Aún recuerdo los días de la Semana Santa del sesenta y nueve o del setenta cuando la dictadura ejercía la tiranía televisiva y de costumbres para que toda la población, creyente o no, comulgara con los rituales de esta celebración religiosa. Y también cuando en el setenta y ocho u ochenta se diluía ese espíritu religioso con el empuje de los nuevos tiempos que trataban de insuflar un espíritu más laico a tales días.
Ahora vivimos otro tiempo, donde con la Semana Santa llega un periodo vacacional que altera bastante los ritmos de vida de la gente de este país. Hay quien sale despavorido para la playa o la montaña, mientras que otros se quedan (o nos quedamos) en nuestra ciudad o pueblo. Un tiempo en que los rituales de religiosidad han recobrado una fuerte presencia en la vida pública, en parte como consecuencia del impulso que se le dio desde la gestión política para incentivar un turismo como factor de generación de riqueza. Nunca como antes la Semana Santa mueve a tantas personas de un sitio a otro.
La teatralidad de los pasos procesionales es seguida por multitud de personas. Allá cada cual con sus gustos o sus devociones. No seré yo el que en este momento y aquí vaya a criticar la ocupación, a veces tiránica, del espacio público por parte de unos rituales religiosos. Pero sí me voy a detener en algo que cada Semana Santa me llama poderosamente la atención: las imágenes de televisión exhibiendo todas esas manifestaciones peculiares y extravagantes que muestran personas crucificadas, individuos azotándose la espalda o gente arrastrando una cruz, en el marco de una religiosidad que provoca cuanto menos un inusitado estupor.
No hay canal televisivo que no nos muestre imágenes de esas exhibiciones procesionales con prácticas de lo más variopintas: empalados, disciplinantes y otras ‘autotorturas’ que se ensalzan como prácticas cargadas de hondo sentir religioso o tradiciones de gran valor. Es como si hubiéramos retrocedido a épocas donde la mentalidad religiosa estaba imbuida por las más execrables prácticas supersticiosas, como las de aquella España del Barroco analfabeta, atrasada, de honda superchería, que condenaba la ciencia y donde la superstición se engalanaba como la razón critica de los fenómenos del hombre y de la naturaleza.
Parece que poco aprendimos de la otra España de la Ilustración que trató de erradicar dichas prácticas, y que a tenor de lo visto a lo largo de los siglos siguientes, incluido nuestro siglo veintiuno, no pudieron aniquilar. Nos ilustraremos un poco al respecto. En la segunda mitad del XVIII la lucha de los ilustrados y obispos reformistas contra ciertas prácticas o abusos que se realizaban en los desfiles procesionales de Semana Santa trataron de cambiar prácticas y mentalidades que rayaban en muestras desmesuradas de ostentación y penitencia religiosa. Algo que ellos concebían como más propio del pasado que de los tiempos que vivían. Carlos III llegó a prohibir en 1777 por cédula real las exhibiciones de disciplinantes, empalados y otros espectáculos en las procesiones de Semana Santa, cruz de mayo, rogativas y otros actos y festividades.
Sin embargo, todo ello, prohibido por irracional en el siglo XVIII, ahora se estimula como algo propio de la devoción religiosa. Es así como la televisión nos enseña azotados, aspados, disciplinantes… en manifestaciones de penitencias públicas. Pero quizá lo más deprimente sea observar cómo en un tiempo donde la educación es un bien público y universal damos pábulo a través de esta propaganda ‘oficial’ de la televisión a prácticas donde la superstición se erige en razón para realzar formas y prácticas que rayan lo aberrante.
Nunca como ahora estamos invadidos por un ‘semanasantismo’ alejado de la devoción y más próximo al folclore y la superstición.