Hace unos meses tuve la oportunidad de compartir mesa con alguien que había sido un responsable político en la Administración educativa. Sus cargos de responsabilidad (tuvo varios) le habían tenido al frente de la política educativa en los últimos quince años. En el transcurso de la comida conseguí enterarme que había vuelto a sus clases en el instituto (algo muy loable para un político, pues la vuelta a la actividad profesional es más que necesaria, cuando no una exigencia).
Entre sus comentarios acerca de la nueva experiencia se refirió a la notable diferencia que ha percibido entre los alumnos de hace quince años y los de ahora. Una diferencia que definía en las mayores dificultades para impartir clase. Decía pasarse gran parte de la clase diciendo: ¡Niño, cállate!, ¡niño, siéntate! El comentario describía una realidad constatada a diario, pero que en su caso era una novedad.
Le dije que en un gran porcentaje los alumnos que tenemos en nuestras aulas son la consecuencia de nuestra toma de decisiones en política educativa. Decisiones adoptadas por muchos de los que estábamos en aquella nutrida mesa, la mayoría responsables de la política educativa en algún momento de nuestra vida. La respuesta fue que la culpa la tienen los padres, incapaces de barajar a sus hijos (¿pretendía echar balones fuera?). Le respondí que obviamente nuestros alumnos son la consecuencia de los actos de las familias, los profesores, la sociedad que les hemos construido, pero también de nuestras ligerezas en política educativa.
Ahora este alto cargo, otrora con responsabilidades en decisiones de ordenación de los currículos, de la puesta en marcha de programas educativos, de innovaciones educativas llevadas a los centros educativos, de las orientaciones metodológicas para el trabajo en las aulas, de la selección del profesorado, de contribuir a potenciar o minimizar los roles que juegan profesores, familias y alumnos en un centro educativo, descubre, por mor de su vuelta a las aulas y el contacto con una realidad que la política le había ‘ocultado’ (y también acaso su propia capacidad para estar más próximo a esa realidad mientras ejercía la política) que la realidad de la escuela es muy diferente a la que él recuerda cuando era un profesor sin haber pasado todavía por el harnero de la política.
Dice pasarse gran parte de la clase callando a sus alumnos. ¿Pretende una clase magistral con alumnos convenientemente callados?, ¿reprime las iniciativas de sus alumnos?, ¿su metodología es poco motivadora? Lo cierto es que ha venido a descubrir una realidad a la que hemos contribuido entre todos, y que los responsables políticos parecen no conocer. Y no porque los alumnos no puedan hablar, expresarse, interaccionar en clase… sino porque se han perdido elementales normas de respeto que son de dominio común, no sólo para la escuela, también para la vida en sociedad. Normas que derivan de la falta de autoridad en las familias, de los mensajes fáciles que les llegan a los jóvenes de medios irresponsables de comunicación y publicidad, y también de una forma de hacer educación que perdió en algún momento ese necesario horizonte construido en torno al respeto entre las personas.
Algunas decisiones políticas en materia educativa no han favorecido la vida en las aulas, no lo olvidemos, por precipitadas, poco meditadas, o porque algunas ‘innovaciones’ nos sonaban como excelentes cantos de sirena.
¡Qué bien le sienta al que se dedica a la política volver a la vida civil!
viernes, 30 de diciembre de 2011
¡NIÑO, CÁLLATE!
miércoles, 21 de diciembre de 2011
PEDRO ANTONIO DE ALARCÓN
En estos días ha sido el programa ‘Aula Abierta’ de Radio Andalucía Información (Canal Sur), de contenido universitario, para una entrevista* que se emitirá el día 24 de diciembre, Nochebuena (15 horas). Tratándose de tan señalada fecha me ha venido a la mente aquella otra en que Alarcón escribió en el Madrid de 1855 su ‘Nochebuena del poeta’ en unas circunstancias difíciles y lejos de la familia. Quizá con aquello y otras historias fue dejando lastre su cabeza tarambana.
La entrevista ha tenido otro efecto: sacar de los recuerdos aquella etapa de mi vida marcada por la ilusión de los proyectos en torno a este personaje. Uno de ellos fue la construcción de un centro de estudios alarconianos. Redacté un proyecto a tal fin, aunque después no prosperó. Hubiera sido interesante crear un centro donde se estudiara la obra de Alarcón y su tiempo. Guadix perdió una magnífica oportunidad para dotarse de un espacio cultural de referencia. No hubo políticos de talla que asumieran el proyecto.
Ahora solo existe en Guadix la Sala Alarconiana, un espacio que exhibe parte del mobiliario, enseres y algunos libros de Pedro Antonio de Alarcón. Recuerdo bien aquel viaje a Madrid en octubre de 1999, junto al entonces concejal del Ayuntamiento Miguel Pedraza, un viaje que nadie confiaba tuviera éxito, para visitar al nieto de Alarcón, Miguel Valentín de Alarcón, de 93 años, último descendiente directo del accitano, que guardaba los últimos enseres y recuerdos de su abuelo. Aquel viaje permitió recobrar lo que ahora se conserva en la Sala Alarconiana, que de otro modo se hubiera dispersado por museos y otros sitios particulares, como había ocurrido con parte del patrimonio alarconiano antes de nuestra visita.
Pedro Antonio de Alarcón es una figura muy interesante en el panorama político y cultural de la España del siglo XIX. Su personalidad fue tan determinante en su vida que lo arrastró sin solución de continuidad por la vehemencia, la prepotencia, el arrebato, la presunción, el orgullo, a veces hasta el absurdo, y a actuar en ocasiones de modo inconsciente y errático. Pero su mente también estuvo atravesaba por una ráfaga de auténtico genio que le convirtió en un personaje singular y de enorme éxito literario y social.
Hoy es una figura que no goza de la proyección de otros granadinos ilustres. Aunque recuperarlo, más allá del anecdotario en que a veces se le alude, sería bueno para la cultura granadina y andaluza. Y también de justicia.
domingo, 18 de diciembre de 2011
DE LA ALDEA GLOBAL A LA GLOBALIZACIÓN
Vivimos tanto el presente, el de ahora, como el presente venidero, y redescubrir viejos papeles puede ser una manera, no sé si vulgar, de recordarnos a nosotros mismos otros momentos que hemos vivido.
Aldea global fue un término atribuido al filósofo Marshall McLuhan que nos interesó a muchos, por lo que proyectaba para aquel futuro inmediato, en la década de los ochenta del siglo pasado. Lo entendíamos como un canto al internacionalismo, a la supresión de fronteras, a la búsqueda de una dimensión mundial nueva que extrajera lo mejor del ser humano con el simple afán de compartirlo. Sin duda, la aldea global era un canto a la dimensión planetaria del individuo, más allá de países, de fronteras, de desigualdades…
Andando el tiempo ese concepto cargado de buenas intenciones (que no es que hayan desaparecido, sino que se fagocitan con suma facilidad en los tiempos que corren) se fue tornando hacia otro nuevo: globalización. Y es así como hoy estamos instalados en una globalización que no sé si es parte de la perdición del ser humano o será su redención. Por lo pronto, ha venido a constituirse en ese gran adalid de lo que representa la sociedad postmoderna.
Un ejemplo, si se me permite: el mercado de los alimentos básicos está controlado por pocos centenares de empresas que regulan y almacenan para controlar productos y precios. Hacia este mercado se están dirigiendo, con un afán meramente especulativo, los fondos de inversión que han pasado del producto inmobiliario al producto financiero, y ahora a los alimentos. Consecuencias: falta de alimentos, subida de precios, hambre y millones de personas afectadas. Antes también había hambre, pero era producto de las sinergias de lo autóctono, ahora hay hambre porque la producción mundial, suficiente para abastecer a todos los habitantes del planeta, está bajo la esfera de las trampas de la globalización.
Amin Maalouf se refería en Identidades asesinas (Alianza, 2001) a dos inquietudes de la mundialización. La primera, la efervescencia actual más que llevar a un extraordinario enriquecimiento, a la multiplicación de las vías de expresión, a la diversificación de opiniones, conduce paradójicamente a lo contrario, al empobrecimiento. La segunda, la uniformización mediante la hegemonía, origen de muchos conflictos. Ya me dirán si no son realidades diez años después.
La época que vivimos está llena de incertidumbres, globalización y mundialización de cualquier fenómeno, de lo bueno y de lo malo, de las muestras de solidaridad y también de las bajezas humanas.
Muchas veces me pregunto cuánto nos queda de aquellas ilusiones aldeanas.
miércoles, 14 de diciembre de 2011
PRIVILEGIOS
Es un gesto que hay que valorar. No se va a resolver la crisis con ello, pero es un guiño que viene a reparar, mínimamente (a lo mejor, incluso, ni eso), la imagen pública de los que se decidan a la política a tiempo completo. Un gesto que me hubiera gustado ver no sólo ahora que estamos en crisis, sino cuando no lo estábamos, pero también cuando no lo estemos.
Sea por ética o por estética no queda mal a los ojos de la ciudadanía esto de rechazar algunos de esos considerados privilegios: complementos al sueldo, kit tecnológico, 1.800 euros en dietas o una pensión complementaria. Algunos han llegado a no admitir la conexión ADSL en su domicilio, ni los gastos de alojamiento en Madrid.
Ahora bien, adecentar la vida pública no se consigue con unos cuantos gestos. Queda mucho trabajo por hacer, cuanto antes se inicie, mucho mejor. A ser posible hoy mismo.
Y una de las maneras de dar el primer paso empieza por este rechazo a determinados privilegios, pero sobre todo por el trabajo que habrán de realizar los representantes de la ciudadanía. Para ello es necesario compromiso y lealtad. Eso es lo que debemos pedirles. En política he visto demasiados altos cargos y parlamentarios ocuparse de sobrevivir en su puesto, poniendo en práctica bochornosas actitudes y comportamientos, y dedicarse menos a trabajar en la solución de los problemas de la sociedad.
El sistema de elección en nuestro país viene dado por listas cerradas, donde ya hay quien se encarga de señalar con el dedo divino a los 'elegidos'; pues bien, en estas listas de siete candados se cuelan consentidamente todo tipo de personas: comprometidas, trabajadoras, humildes, con competencia o sin ella, inteligentes y menos inteligentes (aunque quizá algunos sí lo sean para trepar políticamente, que a la postre puede ser una forma de inteligencia), prepotentes, haraganes, indolentes y otros a los que en mi pueblo se les llamaría ‘tragapanes’.
Las listas cerradas es el modo más seguro que tiene un partido político para controlar a su grey parlamentaria. Y salvo excepciones muy excepcionales es así como se funciona y se quiere funcionar.
Es un honor representar a los ciudadanos en el foro de la más alta representación de un país. Por eso y por dignidad, trabajo es lo que hay que exigirles. Con trabajo y dedicación es posible que se hable menos de privilegios,
jueves, 8 de diciembre de 2011
LAS LÁGRIMAS DEL MAESTRO
El otro día vi llorar a un maestro. Lloró cuando nos despedíamos. Lloró después de narrarme con un nudo en la garganta el episodio del que había sido involuntario protagonista con la madre de una de sus alumnas. Le pregunté qué edad tiene esa madre, treinta y tres o treinta y cinco años, me contestó.
Al parecer la madre le increpó en las escaleras delante de todos sus alumnos. No le bastó la sugerencia que le hizo el maestro de emplazar la conversación al tiempo de tutoría, tres horas más tarde. Le acusaba de haberle producido un moratón a su hija en el brazo que ni siquiera en ese momento se apreciaba.
Hoy los maestros (léase también profesores) se quejan de que su profesión no tiene la consideración social que por su aportación a la sociedad debería tener. Esto ya lo decíamos en La educación que pudo ser, y el día a día no hace más que corroborarlo. Llevan los profesores bastante razón en esto, aunque se trate de un mal compartido por otras muchas profesiones públicas: médicos, enfermeros, trabajadores sociales, jueces…
En este episodio escolar hay algo que me preocupa de igual modo y, si me apuran, bastante más. Me refiero a la presencia de los niños cuando se dirimen diferencias de opinión, o se contraponen puntos de vista, entre maestros y padre, es decir, entre adultos. Algo que entra dentro de los cánones de la razón. Lo que me parece menos racional es que en tales disputas se haga partícipes activos o pasivos a los niños. Y muchos padres lo hacen.
La presidenta de una asociación de padres y madres de un instituto me lo decía días atrás: “es un disparate que en las casas se hagan comentarios ofensivos o peyorativos contra los profesores delante de los hijos”.
Hoy son relativamente frecuentes los episodios de padres que se dirigen de malos modos a los maestros y a los profesores con sus hijos como testigos. Una manera de proceder que es camino más corto para inocular en el niño la falta de respeto y desconsideración hacia sus maestros.
Me cuentan los maestros (a mí me gusta escucharlos) que la relación con los padres jóvenes, cuyas edades oscilan en los treinta años, la relación es más áspera, si cabe, más irrespetuosa que la que tenían con los padres de estos. A mí me viene a la mente que estos padres jóvenes que rondan los veintitantos o los treinta y tantos años estaban en la escuela en los años noventa, y que son herederos de una educación que algunos aspectos se nos escapó de las manos. He defendido la Logse, y sigo defendiendo que fue una ley que trajo un sistema educativo moderno y adaptado a un país que estaba construyendo su democracia. No creo que sea sospechoso de lo contrario. Pero, al igual que decía entonces, creo que cometimos algunos errores en su aplicación. Errores que ahora se aprecian en estos adultos jóvenes, entonces nuestros alumnos, que nos llevan a sus hijos a la escuela.
Lloraba el maestro porque sentía herida su dignidad profesional, más que la personal, después de treinta años de ejercicio de la docencia. Lloraba porque se le acusaba de algo que no había ocurrido: agarrar a la niña del brazo, pero lloraba sobre todo porque sentía que su impecable trayectoria profesional, comprometida con la educación, ahora era despreciada por unas formas burdas, maleducadas y groseras de actuar.