miércoles, 18 de diciembre de 2019

GRETA Y LOS AGUAFIESTAS*


La Cumbre del Clima celebrada en Madrid, la COP25, que podría haber sido la fiesta de la sensibilización por combatir el cambio climático tras las últimas noticias de la ciencia que presagian lo peor, ha concluido con un acuerdo raquítico. Esta reunión internacional, como tantas otras grandes cumbres, asambleas o conferencias internacionales que suelen terminar en paupérrimos acuerdos de paz, de protección del medio ambiente, de limitación de armas nucleares o de respeto a los derechos humanos, ha tenido su punto de decepción. Es difícil esperar otra cosa cuando tenemos un organismo internacional, la ONU, con una pata coja.
La salud ambiental, física y mental del planeta no solo no ha mejorado en décadas, sino que está muy quebrantada. Los grandes proyectos plurinacionales siempre han estado agredidos por agentes internos y externos que no cejaban de entorpecer su funcionamiento. La ONU se ha convertido en un proyecto de grandes discursos, pero también de grandes decepciones. Ninguneada y vetadas sus propuestas por alguna de los cinco grandes potencias con derecho a veto, subsiste con un poder más moral que efectivo.
El momento de mayor entusiasmo de la COP25, en sus dos semanas de duración, se produjo con la aparición de Greta Thunberg. Su llegada activó el sentir más ‘popular’ de la cumbre, no por la autoridad científica de su discurso en torno al cambio climático, más propio de los científicos que han echado miles de horas a estudiar sus fenómenos y consecuencias, sino por el mito en que la han convertido. No me parece mal que la adolescente sueca haya alcanzado tanta notoriedad, con ella se ha estimulado la conciencia de miles de jóvenes y propiciado infinidad de protestas en el mundo. Lo que me parece peor es que con ella haya aflorado la miseria y ruindad humanas encerradas en un sinfín de insultos proferidos en las redes sociales. Se le ha llamado histérica, majareta, puta o marioneta.
Algunos han creído que era mejor destruir a esta joven que luchar contra los gobernantes que se empeñan en mirar hacia otro lado en esto del clima, obcecados en preservar su ignorancia cuando no los intereses de las grandes corporaciones que utilizan ingentes cantidades de recursos naturales para esas actividades económicas que inundan la atmósfera de kilotones de residuos gaseosos. No solo vamos camino de destruirlo todo, sino que estamos dispuestos a destruir a las personas, aunque se trate de niños y, si puede ser, con toda la saña de que somos capaces.
A esta pobre chica se le ocurrió abogar, o la indujeron a que se le ocurriera, por la causa de la destrucción del planeta y el cambio climático, del mismo modo que nos hemos pronunciado miles, cientos de miles, millones de personas. Pero sobre Greta Thunberg se pusieron las cámaras y los flashes, y la niña empezó a tener una repercusión mundial. Ahí empezó su problema personal y, también, el de muchos desaprensivos. Lo que dice Greta no es una novedad, es lo que se ha dicho y se dice por parte de otros miles de niños. La novedad es que sobre ella recayó la popularidad o el 'popularismo' secundado por los medios de comunicación.
Greta Thunberg no es el problema, a mí no me molesta, al contrario, el problema somos los demás: la jauría humana. Su protagonismo no debe ser motivo, ni arroga a nadie el derecho a ensañarse con ella. Quizás dentro de unos años nos olvidemos de esta chica, pero ahora dice lo que tiene que decir, que el planeta Tierra tiene un problema de salud grave.
Algunos han estado más interesados en desmontar el fenómeno Greta Thunberg que de hablar sobre el problema que se cierne sobre la Tierra: el cambio climático. Los científicos hablan de deshielo, de subida de la temperatura global del planeta, de la capa de ozono, del efecto invernadero, de las emisiones de dióxido de  carbono…, de todo lo que está envenenando y transformado la atmósfera, con más celeridad que en ningún otro momento de la historia de la Tierra.
Es de esto de lo que hablan los científicos, aunque haya una poderosa minoría que no le pone oído, y aunque haya también otra mayoría que le hace caso a esta minoría. Y por ello, el documento final de la Cumbre del Clima ha contado con escasos acuerdos y pocas adhesiones. Menos de la mitad de los países participantes (sobre 200), liderados por la Unión Europea, se han comprometido a realizar mayores esfuerzos contra el cambio climático y a presentar planes más exigentes en 2020. Fuera de este compromiso se han quedado EEUU, China, India y Rusia, los mismos que provocan el 55% de las emisiones mundiales de efecto invernadero. Los dominadores del mundo que solo miran sus intereses. A estos aguafiestas el planeta les trae sin cuidado, la vida para ellos solo se cifra en rendimientos económicos, no les preocupan los efectos nocivos de sus actos. Y tras ellos, los adláteres que no dudan en destruir su parte del planeta. Pobre Amazonía. Estos gobernantes han mostrado su lado más insensible con la vida del planeta y sus posibles consecuencias hacia la raza humana.
Algunos dirigentes proclaman que el planeta no se va a destruir, ni creen a los científicos ni se creen lo del cambio climático. Cuando escucho tanta irresponsabilidad recuerdo las palabras de mi madre que, sin conocimiento científico alguno, me hablaba de aquellos temporales y de los nevazos que caían cuando ella era una niña o una jovenzuela.
* Publicado en el periódico Ideal, 17/12/2019

sábado, 16 de noviembre de 2019

IDENTIDAD Y NACIONALISMO*


El nacionalismo basa gran parte de su pensamiento en el concepto de identidad colectiva. Las identidades son siempre complejas y están definidas por criterios de pertenencia que varían en el tiempo y en el espacio, y se conectan a la cultura dominante. Desde finales del siglo XIX los nacionalismos se conformaron sobre posturas sostenidas en la exclusión y la intolerancia, cuando no en planteamientos fascistas y supremacistas.
Los nacionalismos han estado en la base de las mayores tragedias del siglo XX: las dos guerras mundiales y muchos de los conflictos locales que inundaron la faz de la tierra. Tras la Segunda Guerra Mundial se pusieron las bases para superar el nacionalismo más aberrante nacido desde el totalitarismo (fascismo, nazismo, comunismo), pero nunca fueron suficientes para consolidar el sentido universal e internacionalista de los valores y los derechos humanos. En las décadas siguientes los brotes nacionalistas no dejaron de aparecer (Balcanes, sudeste asiático, Oriente Medio…), generando tensiones y conflictos armados. Fue la época de los nacionalismos separatistas, tolerados por el naciente capitalismo sin fronteras que se adueñó de la economía mundial: era más fácil dominar pequeños y débiles Estados. Lo que Eric J. Hobsbawm denominó como ‘balcanización universal’.
La caída del muro de Berlín, aparte de la caída de un símbolo de represión, división e intransigencia, supuso la eliminación de una barrera fronteriza tan cruel como ignominiosa. Ahora se cumplen 30 años de su derrumbe, y lo que parecía como la inauguración de una época de esperanza, de mayor espíritu universalista, abrió otro tiempo de brote nacionalista. En Los Balcanes el nacionalismo deshizo el territorio y lo regó de sangre.
En estos días he estado releyendo el librito de Amin Maalouf Identidades asesinas. Desde que se publicara, el mundo ha cambiado mucho, pero sus reflexiones para comprender el alcance de las identidades siguen siendo oportunas. Nacionalismo e identidad están muy en consonancia. Aquél no se entiende sin reivindicar unos supuestos hechos diferenciales relativos a la raza, religión, lengua o condición social.
En España el nacionalismo catalán se mantuvo larvado en los cuarenta años de democracia, pero en alerta. Creó una estructura y una base social preparadas para cuando fuese necesario. Y llegó ese momento, cuando las autoridades catalanas se enfrentaron a las quiebras de su propio sistema, ahondadas por la corrupción (3% de CiU, el desfalco del Liceu o los 'affaires' de los Pujol), y amparándose en las torpezas del gobierno de Rajoy (asunto del Estatuto y no atención a la financiación autonómica) solo tuvieron que despertarlo para generar un nacionalismo activo, que hoy conocemos como el ‘procés’.
Las identidades, patrimonio de todos los seres humanos, no tienen por qué ser un problema, lo son cuando se asocian a sentimientos nacionalistas desaforados, discriminatorios y excluyentes hacia el otro. Para Hobsbawm la ‘pertenencia’ a algún grupo humano es siempre una cuestión de contexto y definición social, por lo general negativa, sobre todo cuando se especifica la condición de miembro de un grupo por exclusión.
Mis dos estancias en Nueva York en el último año me han dado para reflexionar sobre las identidades y los sentimientos nacionalistas. EEUU es un Estado federal con fuerte sentimiento patriótico, a veces enfermizo, al que se obliga a adherirse a la amalgama de procedencias nacionales, étnicas, religiosas y sociales de sus habitantes. Este componente de globalidad, no exento de tensiones raciales internas, es destacable. Sin embargo, la irrupción nacionalista de un presidente como Trump ha venido a desestabilizar la convivencia que se venía impulsando desde décadas anteriores. Su planteamiento ultranacionalista ha deteriorado la convivencia en EEUU, cargando críticas sobre los inmigrantes. Una consecuencia inmediata de ello: la matanza racista de hispanos en El Paso del pasado mes de agosto.
La identidad nacional es un constructo que ha navegado a lo largo de Historia con desigual suerte por Europa, en un proceso histórico de ajustes de identidades nacionales que muy pocas veces evitó los conflictos bélicos. La ola nacionalista que invade el mundo, que en España se concreta en Cataluña, es probablemente una de las mayores amenazas para la paz mundial. Se empieza por reivindicaciones nacionales y se termina en serios enfrentamientos.
Hoy día el nacionalismo se vale de los principios de la democracia para respaldar sus postulados ‘identitarios’, concebidos sobre actitudes excluyentes, discriminatorias e intransigentes. Menuda paradoja. El nacionalismo español de la derecha, que tiene en VOX su mayor adalid, juega a lo mismo: no reconoce las identidades de los demás ni aspira a hacerlo. El franquismo quiso dar una identidad al pueblo español sobre una base encenagada de represión, exilio y muerte. Obviamente aquello era imposible que prosperara. La identidad solo se construye con una amplia participación, aunando voluntades, en caso contrario, si es una identidad impuesta, termina provocando el rechazo de los demás. El franquismo quiso forzar una identidad; los partidarios del ‘procés’, la suya. Las identidades que se imponen nunca son parte de un proceso democrático ni revolucionario, más bien sojuzgan a los iguales. La revolución es algo más serio, basada en alentar un espíritu de liberación.
Dice Maalouf: “La identidad no se nos da de una vez por todas, sino que se va construyendo y transformando a lo largo de toda nuestra existencia”. Como le pasa a la construcción del ‘yo’. ¿Quién es dueño de la identidad de los demás?, ¿quién se cree con el derecho a subvertirla?, ¿quién determina los valores absolutos de la identidad? Todo es tan relativo.
En este contexto histórico, que está marcando la evolución del mundo, se echa de menos la participación en el debate de historiadores e intelectuales. Hemos dejado algo tan importante en manos solo de la política.
* Publicado en Ideal, 15/11/2019

martes, 3 de septiembre de 2019

LA IZQUIERDA IMAGINARIA*


Como al burgués Argan (El enfermo imaginario, Moliére), la izquierda española cree estar siempre en estado catatónico frente a la realidad. El problema: no ponerse de acuerdo con la cura necesaria. Padece ese complejo hipocondriaco que la hace cuestionar cualquier tratamiento, cuando no, hace uso de una medicina naturista con escasa eficacia, que solo le proporciona una ilusión infantiloide.
El hipocondriaco Argan invertía gran cantidad de dinero y energía en curar enfermedades que solo él creía tener. La izquierda, en su caso, se agota en discusiones interminables, que la arrastran al delirio de las purgas y sangrías, y no deja de echar cuentas de lo que le costarán las estrategias. Otros, mientras, se aprovechan de ello.
Me asalta la duda de que PSOE y UP sean capaces de ponerse de acuerdo para formar gobierno. A una parte importante de la sociedad española, también, aumentando su desasosiego y socavándole la confianza.
Desconcierta ver cómo Podemos actúa rayando la ridiculez. En La Rioja, una sola parlamentaria de Podemos pedía tres consejerías. Si la irrupción de Podemos en la política no tenía la pretensión de repetir los pecados de la casta, ha tardado muy poco en cometerlos: tres consejerías para ocupar cargos y más cargos. No me vale el argumento de que es para hacer una política de izquierdas. Para hacer una política progresista y de izquierdas hay varias maneras más de hacerla, aparte de ganar las elecciones o, al menos, quedarse muy cerca. Obstaculizar un gobierno de izquierdas es un dislate, lo importante son las políticas, no los cargos.
La izquierda siempre tiene un argumento para discutir y un matiz donde encallar. Es como si buscara la pureza que no existe. A veces no estoy tan seguro de que los que se postulan como progresistas y de izquierdas sean realmente de izquierdas.
Vivimos un tiempo en el que las corrientes ideológicas de la derecha y la ultraderecha se están adueñando del poder político (del económico, ya lo estaban). Escasean los gobiernos progresistas en Europa: Portugal y Suecia, y con el agua al cuello. Alemania y Francia mantienen cierta sensatez, porque entre Italia, Gran Bretaña (no faltaba más que el estrafalario Boris Johnson) y algunos más, todos antieuropeos, están poniendo el futuro de Europa cada día más en el aire. En Grecia, Syriza fue barrida hace unas semanas en las urnas: defraudó a los que le votaron en su día por su sumisión a los ajustes de la Troika. Si sales de Europa, la nómina de nuevos gobernantes tan extravagantes como peligrosos no hace más que aumentar. Todos apostando por economías proteccionistas, de enfrentamiento e insolidarias, negando el cambio climático y obviando todo lo que puede destruir el planeta. Y donde ellos no gobiernan, lo hacen dictaduras, algunas provenientes de supuestos postulados de la izquierda: Venezuela o Nicaragua. ¡Aquel mundo que caminaba a un espacio más habitable, al carajo!
Hace un siglo este revoltijo político revoloteaba por el mundo tras la primera gran guerra en forma de fascismo y nazismo. No soy de los que creen que la historia se repite, pero ya sabemos cómo terminó aquello.
Cada momento histórico requiere unas exigencias y un modo de proceder distinto para bien del proyecto final. Cualquier postura de imposición revolucionaria debe ser precavida, no es cuestión de asaltar el cielo sin más. Hay muchos cielos. Y el cielo a veces es de cristal y, si lo atacas violentamente, es fácil que se resquebraje y te inunde el rostro de puntas y filos cortantes hasta traspasarlo.
En España vivimos un momento con muchos frentes abiertos: fantasma de la recesión, desenlace del juicio del procés, cuestionamiento de derechos y libertades conquistados, y las izquierdas entretanto instaladas en la inopia. Mientras las derechas, a pesar de su desunión, jugando un papel relevante en la conquista de poderes autonómicos y municipales. Y con tal euforia, rearmándose ideológica y estratégicamente. Su sentido práctico de la realidad es infinito. Ante cualquier titubeo, tienen claro cuál es su objetivo. Desde el PP insisten en crear una gran coalición al estilo de Navarra Suma para las próximas elecciones, no quieren desperdiciar ni un voto. Las izquierdas, en vez de hablar de lo que les une: derechos laborales, justicia social, educación, futuro sostenible, se dedican a inventarse enfermedades que creen se curarán ocupando cargos públicos.
Todavía existe la oportunidad de formar un gobierno que pueda ser escuchado en una Europa que galopa hacia el ultraliberalismo (cuidado con la ultraderecha en Francia y Alemania), cuando no al disparate (el Brexit está a la vuelta de la esquina). Una Europa que necesita a España ante esa deriva antieuropeísta.
Cabría decirles a las izquierdas: “Es el gobierno, estúpidos, a ver si os enteráis”. Y, especialmente, a las señoras y señores que lideran actualmente Podemos, que no han tenido bastante con destrozar el espíritu del 15M, e incluso el propio partido, sino que están poniendo en un brete la formación de un gobierno de progreso en España.
En política funciona la amnesia del pasado. Este parece no interesar cuando ha sido adverso. La corrupción, la mala gestión, los errores cometidos, todo son cosa del pasado que no interesa recordar. La desunión de las izquierdas en la II República y la guerra civil tampoco parece recordarse. En aquel tiempo (socialistas, comunistas, anarquistas) cada uno queriendo resolver el conflicto por su cuenta, ¡y vaya que si lo resolvieron! Los ataques entre ellos fueron feroces. Y en la lucha contra el franquismo siguieron desunidos. ¿Dónde quedó la inteligencia?
Ensanchar la mente, no pegarse un tiro en el pie, menos hipocondría. El Gobierno de España es la prioridad.
* Artículo publicado en Ideal, 2/9/2019

martes, 16 de julio de 2019

EL TIEMPO POLÍTICO QUE NO QUERÍAMOS HA VUELTO*


Más de dos meses desde la celebración de las elecciones generales y aún no tenemos un nuevo gobierno. Si tuviéramos la experiencia de Italia, con su enorme fragmentación parlamentaria, tal vez podríamos estar tranquilos (sin mencionar el actual excurso de tinte ‘fascitoide’). Durante décadas la política italiana fue por un lado y el país y su economía por otro. Eso no le impidió ser una de las principales economías del mundo. Roto el bipartidismo en España, la fragmentación política es una realidad, pero a diferencia de Italia nuestra idiosincrasia y trayectoria histórica como país es distinta.
Vivimos en el país de las dos Españas machadianas, donde casi todos los conflictos los resolvemos parapetados en un enconamiento visceral, cuando no con conatos de choque violento y excluyente. Al otro, al que piensa distinto de nosotros, si hay que eliminarlo, no tenemos empacho en mandarlo al exilio sin más contemplaciones. La crispación es, o lo es para algunos, consustancial a nuestra forma de hacer política. La derecha, cuando no está en el poder, alienta la crispación sin cortapisas. Ejemplos hemos tenido. La democracia parece habernos enseñado poco en materia de convivencia política. Este es un país de herencias históricas.
El debate abierto en torno a la formación del nuevo gobierno, con el aderezo de los gobiernos autonómicos, ha desvelado que habiendo cambiado de actores las formas de hacer y de decir siguen siendo las mismas. La política española está enquistada en las posicionamientos que heredamos del franquismo: frentismo e intransigencia, izquierda y derecha, y el fusil siempre al hombro.
En Alemania la debacle del nazismo y la derrota en la Segunda Guerra Mundial les enseñó que si querían borrar aquella amarga experiencia y prosperar como país habían de proveerse de una nueva convivencia y de sentido de Estado. Durante décadas dieron ejemplo: si un partido no ganaba las elecciones, tampoco obstaculizaba la formación de gobierno al ganador, y en momentos puntuales hasta se coaligaron democristianos y socialdemócratas para formar gobierno. El país no se podía paralizar. En España esto es impensable. En la actual situación de fragmentación parlamentaria parece que ni nos sirve la fórmula italiana ni la alemana. El tema no está en que vuelva el bipartidismo, sino en saber hacer política.
Nosotros tuvimos nuestro fascismo, antes una guerra civil, y algo antes una república. ¿Sacamos alguna enseñanza de ello en la democracia? Los partidos políticos en España no saben construir la convivencia, ni saben estar a la altura del país. Demasiadas herencias y excesivo sentido fratricida que enturbia la convivencia.
Al final de la primera década del siglo XXI la crisis económica nos zarandeó hasta el punto de generar una gran crisis política y social. En la segunda década del siglo XXI creímos que saldríamos de ella con el suficiente aprendizaje para convertirnos en una sociedad mejor. La realidad de estos últimos meses lo desmiente. Seguimos con los mismos defectos y las mismas maneras hoscas en el decir, y un rencoroso posicionamiento frente al adversario, como hace quince o diez años. Los actores han cambiado, la diversidad de opciones políticas también, pero nuestro cainismo sigue presente.
Los nuevos partidos lo hacen tan mal como los viejos. Hubo un tiempo en que creímos que con la llegada de la nueva política las cosas serían distintas y que el zarandeo de las conciencias serviría para algo: acabar con la vieja política que nos había llevado a la crisis social, política y económica. Entonces pensamos también que los políticos serían distintos, con un sentido más colectivo de la decencia, incluso que los propios ciudadanos rechazaríamos formas barriobajeras de hacer política. Todo un espejismo: los nuevos líderes políticos acopian posiciones sectarias e intransigentes, en absoluto constructivas.
Uno de los partidos de la nueva política, Ciudadanos, se ha radicalizado, adoptando una deriva hacia la derecha que lo ha alejado del centro político que reivindicaba en exclusividad. Igual ocurre con Podemos, cuyo lamentable liderazgo no ha hecho más que restarle presencia política.
Al PSOE, ganador de las elecciones generales, a pesar de su exigua mayoría, se le está torpedeando la posibilidad de formar gobierno. Para ello se han utilizado argumentos que rayan la infamia: ser socio del independentismo o aliado de terroristas. La veracidad o mentira de estas afirmaciones no es lo importante, que se repitan machaconamente para que  parezcan verdad, sí. Con esto PP y Ciudadanos están alentando el protagonismo de quien no debería tenerlo: independentismo e izquierda abertzale. Y con relatos plagados de mentiras están demostrando que España les importa poco. Su fariseísmo es obsceno: hablan de los otros enemigos de España y, sin embargo, se alían con VOX, quien precisamente maneja unas ideas poco recomendables para la construcción de la convivencia nacional y de una sociedad más justa e igualitaria.
España necesita formar pronto un nuevo gobierno. El país y las necesidades de la ciudadanía lo demandan. La celebración de unas nuevas elecciones sería un fracaso general achacable a la clase política. Obstaculizar la formación de un gobierno es una deslealtad con España, y si viene de la mano de aquellos que hacen del patriotismo su bandera, una traición. Los partidos de la derecha no tienen la aritmética parlamentaria que les permita formarlo, como sí hicieron en Andalucía; sin embargo, están haciendo todo lo posible para dificultar que lo haga el PSOE. Tampoco Podemos está ayudando mucho, la obsesión por entrar en el gobierno no me parece la mejor opción. Con ellos el nuevo gobierno estaría más preocupado por su coordinación interna que en trabajar por el país.
El tiempo político que no quisimos que regresara, ahora nos aplasta como una apisonadora.
* Artículo publicado en Ideal el 15/07/2019

sábado, 29 de junio de 2019

LLORANDO POR GRANADA*


De mi paso por la política aprendí varias cosas. La que más me dolió, aparte de la falta de ética y lealtad exhibida por algunos políticos compañeros, fue el menosprecio con que se trataba a las instituciones. Pude comprobar que para muchos las instituciones no son más que otro medio donde sustentar intereses personales o de partido. Las manipula el independentismo catalán de la manera más obscena que cabe, y se manipulan en el Estado, las autonomías y los ayuntamientos. No les importa utilizarlas como moneda de cambio o para colocar, aun sin competencia, a los adictos. Las instituciones, el verdadero sostén de la democracia, casi lo único que nos queda cuando se desborda la corrupción y la infamia.
Por Granada lloraron ilustres antepasados granadinos. “Tu elegía, Granada, es silencio herrumbroso / un silencio ya muerto a fuerza de soñar”, decía García Lorca en su Granada. Elegía humilde. Como antes lo había hecho Ganivet. Granada resulta una ciudad dura para vivirla y para sentirla, y la han hecho más dura, si cabe, los que han mostrado su incompetencia para defenderla, cuando les tocó, allí donde había que defenderla: Madrid o Sevilla.
La historia de Granada es la historia de una decadencia, con sus salvedades, arrastrada desde el siglo XVI y sumida en un estado de parálisis que nunca supimos revertir, ni siquiera en el primer tercio del siglo XX con la industria azucarera, ni en nuestra etapa democrática.
Granada, ciudad de botellones, de despedidas de soltero, de turistas atiborrando las calles, de bares de copas. Solo la Alhambra y Sierra Nevada como grandes reclamos turísticos y motores económicos (aunque en su gestión no falten los lamentos). La etiqueta de ciudad de servicios no es suficiente para espabilarla. Demasiado lastre para una ciudad y provincia con datos socioeconómicos siempre a la cola del país, y con una dispersión demográfica y un raquítico desarrollo rural que la despuebla.
No es necesario que rememoremos las lágrimas de Boabdil al alejarse de Granada para seguir llorando por ella. Nuestras lágrimas son de ahora: pérdida de patrimonio artístico y monumental, de espacios verdes en la vega ante la especulación urbanística, descapitalización y casi desaparición del sistema financiero, olvido frente al retraso secular en las comunicaciones o en la economía.
El espectáculo ofrecido por los partidos políticos en la reciente constitución del Ayuntamiento de Granada no se disculpa porque haya sido la tónica general en todo el territorio nacional. Demasiado cambalache para ofensa de las instituciones y de la inteligencia de los granadinos. Granada, desgraciadamente, también presente en este escaparate nacional, mientras los ciudadanos  asistimos incrédulos a un espectáculo político deplorable. Espero que cuando volvamos a las urnas nuestra memoria sea la de un elefante y no la de un pez.
Los candidatos a la Alcaldía de Granada de los tres primeros partidos ya estaban en política cuando hace diez años finalicé mi incursión transitoria en la vida pública. Y seguían estando cuando en 2012 puse fin a mi actividad política después de haber asistido a un vergonzoso espectáculo de presiones y ofrecimientos por quienes aspiraban a mantenerse aferrados al poder orgánico del PSOE. Vi que no estaba hecho para aquello, solo quería trabajar, no estar a cada rato a la gresca interna. En aquel entonces mi único pecado fue postularme a favor de la democratización del partido socialista, extremo que al final ha llegado y que aquel poder orgánico se resistía a aceptarlo. Luego, aquella disidencia, si es que se puede calificar así trabajar por un partido más democrático, me ha servido para recibir algunas represalias políticas cuando he acudido en contadas ocasiones a presentar mis proyectos culturales (hablar de mis libros, solo eso) a alguna institución granadina. Un modo de proceder mezquino de quienes nos representan en las instituciones, y una prueba del uso partidista de las mismas. ¡Profunda decepción!
Los tres candidatos (Cuenca, Pérez y Salvador, este entonces como socialista) ya hablaban de proyectos y de futuro para Granada. Pasado el tiempo, y ocupando cargos, nada se ha materializado (algunas migajas, sí). Granada sigue estando donde me la dejé, o algo peor por el zarandeo de la crisis. Tan solo miremos la tardanza del metro, el déficit en infraestructuras viarias, la deplorable situación del ferrocarril, el eterno retraso de las conducciones de la presa de Rules, el adiós a Caja Granada, la conversión de la ciudad y la provincia en mero espacio de servicios.
Granada, ciudad y provincia, se debaten en una indefinición constante. Han pasado gobiernos municipales y provinciales en lo que llevamos de siglo, y la indefinición continúa. Y lo que nos faltaba ahora era este espectáculo político que hemos mostrado al resto de España en la disputa del sillón municipal. Nuestra imagen hundida  un poco más. Que gobierne una opción política con cuatro concejales de veintisiete es cuanto menos extraño. El voto mayoritario de los granadinos no se ha respetado.
Hemos aprendido poco en política, o acaso la política sea esto: un ejercicio obsceno donde los intereses generales es lo menos que cuentan. Con espectáculos como el vivido en Granada lo más fácil es que cunda el desánimo y la política siga bajo el descrédito.
 “Tú que antaño tuviste los torrentes de rosas… / Tú que antaño tuviste manantiales de aroma”, escribía Lorca sobre Granada desde la añoranza para describir el presente de su tiempo: “Tus torres son ya sombras. Cenizas tus granitos, / pues te destruye el tiempo… / Hoy, ciudad melancólica del ciprés y del agua”. El presente de mi tiempo, a pesar de la distancia histórica y los nuevos tiempos, no es más alentador.
 * Artículo publicado en el periódico Ideal, 27/06/2019

martes, 12 de marzo de 2019

LOS RELATOS QUE VIENEN*


Ya nadie defiende la verdad. Su defensa ha quedado a cargo de los escasos quijotes que todavía subsisten en este mundo, y poco caso se les hace. A veces sospecho encontrarme entre estos últimos. “Mi corazón ingenuo que a tu bondad se humilla”, como diría Verlaine. No obstante, no quiero que me sobrepase la realidad, ni perder el contacto con ella. Presiento que nos hemos parapetado en la defensa de nuestros relatos sin mirar a la verdad, y los defendemos con el mismo fervor que si se tratara de ella. Sin rubor alguno, no nos importa mentir. “¿Tú verdad? No, la verdad, / y ven conmigo a buscarla”, sentenciaba Machado.
En este mundo cibernético se hackean las contraseñas de correos electrónicos, las páginas web de gobiernos o grandes empresas, y hasta se profana nuestro espacio digital para ofrecernos publicidad sin haberla solicitado. Los ‘ciberataques’ se han convertido en el moderno rictus de la piratería. Cuando la Inglaterra de Isabel I atacaba a los galeones españoles venidos de América, a través de un escogido grupo de piratas oficializados, lo hacía de esa manera burda y violenta del abordaje, lejos del refinamiento o la discreción de un servicio secreto o una central de inteligencia. Como si retrocediéramos en el tiempo, hoy en día el abordaje de nuestra intimidad también se ha vulgarizado, quedando poco margen para la persuasión.
Somos más vulnerables que nunca. A veces pienso que la posibilidad de hackear nuestro cerebro está más cerca. Los estrategas del marketing y la propaganda, expertos en storytelling, saben que para publicitar algo no hay más que construir un relato capaz de calar en las neuronas. Las dos grandes distopías del siglo XX sobre el futuro: ‘1984’ de George Orwell y ‘Un mundo feliz’ de Aldous Huxley, representan dos modos de entender la evolución de la sociedad. En la primera, la represión y la obediencia ciega como estrategia de control, y ese gran hermano que todo lo ve; en el mundo feliz de Huxley, la seducción como maniobra encaminada para crear individuos sumisos.
El modelo represivo de Orwell es el que parece imponerse. Triunfan las fórmulas políticas basadas en la intolerancia. Los discursos, cuanto más intransigentes y menos fraternales, parecen funcionar mejor: lo visceral frente a lo racional para alcanzar el poder. Ahí están los discursos paradigmáticos de EEUU y Brasil, y el miedo al futuro que impulsa al ser humano a buscar protección frente a una hipotética amenaza, real o no, y a fiarse de los que vociferan lo drástico y lo amenazante, admitiendo cierres de fronteras o construcción de muros. Un ejemplo más cercano: los discursos políticos catastrofistas proferidos en los últimos meses en España. 
Si a Putin le interesaba que Europa y EEUU estuvieran dirigidos por tipos extravagantes, populistas y con planteamientos de ultraderecha, que debilitaran desde dentro los principios de la democracia, lo ha conseguido. Hacer vulnerable el modelo democrático, inoculando un enemigo interior, es la táctica perfecta para la destrucción del sistema. Ahí están los nacionalismos (en nuestro caso el catalán) o la campaña corrosiva contra la Unión Europea que emprendió el Brexit.
Sabido es que los mecanismos para la manipulación son tremendamente efectivos a la hora de remover la opinión de los ciudadanos. Lanzar un torpedo en la línea de flotación de la democracia en forma de noticias falsas (‘fakes new’), tergiversación de la realidad u opiniones tendenciosas es la estrategia seguida tanto en redes sociales como en el discurso político propagandístico. Vemos la facilidad con que se manipula la opinión pública, se crean corrientes de opinión o se influye sobre las mentes. Y lo lamentable es que esto ocurre con supuestos ciudadanos libres y formados de los países democráticos.
A veces me pregunto si el mundo feliz de Huxley no estaría entroncado con el uso perverso que se ha hecho del llamado 'estado del bienestar'. La alineación de ciudadanos débiles, inconscientes de su propio sometimiento a los dictados de quienes durante años han hecho un uso innoble del poder, mientras auguraban mundos felices que nunca llegaban, es parte del patetismo político que nos rodea. Una estrategia basada en el ejercicio de una posmodernidad que invita al disfrute del presente sin más horizonte ni perspectiva de futuro, bajo un planteamiento de hedonismo superficial.
Siento pavor al ver cómo se ha adormecido la capacidad crítica y de reacción de los ciudadanos, cómo existe un desarme intelectual frente a la adversidad y cómo se nos ha incapacitado para interpretar los mensajes y la propaganda que circulan tanto en el espacio cibernético como en la vida real. Caer en manos de la entelequia resulta fácil, manipular un referéndum o unas elecciones es ya una maniobra constatada.
Es posible que vengan tiempos peores cuando el respeto hacia el ser humano desaparezca definitivamente como valor, tiempos en los que el futuro ya no tenga futuro, donde los proyectos personales queden desactivados y el futuro de la sociedad se haga inviable. Los que se erigen en salvadores de patrias imaginadas no saben, o acaso sí, que están destruyendo las bases del futuro de la sociedad al obviar la verdad y el respeto por la dignidad humana, esa que no tiene cabida en los relatos que ellos construyen para rentabilizar solo su presente.
Es en esta tesitura, con la verdad como la gran ausente, en donde se ha situado la política en España desde hace tiempo. Leamos los discursos políticos y encontraremos falsedades y la obscena pretensión de decidir por nosotros, leamos las noticias de la prensa y veremos que su imparcialidad queda cuestionada.
Ya ninguna mente está libre del manoseo. Quizá ahora sea cuando la verdad necesite defenderse con más ahínco. Busquemos esos quijotes.
 Artículo publicado en el periódico Ideal de Granada, 11/03/2019

martes, 29 de enero de 2019

SI UNA SOCIEDAD NO EDUCA, NO HAY EDUCACIÓN*


Hay utopías que desmintiendo su semántica encuentran la manera de despertar los sueños que las concibieron. Llevo años pensando en nuestra torpeza como sociedad por no dar a la educación el valor social que se merece. Inundamos los discursos de palabras que hablan de una sociedad mejor mientras descuidamos el motor que ayudaría a ello: la educación. Nuestra sociedad puede ser la más rica, tener las mayores comodidades, poseer ingentes cantidades de bienes de consumo, pero no por ello tiene por qué ser la mejor. En una sociedad como la actual (abierta, compleja, interrelacionada, globalizada, multidiversa, sistémica, incierta, agresiva, contradictoria…) no cabe duda que la educación es la piedra angular que se necesita para vertebrar y cohesionar el tejido social.
Amin Maalouf decía en su obra El desajuste del mundo que el siglo XXI debería ser el siglo de la cultura y la educación, ya que el XX habiéndolo pretendido no pudo serlo, de manera que con el concurso de ambas cabría entonces construir ese mundo mejor al que aspiramos, al tiempo que haríamos más libres a los seres humanos. Sin embargo, en nuestro tiempo advertimos un divorcio cada vez mayor, con intereses contrapuestos, entre lo que representa la escuela y la sociedad donde se incardina.
No es la escuela la única que educa, como no es tampoco solo la familia, hay otros muchos agentes sociales que también lo hacen. La irrupción de las plataformas digitales en nuestra vida (Youtube, Instagram o la misma publicidad) han abierto en nuestros jóvenes un sinfín de ventanas donde mirar y cientos de arquetipos sociales en los que fijarse. Tener en casa a personas jóvenes y dejar que se adueñen de la smart tv, el ordenador, la tablet o el móvil es una oportunidad para descubrir cuáles son sus intereses y aficiones. En ellas encontramos un universo atestado de imágenes, videoclips o ‘reality show’, donde circulan cientos de 'youtubers' que cuelgan miles de vídeos donde muestran su vida personal, sus extravagancias o el modo de interpretar el mundo. Al igual que hay miles de canales de música con escenas y letras en las que el machismo, la depreciación de la mujer o la violencia aparecen justificados en exhibiciones tan burdas como reales sustentadas en relaciones sociales primarias.
Estas plataformas digitales (puestas aquí como ejemplo) influyen enormemente, con un poder que no deberíamos menoscabar, en la educación de nuestros jóvenes, en una proporción mayor que la familia o la escuela. Se han agregado a la publicidad, que ya representaba estereotipos consumistas, machistas o conceptos de vida relajada y poco comprometida. La sensación que nos queda es que la educación que se imparte en la escuela está muy alejada de una realidad por descubrir. Cabría entonces preguntarse: ¿qué le queda por hacer a una escuela voluntarista frente a ese otro modelo social que no la tiene en cuenta y pregona otros valores?
Socialmente la educación está concebida para alcanzar la perfección. A las instituciones escolares se les exige competencia para trabajar en el terreno de la moralidad, la ética, la axiología o la socialización, y asimismo atender a todos los problemas de la sociedad, y solucionarlos. Y, entretanto, el resto de agentes sociales inhibidos de la tarea. El consenso social en torno a la educación está roto, no existe acuerdo en cómo y sobre qué educar. La política no ayuda, y los grupos e instituciones educativas solo ven en la escuela la defensa de sus propios intereses.
Tras la dictadura, la democracia generó un cierto consenso sobre los objetivos y valores que debían fomentarse en la escuela. El espíritu democrático, y todo lo que ello comporta, debía empapar la educación de las nuevas generaciones. No educar a ciudadanos libres y democráticos implicaba que la sociedad no avanzaría en democracia. Han pasado cuatro décadas, y no estoy tan seguro de que aquella finalidad la hayamos alcanzado.
Martha Nussbaum reflexionaba en su obra Sin ánimo de lucro al respecto de las necesidades de la democracia: “estamos en medio de una crisis de proporciones masivas y de grave importancia mundial”, y no se refería ni a la crisis económica de 2008, ni al terrorismo internacional, aludía a otra crisis que pasa más desapercibida y que es más perjudicial a largo plazo para el futuro de la democracia: la crisis mundial de la educación.
Los sistemas educativos están en crisis. Es difícil que encuentren el camino para alcanzar esa idea de perfección que se les exige. Son capaces de dar contadas respuestas individuales: formar técnicos en determinados segmentos productivos o asegurar la formación del joven que aspira a entrar en la Universidad, pero para dar una respuesta colectiva de mejora de la sociedad se muestran inoperantes. Es aquí donde se encuentra gran parte de su fracaso y, por extensión, de la sociedad en su conjunto.
El futuro de la democracia está en peligro. La manipulación de los individuos en las sociedades modernas resulta cada vez más fácil y se realiza con mayor descaro. A la educación le está costando formar personas libres y críticas para una sociedad libre, fundamentalmente porque tiene un enemigo demasiado poderoso: la sociedad construida bajo premisas y valores que entran en contradicción con los de la escuela. La escala de valores que se enseña en la escuela no es la misma, ni tan poderosa, que la que revolotea en la vida en sociedad.
Siendo la educación el factor más valioso para asegurar el futuro, es inconcebible ver como socialmente la tenemos descuidada. Cuando una sociedad no valora la educación, no se valora a sí misma. ¡Para cuándo la utopía de una sociedad educadora!
* Artículo publicado en el periódico Ideal de Granada, 28/01/2019

domingo, 6 de enero de 2019

DE INTOLERANCIA TAMBIÉN SE VIVE*


Han pasado cuarenta años desde la aprobación de la Constitución, los mismos en los que se puso fin a la dictadura con toda la prosodia institucional de que fuimos capaces. Era lógico que tras la dictadura viniera la necesaria catarsis, aunque podría haber llegado la revolución, pero las revoluciones no llegan así como así. Al menos se abrió un tiempo nuevo, como gusta decir a los partidos políticos cuando son ellos los que proponen algo, teñido de valores de respeto, tolerancia e idea universal de respeto a los derechos humanos.
Una década después, en la próspera Europa, el nacionalismo y las guerras del odio dinamitaron los Balcanes. El conflicto ya no era cosa de los confines del mundo, sino que estaba en casa. Se globalizaba el odio y la intolerancia, bien cocida en otros puntos del planeta. Después se incorporaban nuevos países a la UE, algunos liberados del viejo yugo soviético. El mundo cambiaba tanto que los ropajes de paz y tolerancia se iban desprendiendo de la vieja Europa. El caballo de la irracionalidad, en la alegoría del carro alado de Platón, tiraba con más fuerza que el de la ética; el auriga Sócrates se mostraba incapaz de dominar el vértigo que lo guiaba hacia el dislate.
En la escuela pusimos todo el empeño para que las nuevas generaciones se educaran en valores de tolerancia y respeto, pero hasta en eso hemos fracasado. Si como decía Machado, había demasiadas cabezas que embestían, ahora nos aterra observar que son muchas las que desprecian al otro, al diferente, haciendo de él objeto de ira e indiferencia.
La crisis geoestratégica y económica con que se iniciaba el presente siglo aireaba vergüenzas y miserias humanas, nos hizo más individualistas, menos sensibles y convirtió las fronteras en auténticos muros de la sinrazón y la insolidaridad. El discurso político se hacía más agresivo y menos tolerante, tocaba a su fin el tiempo de las buenas voluntades. Tan intransigentes y tremendistas nos mostramos que tendríamos que parangonarnos con aquellos que frustraron el amor de la joven Gloria, la protagonista de la novela de Benito Pérez Galdós del mismo nombre, a cuenta de los prejuicios y la intolerancia religiosa.
Si en el panorama internacional han aflorado líderes investidos de autoritarismo y mesianismo, en España no ha sido menos. Las buenas intenciones sobre las que edificamos la democracia se están yendo al traste, si es que no lo hicieron hace tiempo. El populismo, los planteamientos radicales, el discurso de la insolidaridad, incluso el reproche a las bases de nuestra democracia, han emponzoñado la convivencia en estos años. Si el nacionalismo de todo color, revestido siempre de intolerancia, se extendía por el mundo, en España no hemos sido menos.
Hoy la intolerancia está tanto en la derecha como en la izquierda, en el machista como en la feminista, en el de aquí como en el que viene de fuera. Construimos nuestro pensamiento a través de las palabras, y últimamente éstas marcan discursos plagados de términos y proposiciones que apelan contra quien no esté próximo a nuestro relato. Las relaciones humanas, y las redes sociales son un ejemplo de ello, usan un lenguaje hiriente, destructor, henchido de mentiras y tergiversación de la realidad.
Vivimos un tiempo en que la intolerancia es rentable, como lo fue hace un siglo para el fascismo y el totalitarismo. Algunas élites de poder siguen estrategias similares: empujarnos al precipicio del pesimismo para luego aparecer como salvadoras de la catástrofe. Miedo y pesimismo como instrumentos de control de nuestras conciencias. Reforzar la intolerancia les sirve como arma de dominación, convenciéndonos de que lo hacen por el bien general y el nuestro propio, potenciando nuestra incapacidad para inferir el grado de descomposición social al que nos llevan.
Si la reacción fisiológica del organismo ante un posible daño es la intolerancia al gluten o la lactosa, el subconsciente humano reacciona frente a una hipotética agresión a su integridad individual o colectiva con igual determinación. La oleada de populismo que se extiende por el planeta no hace más que eso: alentar el peligro y acudir a remedios propios de las ideologías que trajeron tanto dolor y sufrimiento en el siglo XX. 
Las actitudes xenófobas y los argumentos discriminatorios en los discursos políticos se sirven del malestar y la desesperación de la gente. Esta oleada de líderes visionarios e intolerantes que azota el mundo, de ultraderecha, derecha, izquierda y ultraizquierda, elegidos en las urnas, es parte de nuestro fracaso colectivo. Lo que lamento es que los ciudadanos aparezcamos como cómplices de la farsa.
En España el fenómeno VOX ha entrado en las instituciones andaluzas, su respaldo electoral no es más que la materialización de lo que se estaba cociendo en España y en los partidos de la derecha en los últimos años, y que se disimulaba en una suerte de postureo, cuando no de hipocresía. El respaldo electoral hacia este partido es solo un síntoma, la enfermedad es más profunda.
Nos quieren hacer ver que más allá de la intolerancia nada existe, y que lo que hay es nocivo tanto social como individualmente. Si Paulo Freire decía que la intolerancia impedía el crecimiento personal, cabría añadir que el intolerante pierde parte de su condición humana a medida que la practica en su obsesión por alcanzar sus fines a costa de pervertir la realidad y criminalizar al diferente. El temor mundial al inmigrante quizás sea el paradigma que mejor explica todo esto, pero el uso que se hace de la democracia es preocupante, sobre todo si lleva pareja la degradación y el uso espurio de las instituciones.
Déjenme concluir diciendo que la intolerancia es la mejor expresión de nuestros miedos y que sin tolerancia no hay democracia.
*Artículo publicado en el periódico Ideal de Granada, 5/01/2019