En este país, en más
de ochenta años, no habíamos vivido una situación parecida al estado de alarma decretado
por la pandemia del Covid-19. Finalizada la guerra civil, los años de posguerra
provocaron episodios de extrema dificultad a consecuencia de la penuria y la
represión, pero nada que ver con este confinamiento en el hogar al que hemos
sido sometidos.
Decir confinamiento
suena a algo muy serio: a salvación en un bombardeo, de una plaga bíblica o de
un castigo divino donde hubiera que marcar la puerta con sangre de cordero. En
un confinamiento se pone a prueba la capacidad del ser humano para afrontar
situaciones ajenas a la normalidad. Albert Camus, en La peste, hace un ejercicio de introspección en la vida de una ciudad
donde explica la alteración drástica de la cotidianidad y su alcance
psicológico en los habitantes. El confinamiento por el coronavirus nos ha
alterado nuestra cotidianidad, justo lo que equilibra el tránsito por la vida.
Una auténtica prueba de fuego para la convivencia social y familiar.
Hay quien asimila el
confinamiento a un secuestro o a la vulneración de sus libertades. Lo hemos
visto en personas que no cumplen las restricciones impuestas por el estado de
alarma. No sé si tendríamos que aprender del reparto de tareas y colaboración en
los insectos sociales. Tal vez, sí. En nosotros, como seres sociales pero dotados
de inteligencia y sentido de la libertad, la vida en sociedad debe estar bañada
además por el civismo. El cumplimiento de las restricciones en materia de movilidad
es un ejercicio consciente de convivencia y libertad. Las conductas incívicas e
indisciplinadas representan enormes agravios contra la colectividad. Nuestra
libertad se refuerza cuando somos solidarios y respetamos las normas de esa
colectividad, y nos alejamos de hacer lo que nos dé la gana del modo más
insolidario. Reforzamos la libertad cuando decidimos colaborar socialmente y
respetar la integridad de los demás.
No es la peste negra
lo que nos ha venido, ni el cólera, ni la difteria o la tosferina, epidemias que
castigaron a la humanidad en otros tiempos. Ha venido un moderno virus, con una
presencia de cibervirus alienígena más que de bacteria antediluviana. Un
coronavirus desconocido y mortal que no lo trae el inmigrante ni el extranjero
ni el apátrida, sino que lo podemos llevar y traer cualquiera de nosotros.
Quizás alguien piense
que con esta situación vivimos una distopía del tenor orwelliano de 1984 o de Fahrenheit 451 de Bradbury, o tal vez el tiempo posterior a un holocausto
nuclear. Nada de eso. Se trata de un enemigo invisible que ha modificado
nuestro modo de vida de manera drástica, sin alterar la fisonomía de nuestras
ciudades, salvo su aspecto fantasmal por ausencia de transeúntes, y sin
distorsionar nuestras mentes con profecías apocalípticas. Solo nos ha obligado
a recluirnos en nuestro hogar, que ya es bastante, y a unirnos para combatirlo,
como a otros miles de virus, pero éste sin vacuna.
La crisis del Covid-19
es una crisis mundial de duración imprevisible. Nadie escapa a ella. Ni los
pobres, ni los ricos, ni los poderosos, ni los gobernantes, tampoco la detiene
el convencionalismo de las fronteras. Todos los ciudadanos somos susceptibles
de ser portadores y víctimas al tiempo. La vulnerabilidad del ser humano es
total en el mundo desarrollado y subdesarrollado. La riqueza no funciona como
escudo protector. La ciencia, que nos salva de muchas afecciones de la salud,
todavía es incapaz de salvarnos de todas. En ello radica nuestra vulnerabilidad
frente a la naturaleza, nuestra soberbia y prepotencia ante ella es algo meramente
circunstancial.
De esta pandemia y de
nuestro confinamiento quizás debamos extraer varias enseñanzas. La primera: una
lección acelerada de civismo. Frente al individualismo que promueve la
posmodernidad neoliberal, la ‘modernidad líquida’ de la que habla Zygmunt Bauman, debemos dar una respuesta que refuerce la
colectividad. Es cierto que la disciplina social a veces tiene que imponerse,
si cada persona asumiera su propia responsabilidad no habría que hacerlo. Pero,
ante la adversidad, el civismo se erige en un arma muy poderosa.
Otra de las
enseñanzas, que no por sabida dejamos de recordar, es la hipotética llegada de una
crisis económica. La actividad económica mundial se está resintiendo con la
pandemia. El capitalismo es un sistema económico fullero, tan vulnerable como
insolidario, tan egocéntrico como insaciable, sin mecanismos para afrontar
momentos de quiebra en su voraz maquinaria desarrollista, y donde al final
siempre pagan los más débiles. Vemos a la economía capitalista sin resortes
para afrontar situaciones como ésta, solo esperando a que sea el Estado quien
afronte en solitario el reto solidario.
No se ha producido
una guerra, ni siquiera la caída del sistema financiero por la avaricia, es
simplemente la paralización de parte de la actividad económica por un problema
de salud pública. Seamos corresponsables. Los medios de comunicación incesantemente
hablan de caídas en la Bolsa o de pérdida de beneficios empresariales, pero… ¿y
la solidaridad de esos grandes capitales en un momento así, dónde la dejamos?
Como enseñanza
principal quedémonos con la concienciación de gran parte de la ciudadanía que
está afrontando los retos de esta pandemia con un sentido colectivo, de exclusión
de prácticas egoístas y con un ejercicio de solidaridad. Y, además, salpicado
de esas muestras de humor que están haciendo este confinamiento más llevadero.
Nunca habíamos vivido
una situación igual. Debiera servirnos de enseñanza para un futuro que no
sabemos lo que nos traerá. Acaso, como diría Camus: “Todo lo que el hombre
puede ganar al juego de la peste y de la vida es el conocimiento y el recuerdo”.