Para algunos, entre los que me cuento, el otoño es tiempo de introspección, mirada interior y lectura de libros a la caída de la hoja. Pero, sin duda, abril es un mes especial para estos artefactos que encierran mundos y embelesan el universo infinito de la mente. Aunque solo sea por la celebración del Día del Libro, abril es el mes del libro. Ni siquiera cuando “Abril florecía / frente a mi ventana” o “La lluvia da en la ventana / y el cristal repiquetea”, como escribiera Machado, abril es mucho más: ataviado con los libros adquiere un atuendo superior.
La celebración se remonta a 1926 y, su dimensión internacional, en homenaje a Cervantes y Shakespeare, fallecidos el 23/abril/1616. En 1988 la UNESCO fijó este día en honor del libro y sus autores, dándole oficialidad en la Conferencia General de París de 1995 como Día Internacional del Libro y del Derecho de Autor.
En el devenir de la historia los libros han sido perseguidos por la intransigencia y la intolerancia. Los regímenes autoritarios los han tachado de peligrosos: provocadores del pensamiento y la conciencia libres. La visión distópica de Ray Bradbury, Fahrenheit 451, o el nazismo los combatieron, recordemos la quema de libros (mayo/1933) en la Openrplatz de Berlín presidida por Joseph Goebblels. En nuestros días siguen prohibiéndose y condenando a muerte a sus autores: Salman Rushdie o Roberto Saviano, por citar dos casos paradigmáticos.
La ola de intolerancia y conservadurismo que invade nuestro planeta ha elevado la lista de libros prohibidos, incluso en algunas democracias occidentales. En abril de 2023 numerosos estudiantes estadounidenses protestaron contra las políticas educativas del gobernador Ron DeSantis en Florida, quien aprobó leyes que prohibían tratar temas de sexualidad, orientación sexual y raza en las escuelas, incluso bajo pena de prisión. Otros estados (Texas, Illinois, Misuri) amenazaron con cerrar bibliotecas o restringir la venta de determinados libros ‘peligrosos’ contra la moral. La ola de prohibiciones (retirada de casi 3.000 libros en escuelas públicas) ha llegado a más de 40 estados. Obras de autores como Margaret Atwood (El cuento de la criada), Stephen King (IT o Carrie), Toni Morrison (Ojos azules), Aldous Huxley (Un mundo feliz) o Diana Gabaldon (Outlander) han sido estigmatizadas.
Los libros resistirán, como lo hicieron en otras épocas, frente a autócratas, supremacistas e intolerantes, son más poderosos que las prohibiciones de mentes atrofiadas. Los libros nos evocan a los maestros que nos los ofrecían de clase en clase, como bibliotecas andantes, para satisfacer los deseos de sus alumnos por descubrir nuevos mundos. Un maestro siempre está al cuidado de sus alumnos, se desvive, les ofrece lecturas para cultivar intelecto y alma. El libro es una extensión de la imaginación y la memoria, decía Borges. Eso es lo que un maestro pretende: nutrir ambas cosas.
Lo mejor para los libros es que sean usados como tesoros compartidos: el tacto de las manos que los han acunado, la devoción de cientos de ojos al leerlos, la ternura de las sensaciones transmitidas, la libertad acendrada en tantas páginas acaricidas. Un libro, al tocarlo, transmite un mensaje para cada lector, desprendiéndose pronto de los jirones impersonales salidos de las entrañas de la máquina que lo imprimió.
“Se lee para vivir”, sentenciaba Gustave Flaubert. Una biblioteca alienta la vida como acto de generosidad, alejada de la soledad, en un ejercicio solidario de compartir. A través de los libros vivimos, las historias contenidas son universos que nos trasladan al hondo sentir del ser humano, a las vibraciones que han estimulado la memoria de quienes los escribieron, o leído antes, provocando un diálogo con la vida de nuestros semejantes. La cubierta o las hojas que los enloman albergan millares de huellas imperecederas de otras tantas historias atesoradas.
Mirarlos en nuestra biblioteca, o en cualquier otra, ofrece un testimonio vivo de intercambio de sensaciones a través del aire resoplado en el papel por cada lector, sus páginas son depositarias de infinitas miradas, quizás también de alguna lágrima, capaces de enhebrar redes invisibles y enigmáticas entre lectores anónimos que han navegado por el fluir de sus hojas. Puedes no estar leyendo un libro, pero tenerlo cerca o que forme parte de un pequeño montón que aguarda su lectura, es como no sentirse solo. A veces, con estar simplemente sentado, con la vista puesta en los anaqueles de tu biblioteca, en una contemplación reflexiva, te catapulta a la descripción mental de un mapa de recuerdos y pequeños hitos que cada ejemplar representa: tiempo pasado, vivencias olvidadas, notas al margen, subrayados… De historias así se compone una biblioteca.
Muñoz Molina (Ventanas de Manhattan) escribió: “Cada libro es una excitante invitación y también un principio anticipado de remordimiento, una promesa de sensaciones, palabras, saberes y mundos”. Restregar la mirada por los libros es la mejor manera de revivir quienes somos.
El futuro de nuestros jóvenes está en los libros. La tolerancia en el mundo, que ellos acaso heredarán, está en la libertad con que se expresen los autores y los jóvenes que los lean. Las perniciosas olas retrógradas se combaten con la lectura. A los jóvenes tenemos que ayudarles a descubrir el placer por la lectura y a respetar la irreemplazable contribución de los creadores al progreso social y cultural.
No son pocas las citas que tenemos con los libros en abril. Dejemos que este se vista con libros, que lo arropen frente a la desgracia o el desvalimiento, que impulse el sentimiento de compartir sensaciones y miradas envueltas de esperanza.
*Artículo publicado en Ideal, 21/04/2024.
** Escaparate dedicado a Nueva York inside en librería Picasso de Granada.