Cuando un año termina ardemos en deseos porque el venidero sea mejor. Ingenuamente depositamos grandes esperanzas en un simple cambio de calendario, convencidos de que se harán realidad nuestros sueños, acaso persuadidos de un poder que no tenemos para modificar el curso astronómico del planeta a nuestro antojo. Nos aferramos con inocencia infantil, la que nunca nos abandona. Quizás sea por eso o, a lo mejor, por el llamado espíritu de la Navidad, el mismo que conmovió a George Bailey y le hizo desistir de su pretendido suicidio en Qué bello es vivir.
Cuando en 2020 la pandemia nos zarandeó, mostrándonos la fragilidad de nuestra realidad, cuando el confinamiento nos convirtió en ermitaños de una vida que hacía tiempo dejó de ser eremita, cuando añoramos que nuestro mundo estaba creado para vivirlo fuera de nuestras casas, dispuestos a salir, viajar, consumir, someternos al hedonismo irrenunciable de un ‘mundo feliz’, entonces corrió el mantra de que saldríamos mejores del confinamiento y la vida cambiaría, incluso que la sociedad sería más justa y solidaria. En esa saturnal colectiva, olvidados que en 2008 una crisis económica zarandeó todo lo que parecía tan sólido e intocable, no caímos en la cuenta de que el mundo volvería a ser lo mismo, o más, injusto e insolidario.
Hoy España es un país descoordinado, donde la insidia parece más rentable que la cooperación, donde la trifulca y el desprecio al ciudadano parece ganar prestigio, donde la solidaridad interterritorial se interpreta como muestra de debilidad, donde las Comunidades Autónomas ni siquiera se ponen de acuerdo para adoptar medidas conjuntas que combatan la pandemia, y donde algunas comunidades, como la de Madrid, solo pretenden preservar la ‘fiesta’ social y la economía. Los muertos: daños colaterales. Si los muertos resucitaran, le sacarían los ojos a más de un dirigente.
Un país donde un Gobierno, maniatado por oportunistas socios de votos imprescindibles para mayorías parlamentarias, que ambicionan solo su parte del pastel y no la solidaridad con el prójimo, no se atreve a gobernar cuando tiene que gobernar, y hasta sucumbe a las críticas de tantos ‘salvapatrias’ como proliferan.
Hoy España es un país con las costuras mal suturadas, donde la especulación campa a sus anchas para menoscabo de la vida y los sueños de los ciudadanos. Donde los jóvenes ven ahogadas expectativas y proyectos de vida, con futuros que no existen porque la realidad les habla de trabajo precario y bienes de primera necesidad con precios desorbitados, donde millares de familias viven en una insostenible deficiencia energética, en viviendas con precios inalcanzables o alquileres desorbitados, o que buscan el sustento en bancos de alimentos. Un país donde el capitalismo más voraz ha encontrado un paraíso para incrementar beneficios y reformular el papel de la ciudadanía, convirtiéndola en satélite de intereses ajenos.
Este es el país de los sueños rotos, aunque se pretenda ocultar esa realidad con lucecitas de Navidad y atragantadas e indigestas comidas. Un país que noticia lo mucho que disfruta la gente o que el centollo de las compras navideñas está a precio del kilovatio hora, entretanto no todo el mundo puede divertirse tanto ni comprar centollo porque la desigualdad y la pobreza no cesan de aumentar.
España es el país al que se le quebraron los sueños hace mucho tiempo, donde la política es el lodazal que siempre fue, pero más profundo. Donde los jóvenes tienen que emigrar para alcanzar un trabajo digno que valore su formación y competencia profesional. Donde mi hijo ha tenido que marcharse a Canadá, contratado por una gran empresa que valora su currículo y capacidad para un puesto directivo, mientras en España se le cerraban puertas porque se prefiere a ingenieros callados y sumisos convertidos en mileuristas.
Un país con políticos que nos engañan y mienten en sede parlamentaria, que vociferan y se insultan sin rubor como pandilleros. Así no extraña que el último informe de Metroscopia diga que el 80% de los españoles consideramos que la política funciona mal y el 84% que los tengamos por un gran problema. Estos nuevos políticos están desprestigiando la política más de lo que estaba. No se merecen que nadie los defienda. Me avergüenza que un líder de la oposición como Casado hable mal de España en el extranjero, trasladando una imagen nefasta del país, que seguro paralizará muchas inversiones foráneas. A lo mejor a él no le importa que los jóvenes emigren a empresas extranjeras, a laboratorios de investigación o a ocupar puestos de enfermería y medicina en hospitales, que aquí se les niega.
En la escuela apostamos porque los niños y jóvenes sean personas soñadoras que construyan proyectos personales ilusionantes e impregnados de valores, que los conviertan en mejores personas, más libres, con espíritu democrático y pensamiento crítico. Y también porque se consiga que las nuevas generaciones se emancipen de actitudes partidistas para alcanzar una visión más amplia y universal de su concepción del mundo. Pero desafortunadamente hay una realidad social obcecada en desbaratar la obra de la escuela. Los sueños que no serán.
El nuevo año empezará como terminó el que dejamos atrás: con sueños que nunca se cumplirán. La Navidad ha perdido la capacidad de soñar, de rescatar sueños infantiles que se componían de modestas pretensiones que valoraban la ilusión y no el afán consumista.
Quisiera haber escrito otro cuento de Navidad distinto, que hablara de solidaridad y fraternidad, pero los ánimos me han dirigido a que nos miremos en el espejo de nuestra realidad, como le propuso Charles Dickens a Mr. Scrooge en Cuento de Navidad.
*Publicado en Ideal, 02/01/2022
** Ilustración: Juan Vida, Emigrantes, 1975
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