que expresara un “compromiso claro, firme y definitivo de superar la confrontación armada”, y emplazara a los gobiernos español y francés a abrir un “diálogo directo” para solucionar el “conflicto”. El comunicado no escatimaba retruécanos ni eufemismos para referirse a Euskal Herria y al respeto a la voluntad popular frente a la imposición del Estado, o a aquella otra proclama a favor de un “futuro con esperanza”, apelando sin rubor a la “responsabilidad y valentía”. Días antes, en la denominada Conferencia de Paz de San Sebastián, representantes internacionales instaban a ETA a un cese definitivo de la violencia.
Esos días me encontraba en Mondragón, donde tomaba notas para mi novela Askatu. Portal número seis. Con el asesinato de Isaías Carrasco todavía presente, me veía caminado por ‘Hiribidea Araba’, recorriendo el curso del río Deba o sentado en un banco de la plaza ‘Maiatzaren Bata’ o en la ‘Herriko Plaza Nagusia’. Necesitaba mirar a la gente, escudriñar en sus rostros para encontrar respuestas, observar cómo se relacionaban, qué pensamientos circulaban por sus mentes. Entretanto, no podía desprenderme de la sensación de que en las calles y plazas de Arrasate persistía un rumor asfixiante: el ruido del silencio angostado por el miedo.
Aquel cese de la actividad terrorista tronó como un gemido de esperanza, no exento de una brisa de incredulidad, como si los últimos estertores de una tormenta quisieran presagiar que el final de los sobresaltos no había llegado aún para unas almas soliviantadas por tanto sufrimiento.
Diez años libres de asesinatos que han ido disipando los temores iniciales. Una década para la reflexión y normalización de una convivencia alterada, con la izquierda abertzale incorporada a la política vasca y española, con los arrepentidos de ETA testimoniando el daño gratuito y absurdo que infligieron a inocentes con la vileza de sus actos, y con los asesinos cumpliendo las condenas en la cárcel. En esta década las aportaciones a favor de la convivencia desde la cultura, la literatura o las asociaciones que buscan la paz y recuerdan a las víctimas, no han cesado. Todos inmersos en una terapia colectiva para mitigar tanto dolor y sanar heridas.
Pero en estos diez años han sido muchos los palos puestos en la rueda, con el solo objetivo de dificultar el avance en la convivencia, avivando el dolor causado por el terrorismo y echando sal en la herida. Hemos asistido a indecentes manipulaciones del hecho terrorista por una izquierda abertzale radicalizada, que no es toda la izquierda, y por una derecha ultramontana, que no es toda la derecha, en una disputa desvergonzada por que la sombra del terrorismo se mantenga viva. No porque haya que olvidarlo, algo imposible, sino por mantener la crispación y su uso político como arma arrojadiza.
Hace semanas se convocó en Mondragón una marcha reivindicativa por la red de apoyo a los presos de ETA, SARE, a favor de Henri Parot, autor de algunos de los más impactantes y execrables asesinatos de ETA. Esta marcha, que fue desconvocada ante la gran contestación social, era una provocación, suscitando no solo la lógica indignación de las asociaciones de víctimas, también de la ciudadanía en general. Sin embargo, el hecho fue aprovechado por la derecha para enredar por su lado y, de camino, atizar al Gobierno y alentar esa crítica sostenida por el apoyo que Bildu proporcionó a la investidura de Pedro Sánchez.
La Historia no olvidará estos cuarenta años de terrorismo, incluso proporcionará claves que ahora desconocemos sobre la actividad terrorista de ETA. Eso será cuando reposen los acontecimientos lo suficiente como para analizarlos con sosiego y distancia. La Historia al hablar de esta época democrática dirá que fue una pesadilla que condicionó la política y alteró la convivencia, impidiendo disfrutar totalmente de las libertades conquistadas a una dictadura que tanto daño había causado. La Historia escribirá también que la democracia se impuso a la barbarie. Quizás el terrorismo de ETA significará con el transcurso del tiempo un episodio histórico más, trágico al fin y al cabo, como otros que se han sucedido en nuestro devenir histórico.
El terrorismo no dejará de ser parte de nuestras vidas para los que lo hemos sentido tan cerca, aunque debamos ponerlo en ese sitio donde su recuerdo cause el menor dolor posible. Lo que ya nos es decoroso es activar un victimismo insolente, aprovechando el dolor de las víctimas, para hacer política y ensuciar las ilusiones de toda la sociedad. El terrorismo terminó afortunadamente, dejemos que siga consumiéndose en las mentes de quienes pretenden utilizarlo para sus intereses. La democracia lo derrotó.
Lo único que es respetable es el dolor de quienes vieron segada la vida de un padre, de un hermano o de un amigo por culpa una ekintza. El dolor es legítimo, su manipulación no. El victimismo, utilizado como chantaje emocional a la sociedad, es una depravación inmoral.
Después de 2011 he vuelto a Mondragón, y he percibido que la gente mantiene el recuerdo vivo, sobre todo las víctimas, y que lo que más desean es que se les respete.
* Artículo publicado en Ideal, 24/10/2021
* Fe de erratas: La edición impresa contiene una errata, aquí corregida: 'estertores' en lugar de 'esténtores'