domingo, 21 de junio de 2020

LA HISTORIA NO SE REVISA, SE ESTUDIA*


La muerte de George Floyd no puede quedar impune. Las protestas escuchadas en múltiples rituales de purificación democrática han condenado el asesinato de este ciudadano negro bajo una rodilla criminal. Vigilias, homenajes, largas y populosas marchas, tan legítimas como imprudentes por la presencia de otro enemigo: el coronavirus, tan arrasador en Estados Unidos gracias a la clarividencia de su presidente. El racismo ha sido zarandeado, pero las reacciones viscerales e irracionales no ayudarán a ello.
Algunas de las muestras públicas en recuerdo de Floyd han derivado en un ajuste de cuentas con la Historia. Vestigios del recuerdo histórico en forma de estatuas han sido purgados. Las estatuas son una anécdota de quita y pon, podremos derribar todas las que queramos, pero si no se combate la mentalidad opresora del racismo, no desaparecerá. Las creencias no se erradican concluido un aquelarre iconoclasta. Derribaremos muros, estatuas y castillos, pero la caída de los símbolos no arrastrará las ideas que una vez los sustentaron.
Hace menos de un año paseaba en Nueva York por Columbus Circle y observaba la estatua de Cristóbal Colón. Descubrí el fervor de América hacia el navegante con cientos de estatuas erigidas en su honor en ciudades estadounidenses: Nueva York, Boston, Richmond, Houston, Miami… Esta plaza neoyorquina se sitúa en el cruce de Central Park, Broadway y la Octava Avenida. En ella se celebró el 400 aniversario de la llegada de Colón al Nuevo Mundo inaugurando el monumento que preside el enorme coso. Fue una donación de la comunidad italoamericana, sufragado con la recaudación de fondos promovida por un periódico en lengua italiana: ‘Il Progresso’. El monumento: una estatua de Colón tallada en mármol de Carrara sobre una columna de granito de 21 metros de altura, con relieves de marinería en alusión a la Niña, la Pinta y la Santa María. El nombre, cómo no, en italiano: Cristoforo Colombo, reclamando la ascendencia patriótica. Los italianos se nos adelantaron desde siempre en EEUU para vender lo suyo.
Las estatuas de Cristóbal Colón han sido uno de los objetivos antirracistas. Este ir y venir de la figura de Colón como abanderado de una conquista que exterminó a cientos de miles de aborígenes durante siglos, no es de ahora. En 2017 se creó una comisión para dirimir sobre el monumento de Columbus Circle. Si se hubiera decidido su derribo yo no habría podido verlo aquella soleada mañana de septiembre de 2019.
El revisionismo de la Historia no siempre conduce a restañar agravios. Que desaparezcan las estatuas de Colón en EEUU no va a modificar la Historia, ni constituirá un hito de justicia. Colón actuó con arreglo a su tiempo, y los conquistadores, también. Un tiempo de crueldad, no desaparecida en nuestros días. Recordemos la memoria de los damnificados por unas prácticas injustas y salvajes cometidas hace cuatro o cinco siglos, pero no podemos revisar o reescribir el pensamiento que las propició por mucho que nos duelan tantas atrocidades. No podemos borrar la Historia, tan solo aprender de ella.  
El dolor por la tragedia de George Floyd es inmenso, su significado, si cabe, más hiriente. El racismo es una lacra enquistada en la mente del ser humano, difícil de erradicar. Derribar una estatua es solo un acto de desahogo simbólico y visceral. Extirpar el racismo de una sociedad, una obligación permanente, una intolerancia cero a la que aspirar.
La Historia no se revisa, se estudia e investiga, y si del análisis histórico se desprende que hemos interpretado erróneamente un dato a la luz de las fuentes, entonces se rectifica. La Historia no se construye con opiniones ni conjeturas, ni impulsos vehementes sobre pareceres. Revisemos el presente, donde sí podemos influir y edificar el futuro. El racismo no se va a erradicar con el derribo de cientos de estatuas, como tampoco el fascismo. Si queremos combatir la xenofobia o el fascismo lo tendremos que hacer entre nosotros, los vivos. Decía Walt Whitman que “la sociedad de hoy somos nosotros: los poetas vivos”.
Nuestras mentalidades son las peligrosas, no las de hace trescientos o cien años. Estas nos deben servir de enseñanza para aprender de los horrores que cometieron. Y si nuestra sociedad los volviese a cometer, entonces no habríamos aprendido nada y seríamos esos estúpidos culpables de ser unos depravados y merecedores de lo que nos ocurriera.
El racismo se combate persiguiendo comportamientos racistas con la legalidad, pero también desterrando mentalidades y actitudes, sin darles pábulo por omisión o complacencia. El cambio de mentalidad no es tarea fácil, en todo caso habrá de producirse con leyes que combatan actitudes perniciosas y con aprendizajes sociales que propicien la práctica de actitudes tolerantes. La sensibilidad y la empatía hacia otros seres humanos es la mejor vacuna, aunque llevemos miles de años sin haberla descubierto aún.
No podemos revisar la Historia a la luz de nuestro pensamiento evolucionado. No podemos eliminar en una quema de libros ‘cisneriana’ las obras literarias que narran historias de racismo, ni películas, ni obras científicas o artísticas. Nuestras conductas individuales quizás también fueron alguna vez racistas, como lo fue la tolerancia al maltrato animal. Lo que ahora solivianta nuestra conciencia no siempre la soliviantó hace treinta o cuarenta años.
No podemos acomodar la Historia a nosotros. Hemos progresado y aceptado unos valores éticos, cívicos y morales que rigen la vida de ahora, el pasado no debe ser culpable de lo que somos, a pesar de su influencia, pero el presente sí que es nuestro, ¿a ver qué hacemos con él?

* Artículo publicado en Ideal, 20/06/2020
* Ilustración: detalle de Santo Domingo y los albigenses de Pedro Berruguete.

martes, 2 de junio de 2020

CREER EN LOS DOCENTES*


“Todo saldrá bien”, enmarcado en un hermoso arcoíris, ha sido el grito de ánimo lanzado por el magisterio español a su alumnado. Las escuelas se cerraron con la pandemia y la población escolar quedó confinada. Se acabó el contacto en el aula, la seguridad de la proximidad del maestro, la sonrisa, el gesto, las relaciones de afecto interpersonales, el apoyo diario para los que aún necesitan que todo sea cercano, los más vulnerables.
Los docentes también se sintieron huérfanos de sus alumnos. Su reacción: arropar a millones de escolares inmersos en un mar cargado de incertidumbres con una explosión de cariño virtual: “Todo va a salir bien”, y que no estaban solos, que sintieran que sus maestros los añoraban. Se grabaron vídeos individuales y colectivos que circularon por las redes sociales. Los animaban, recordaban cuánto los echaban de menos y suspiraban porque esto terminase pronto. Sentí un enorme orgullo de ser docente.
La primera muestra me llegó de la maestra de mi nieto David. Juana trabaja en el CEIP ‘Alhambra’ de Madrid. Aquellas palabras de complicidad en un corto vídeo dirigido a sus alumnos de cinco años me emocionaron. Apelaba a su responsabilidad y a que levantaran el ánimo, y lo hacía con una extraordinaria sensibilidad y connivencia. La talla moral y profesional de muchos docentes, preocupados por minimizar el impacto de esta nueva experiencia, la alcanzaba esta maestra.
Se había perdido el contacto físico, pero, como a Blas de Otero, nos quedaba la palabra. Hablada o escrita, para sentir, saber, comunicar, querernos, consolarnos, amarnos. Las palabras nunca sobran, sobran los insultos, las ofensas, la discriminación, el desprecio. Y aquellas palabras de los docentes dirigidas a su alumnado demostraban que seguían siendo maestros aún en el confinamiento y que, a pesar de la muralla física, el calor de sus palabras desvelaba ternura.
No obstante, la actividad escolar debía continuar. Los docentes afrontaban el reto de la docencia a distancia con un objetivo común: ningún alumno se quedaría atrás. Las dificultades aparecieron y con suerte desigual. Cuando volvamos a la normalidad todos habremos de reflexionar sobre esta experiencia que ha dejado al descubierto muchas de las graves carencias de nuestro sistema educativo, que no son de ahora, y que quizás antes no hemos querido o sabido verlas.
Permitidme que en esta ocasión apele al optimismo y me detenga en el trabajo desarrollado por los buenos docentes.
He seguido detenidamente la docencia a distancia. He sabido de las dificultades para conectar con todos los alumnos: hogares sin ordenador, sin recursos telemáticos y, en casos extremos, hogares con un solo móvil y datos limitados, utilizado solo para comunicarse por whatsapp o mirar una cuenta de Instagram. Ni siquiera un correo electrónico. Situaciones variopintas abordadas con gran dificultad por los docentes. Y en zonas rurales y desfavorecidas, mayor brecha digital.
Una maestra de Cuevas del Campo, Tania, me hablaba de estas dificultades, de llevar días intentando contactar con dos alumnos y su empeño profesional por ‘que no se quedaran atrás’. Tras muchos intentos consiguió hablar con las familias por teléfono. Se trataba de dos alumnos con necesidades educativas especiales.
Los docentes han hecho un trabajo encomiable, a pesar de la gran limitación de medios. Más allá de la necesidad de resolver la brecha digital, la docencia a distancia ha demostrado otra cosa: la escuela y la educación presencial son imprescindibles. Las desigualdades se compensan mejor en la escuela física que en la escuela virtual. Por eso me molesta que se hable de 'aulas hueveras'. Que algunos docentes conviertan sus clases en espacios de aburrimiento no significa que todas lo sean. He visitado cientos de aulas en años y he visto espacios dinámicos, motivadores, ambientes de interrelación, cooperativos, de empatía. Y también docentes que convierten sus clases en entornos de aprendizaje, no solo de contenidos, también de relaciones humanas, de miradas cómplices, de gestos amables, de sonrisas afables. La escuela, más que ningún otro entorno social, es un espacio de compensación de desigualdades. No se nos olvide.
Ser maestro en la sociedad actual sigue teniendo valor. Los sanitarios han cuidado de nuestra salud atacada por el coronavirus, pero los docentes han cuidado del intelecto y las emociones de millones de niños y jóvenes. Lo decía Isabel, maestra del colegio de Ugíjar: “Ni dispositivos digitales, ni libros de texto... los respiradores educativos son los docentes, que guían, asesoran, acompañan, adaptan, compensan y velan, porque saben qué y cómo lo que cada uno de sus alumnos y alumnas necesitan”.
Recuerdo a mis maestros: don Francisco, don Esteban, don Antonio, y la huella que dejaron en mí. Los maestros son todavía faros a los que mirar en caso de que nos arrastre la deriva. Los tiempos han cambiado y, aunque parezca que ya no iluminan lo mismo, que están tocados por un desprestigio grosero y el escaso reconocimiento que invade tantos espacios profesionales en estos tiempos de posmodernidad, mi conocimiento me impele a creer en ellos. Mi nieta me habla muy bien de una maestra que le gusta mucho. Alguna luz recibirá de ella para que le guste. Si en estos días de difícil desempeño de la actividad escolar el alumnado no los hubiera tenido cerca, el embravecido mar de la vida tal vez se los hubiera tragado.
Dejémoslos que sigan iluminando, no les apaguemos su luz con el descreimiento. Ni les burocraticemos tanto su trabajo, ni los distraigamos con cantos de sirena y cambios que anuncian un maná educativo que luego queda en nada. No les restemos tiempo ni energías que deban emplear en la atención de sus estudiantes. Creamos en ellos, ellos han creído en sus alumnos.
*Artículo publicado en Ideal, 31/05/2020