Cada
día estoy más convencido de que la mayor parte de los líderes y gobernantes de
las democracias occidentales lo que desean realmente son ciudadanos a los que
manipular acorde con sus intereses. Los principios que informan la democracia,
entre ellos, la libertad y la capacidad de decisión, aspiran a tener una
ciudadanía activa capaz de participar y tomar decisiones en el desarrollo de
las instituciones democráticas.
No
hace tanto, los ataques cibernéticos en redes sociales influyeron en el voto de
la gente en las últimas elecciones de EEUU o inclinaron la opinión a favor del
Brexit. Del mismo modo que ha ocurrido en elecciones posteriores de países
europeos (auge de la ultraderecha y expansión de posiciones euroescépticas) o, algo
más próximo a nosotros, en el proceso independentista de Cataluña. Tal vez todo
esto sea parte del síntoma de una enfermedad del sistema que afecta a la
ciudadanía en las democracias occidentales.
Recientemente
hemos descubierto que desde Facebook se filtraron por Cambridge Analytica datos personales de más
de 50 millones de usuarios para apoyar la campaña de Trump, empleados con espuria manipulación para
orientar el sentido del voto y las voluntades políticas de la ciudadanía. Y
esto me hace pensar que estamos frente a la manera más visible del modo en que
se materializa la debilidad de las democracias en el momento presente a través
de sus ciudadanos. Es fácil observar el grado de afectación que ejercen sobre
ellos los eslóganes propagandísticos o el consumismo ideológico, y como su
propia inacción mental les incapacita en un porcentaje alto de población para
discernir la validez o no de los mensajes que los asedian.
Hay
resultados electorales que se han visto mediatizados por ataques masivos en
redes sociales, propagando mensajes que se aceptan sin el más mínimo ejercicio
de crítica. La falsedad, los bulos y las mentiras en las redes sociales, que
tanto abundan, son de un consumo desorbitado, creídos por los internautas sin
la más mínima discrepancia, sin valorar su veracidad o su falsedad. Cuando se
lanzan tantos bulos, mentiras y relatos falsos, y la gente se los cree,
dejándose influir con tanta facilidad, es porque algo grande falla. Y que
conste que estamos ante una cuestión que no entiende de clases sociales ni de
niveles culturales. ¿Qué clase de ciudadanía es la que hemos construido?
Las
democracias, que suelen poseer potentes sistemas educativos, nos obligan a
pensar que no han sabido educar a sus ciudadanos, ni fortalecerlos como
personas libres y críticas. Quizás no interese, acaso porque es mejor tener una
masa de gente fácilmente manipulable. El sistema educativo se afana en
reproducir modelos sociales, conocimientos repetitivos o técnicas dirigidas al
mercado, pero encuentra un déficit en su desarrollo dirigido a educar a las
personas. La burocracia administrativa y de reproducción de patrones diseñados
es parte de su estrategia. Al final uno piensa que es así como quieren los
gobernantes que seamos: fáciles de manipular e incapaces de hacer crítica y de
discutir sus decisiones interesadas.