La Transición fue lo que fue y sirvió para lo que sirvió, no es cuestión de abominar ahora de ella que las cosas van mal. Sí, ahora, cuando nuestra democracia hemos visto que necesita un auténtico lifting después de que las élites de poder la hayan puesto patas arriba para recuperar parte de los privilegios que habían perdido cuando hubieron de ceder en favor de aquella España que debía hacerse un país más moderno a semejanza de la Europa que nos acogió en los años ochenta. Y fue lo que fue, porque si no habría que haber hecho la revolución total: acabar con el franquismo, no sólo social sino ideológico y económico, y asimismo no darle las riendas al bipartidismo.
La Transición tuvo su momento histórico, y tuvo dentro de sus carencias el valor de impulsar los cambios necesarios para echar a rodar un país que estaba en la UCI. Pero la Transición, aquel arranque de la democracia, fue sólo el primer paso para cambiar las cosas, después hubieron de venir muchos más para darle a este país algunas capas más de democracia, hasta que llegó el momento en que llegamos a creérnosla consolidada, no sé si como ejercicio de comodidad o porque de verdad así lo entendimos. La élite económica y su adlátere político, la derecha, esperaron mejor oportunidad, mientras aquí nos adormecíamos con un estado del bienestar que sólo mostraba su cara más amable y complacida, hasta hacernos bajar los brazos y evitar que se fortaleciera una auténtica guardia pretoriana para defenderlo en caso de ataque a la línea de flotación, como así ha ocurrido con la crisis económica. Nos mató esa actitud confiada, como si ya no hubiera más que hacer, como si todo estuviese hecho y sólo quedara relajarse y dejarse llevar, y así nos lanzamos (aunque ello suene a pasaje bíblico a lo Sodoma y Gomorra) al abuso y el mal uso de lo público, y a la desconsideración de las libertades y los derechos conquistados.
Es en este punto de mi reflexión cuando me pregunto qué le ha podido pasar a nuestra democracia para llegar a este estado de esclerosis social, política ideológica.
Los últimos quince años hemos vivido un deterioro de la democracia en España apreciado sobre todo en uno de sus grandes pilares: el desprecio por lo público. Las instituciones públicas han sido utilizadas como moneda de cambio por los partidos políticos (designando cargos y puestos por conveniencia y no por competencia), el dinero público se ha gastado, malgastado y despilfarrado con poco criterio y con total impunidad; en los ayuntamientos, en los gobiernos autonómicos, en el gobierno del Estado se ha gastado el dinero de todos sin miramientos, con un desprecio obsceno y hasta grosero. La política no ha respetado casi nada. Todo esto ha sido uno de los síntomas de que a la democracia en España todavía le faltaba la madurez democrática que una sociedad fuerte no hubiera consentido.
Lo público es lo que nos garantiza una sociedad más justa. Los que han utilizado lo público sin rigor, sin mesura, sin el aprecio ético que se merece, no merecen seguir en las instituciones. ¿Y por qué siguen?, es lo que la ciudadanía se pregunta.
Quizás la respuesta la tengamos en la sociedad débil que el deterioro democrático fue generando con el paso del tiempo. A partir de los años noventa la ciudadanía de nuestro país fue pasando de un espíritu reivindicativo a una actitud relajada, de sentirnos protagonistas de un cambio a convertirnos en seres apáticos y distantes hacia todo lo que significaba política. Pensamos que la democracia estaba ya hecha, que no hacía falta ir construyéndola día a día, y la dejamos en manos de otros, de partidos políticos que se fueron llenando de mediocres, de gente falta de compromiso social y democrático, que sólo buscaban su interés personal y mantenerse a toda costa en la esfera política.
Los ciudadanos nos descolgamos de la lucha, pensamos (y nos hicieron creer) que ya estaban ellos para arreglar nuestras vidas y los problemas públicos. Se difundió el discurso de que cualquiera valía para todo en la política, mientras que los demás ni siquiera lo cuestionábamos y además poníamos nuestro futuro y nuestras vidas en sus manos. Se deterioró la ética pública con el todo vale. En nuestro país sigue prevaleciendo una idea callada y chapucera de ‘si puedes, aprovéchate ya que estás ahí, yo lo haría’. La ética de lo público está muy devaluada, no forma parte del compromiso más férreo de quien se dedica a la cosa pública (habría que pasar un examen exhaustivo a quien quisiera hacer política).
En mi época de actividad pública me abrumaba ver cómo a muchos alcaldes les faltaba el discurso ideológico y les sobraba el espíritu del ‘conseguidor’ de equipamientos públicos, aunque en el pueblo de al lado ya existieran y se pudieran compartir. Cada municipio quería su piscina cubierta, sus pistas de pádel, su campo de golf, su instituto, su fastuoso teatro, centro de convenciones... Y para conseguir esto valía todo menos la racionalidad en el gasto público y era lo habitual que se rodearan de empresarios sin escrúpulos, ávidos de dinero, que lo hacían todo con un sobrecoste que ahora nos resultaría escandaloso.
En aquel tiempo vi cómo se gastaba el dinero, y me asombraba, pero si decía algo era como si hablara el metepatas de la fiesta guay del ‘aquí también tenemos derecho a tener de todo’, aunque fueran las cosas más superfluas, aunque los presupuestos de una obra se inflaran impúdicamente, aunque fueran las cosas más horteras y de poca utilidad. Los alcaldes no podían ponerse de acuerdo para construir equipamientos compartidos por dos pueblos que los separara una calle (eso no vendía bien). Se confundía lo público con los intereses privados. Lo público al servicio de políticas sin mucho sentido en ayuntamientos, en gobiernos autonómicos y en nacionales.
El desprecio por lo público ha tenido su constatación también en saquear una comunidad autonómica (comunidad valenciana), una caja de ahorros o un ayuntamiento, en utilizar el dinero público para amañar expedientes de regulación de empleo, en repartir el dinero de todos para una formación ocupacional cuyo gasto luego no se controlaba ni se pedía justificación de ello. El desprecio por lo público se ha palpado en no respetar las instituciones y en convertirlas en emporios controlados para beneficio propio o partidista.
Vivir la democracia implica mucho más que tenerla y disfrutarla. Poseer la democracia supone cuidarla día a día, no dejarla caer en la inmovilidad, evitar que las prácticas que la socavan sean erradicadas a tiempo. Son muchas las cosas que quedan por recomponer en este país.
*Composición de Juan Vida: Plato de pasta o sopa de sobre.