Los escándalos de corrupción no nos dan tregua en este país. Nunca pensamos que aquel alborozo con que recibimos la democracia en España, después de cuarenta años de dictadura, se fuese a tornar en una pesadumbre por la más absoluta depravación en la gestión de lo público. Gurtel, tarjetas opacas, Nóos, fraude en cursos de formación, Púnica, EREs fraudulentos, financiación ilegal de partidos… son la cara más sonora de esta ignominia que tanto nos está avergonzando. Como los muchos casos que se engendraron en los ayuntamientos durante el “decenio negro de la corrupción” (la primera década de este siglo) al albur de recalificaciones interesadas de terrenos rústicos, construcciones faraónicas, licitación o privatización de servicios públicos… y comisiones (mordidas, se dice ahora) a gogó. En esta desvergüenza hemos visto a presidentes de comunidades autónomas, consejeros, diputados, ex ministros, alcaldes, banqueros, empresarios… imputados, arrestados o declarando ante la Justicia.
Cuando escribamos la historia de este tiempo recordaremos la corrupción como uno de los factores que desestabilizaron la democracia. Pero también escribiremos del escaso celo que pusieron los partidos políticos para combatirla, y se hablará de cómo estos construyeron el sistema democrático en la Transición, pero también cómo ellos mismos con su estructura, organización y obsesión desaforada por el poder (no la pretensión noble de alcanzarlo, más legítimo) propiciaron o consintieron que apareciera la corrupción. Y asimismo diremos que crearon estructuras internas que se fueron pervirtiendo con el paso del tiempo: redes clientelares, vinculación grosera con poderes económicos, entramados de apoyo endogámico, población subsidiada para ganar el voto... Y acaso, cómo importaba más el apoyo a un alcalde corrupto para mantener el poder local, o una posición de jerarquía en el entramado orgánico del partido, que combatir conductas corruptas o propensas a la corrupción. La egolatría, la megalomanía y la vanidad nos atraparon, la privatización de lo público nos iluminó otro camino.
En el Caín de Lord Byron, el fratricida le pregunta a Lucifer si es feliz, y éste le contesta: “No, pero soy poderoso”. Así nos fue servida una época (ese “decenio negro de la corrupción”) carente de ética y moral públicas, sin las cuales es imposible aliviar el ignominioso tiempo que estamos viviendo en la política española. Y observamos que aun cuando la ciudadanía ha ido poniendo el grito en el cielo con persistencia, ve estupefacta cómo los grandes partidos (y sus entornos políticos) siguen con los mismos dirigentes (salvo alguna renovación light) del decenio de la corrupción, las mismas estructuras de poder autonómico y provincial, los mismos intereses de una oligarquía engolfada en no perder posición ni cargos; y cómo se pronuncian discursos maquillados que hablan de lucha contra la corrupción, o de leyes de transparencia política ceñidas solo a modestos enjuagues legislativos, para acallar ese grito de la ciudadanía.
Hemos asistido este año a varios procesos electorales y nos quedan algunos más, han llegado nuevos partidos para remover conciencias y prácticas políticas, pero vemos que esa clase política tradicional, a pesar de los últimos vaivenes vividos, se mantiene inalterable. César Molinas, en su libro Qué hacer con España, al referirse a su teoría de la clase política española venía a decir: “Se ha constituido en un grupo de interés particular”, al tiempo que hablaba del perjuicio de un sistema electoral de listas cerradas como instrumento de control de la élite del aparato. Los modos, la filosofía de la gobernanza, se mantienen igual. Los discursos se enmascaran, se llenan de fatuidad y palabrería grandilocuente, da la impresión que la sociedad les importa poco, tan sólo el poder.
Cuando se produce un revés electoral saltan las alarmas y pronto se habla de refundación, ideas nuevas, cambio de caras…, luego todo queda en lo mismo. El cambio sin democracia interna es un camelo, es el establishment el que decide. En absoluto se evoluciona a la superación de la cultura de la supervivencia en el organigrama, donde priman los intereses personales de perpetuación orgánica o institucional, o la devolución de favores entre la vieja y la nueva guardia. Es obvio que son las redes clientelares de poder interno de los partidos, los entramados de apoyo endogámico, los que funcionan. Si a la política no se va a ofrecer realmente un servicio público (no pervirtiendo este término), con un tiempo limitado hasta volver a la actividad profesional, se mantendrá el campo abonado para que las malas artes o la corrupción continúen y se mantengan.
Esta práctica no ha cambiado, ni los soflamas de transparencia las ha modificado, quedan inamovibles los resortes que nos han llevado a la corrupción conocida y, seguro, por conocer. Antonio Muñoz Molina hablaba en su Todo lo que era sólido de la rigidez corporativa de los partidos políticos. Criticaba la esclerosis sufrida por estos en los años de democracia, a medida que se convertían en maquinarias de colocación y reparto de favores. Frente a ello sólo debe valer la competencia y no la adulación al líder, el mérito personal y no el mérito de medrar, la limitación de mandatos y no la eternización que haga de la política una profesión y no un servicio público. En algunos casos se ha viciado tanto que es fácil que se mezclen los intereses económicos y los políticos, que el poder económico encuentre una vía fácil para penetrar en la esfera política. Cuando un partido político permite que los empresarios entren en política sin ponerles todas las incompatibilidades posibles, o que algunos diputados mantengan una actividad profesional paralela, se están mezclando ambos intereses.
La corrupción está latente, sólo se ha agazapado un poco para no molestar con su olor nauseabundo el solivianto social que vivimos. Si no hay una auténtica regeneración en los partidos políticos, si los nuevos partidos no se mantienen en los postulados y los principios que ahora tanto defienden, la corrupción volverá.
*Artículo publicado en el periódico Ideal de Granada, 12//7/2015